Cuando deje de llover. / FOTO JAVIER NAVAL

El pasado sábado llegó al Teatro Jovellanos de Gijón Cuando deje de llover, obra escrita por el australiano Andrew Bowell en 2008, y que desde que se estrenara en el Scott Theater de Adelaide, en Australia, no ha dejado de recibir premios internacionales y el reconocimiento de crítica y público. La bondad incuestionable de este texto dramático fue algo que sin duda vieron tanto el traductor de la obra al español, Jorge Muriel (también actor en este montaje), como el director de escena Julián Fuentes, a quien en última instancia debemos el atrevimiento de asumir un reto tan complejo y el magnífico resultado.

El 12 de noviembre de 2014 se estrenó en Madrid esta propuesta teatral en una de las Naves del Español y se mantuvo hasta el 21 de diciembre; el éxito fue tal que en la XVIII Edición de los Premios Max de Artes Escénicas se alzó con tres galardones: el de mejor espectáculo de teatro, mejor dirección de escena (a Julián Fuentes) y mejor actriz de reparto (a Susi Sánchez). A estos reconocimientos se sumaron los de la Unión de Actores y Actrices, que en la XXIV Edición de 2014 deciden otorgar los cuatro premios de mejor actriz y actor, secundarios y de reparto, respectivamente, a Consuelo Trujillo, Jorge Muriel, Susi Sánchez y Felipe G. Vélez, nómina que se amplía en la XXV Edición de 2015 con el premio a la mejor actriz de reparto para Pilar Gómez. Razones no faltaron, por tanto, para que esta obra se volviese a incluir en la programación de 2015 del Teatro Español o para que ahora salga de gira.

Cuando deje de llover es la historia de un reto: un reto literario y dramático para Andrew Bowell, al escribir una obra tan rica y atractiva como compleja; un reto escénico para Julián Fuentes, al atreverse a llevarla a las tablas y hacerlo de un modo tan magistral; un reto para los actores, al tener que interpretar a unos personajes deprimentes observando los límites de la verosimilitud para hacer que éstos encajen con su otro yo en el tiempo; pero sobre todo un reto para el espectador actual, al que se le exige trabajar intelectual y emocionalmente para participar de la catarsis final. Cuando deje de llover logra convertir a su público en espectador de un teatro griego de inspiración cinematográfica.

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La obra cuenta la historia de una saga familiar –abarca cuatro generaciones de una misma familia– pero lo hace atentando contra las unidades de tiempo y lugar: la revolución solar aristotélica se muta aquí en ochenta años de vida, desde 1959 hasta 2039, y la concentración espacial se extiende desde Londres hasta Australia. Esta ruptura se extiende también al modo de contar la historia, que aparenta mayor proximidad con las técnicas cinematográficas que con las propiamente teatrales; así, cuando el espectador de teatro cree estar asistiendo a cuadros de vidas de personas distintas, en el mismo tiempo pero en diversos espacios, lo que se encuentra es la historia de unas mismas vidas, en los mismos espacios, pero en tiempos distintos. Es el tiempo, por tanto, el gran protagonista de todo el montaje, que traduce el juego cinematográfico de planos y contra planos en el baile geométrico de una escenografía móvil, que parece moverse por el escenario con la sencillez que resulta de un trabajo minucioso que hace dialogar los pensamientos con las posibilidades escénicas.

Es verdad que la fragmentación con la que se encuentra el espectador en escena no se resistiría si el público no estuviese acostumbrado a decodificar historias cinematográficas, donde la estructura narrativa juega con la ruptura de la linealidad temporal. No obstante, Cuando deje de llover demuestra que las analepsis y las prolepsis, los flash-backs y los flash-forwards se hacen posibles también en el teatro, con igual o sino mayor expresividad. Como señala el propio Andrew Bowell, «solo en el escenario pueden el pasado, el presente y el futuro ser revelados en un mismo instante. Es un medio perfecto para jugar con el tiempo y arrojar algo de luz sobre la condición humana».

Pero el espectador no lo logra sólo; hay una trabazón de elementos coordinados para conferir unidad a la obra: el clima que hace en el exterior de las distintas historias, ese «está lloviendo», ese diluvio universal que acompaña a los personajes de todos los tiempos y parece condenarlos a repetir los mismos errores; las relaciones paterno-filiales entre gran parte de los protagonistas, que van arrastrando rémoras de un pasado heredado de sus progenitores, incluso aún cuando ni siquiera los conocen; las repeticiones de frases o de pasajes completos en el texto de algunos caracteres, que conectan de inmediato sus vidas; el trabajo actoral, que a través de sutiles tics, posturas o formas de habla, ayudan a relacionar a determinados personajes; el atrezzo y los elementos escénicos, visitados por los mismos individuos en distintos tiempos, empujan al espectador en sus viajes por el pasado, presente y futuro; el delicado y certero trabajo con la luz y la música, que en momentos subrayan el ritmo trepidante y mantienen siempre ese aire de melancolía que tiñe toda la obra. La misma melancolía a la que se refiere Andrew Bowell cuando afirma que «estamos en la era de la melancolía porque estamos reflexionando sobre cómo cambiar el mundo antes de pasárselo a nuestros hijos».

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Y ese es el tema: que mientras este universo dramático, fragmentado e incomprensible a priori, avanza revelando parcialmente los hilos invisibles que lo proveen de un sentido profundo, el espectador de Cuando deje de llover no deja de sentir y de reflexionar nunca. Todo el montaje se plantea como un dilema por descifrar, un misterio por resolver. El espectador acepta así el reto intelectual que se le propone y va encajando cada cuadro escénico, como si de las piezas de un gran puzle se tratase; incluso genera hipótesis que se muestran fallidas y que va desechando a medida que avanza la historia. En definitiva, la atención racional del espectador se mantiene precisamente porque el reto no es otro que buscarle sentido a todo, confiando en que lo tiene, como si de la propia vida se tratase.

La conexión con el público alcanza también la esfera emocional, porque no se piensa sino sintiendo. Al principio, los personajes parecen saber tan poco de sus vidas como el propio espectador que acaba de llegar a ellas. Después, a medida que va descifrando las relaciones entre los protagonistas y sus historias, conectará también con sus sentimientos. El universo emocional que el público se encuentra es deprimente: el dolor, la incomprensión, la culpa, la insatisfacción, el abandono, el perdón, el amor… no son temas de la obra sino materia misma que palpita en escena con cada movimiento o parlamento de los personajes. Son las pasiones del alma de este nuevo teatro griego, que angustian al espectador de principio a fin de la obra, que lo paralizan incluso en la expresión espontánea del aplauso y que no se quedan en la sala cuando acaba el tiempo de la función. El teatro ha consumado su primigenia labor: nos ha hecho vivir lo deprimente que es asistir a la destrucción del mundo y de sus vidas; al momento fagocitante de los padres que devoran las esperanzas de sus hijos (porque el consumismo atroz hace que todo desaparezca, incluso el pescado, y ya no haya mundo para ellos) o de los adultos que pervierten la inocencia de los niños (con la extensión al tema de la pedofilia); en definitiva, asistir al momento en el que la civilización se está devorando a sí misma.

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El valor poético, innegable en toda la obra, se revela con mayor fuerza en su cierre. Se llega así a un final sin lluvia. Otra vez ha dejado de llover y otra vez el ser humano ha sabido sobreponerse a las circunstancias; al menos alguno de los personajes ha encontrado el valor de enfrentarse a todo ese pasado. Es el renacer de la humanidad, simbolizado por ese pez, caído del cielo, con que se abre la obra, y que, cocinado al horno, sustituye a la sopa de pescado sin pescado que ha (des)nutrido a todos los demás personajes, varados en sus respectivas tragedias. Los muertos y los vivos, el pasado y futuro ahora ya sólo presente, pueden celebrar al fin, en la que iba a ser la última cena, ese pasado común, devorárselo y dejar de cargar con él.

Sin duda alguna, una espléndida y catártica experiencia teatral.

Rosana Llanos López es profesora, especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com