Creo que no soy la única persona a la que le hubiese gustado conocer el Nueva York de los años sesenta, setenta y ochenta. La explosión cultural, los inevitables palos de ciego, el talento creativo, la libertad en toda su acepción, las andanzas nómadas, los bares cutres, las discotecas con glamour, la ausencia de tabús, la transgresión, el coqueteo con las drogas (ahí, sin medias tintas, el lado salvaje), los lemas que surgieron en los años hippies, haz el amor y no la guerra, y el sexo y la poesía como principales abanderados de una manera de entender el mundo. Otro mundo. Una manera libre, auténtica, acaso algo ingenua. El sida, como sabemos, acabó con esa manera libre de entender el mundo. O más bien, con esa manera libre de practicar el sexo. La fiesta terminaba en buena medida ahí, con la aparición de la enfermedad, con aquella gente que se moría de la más terrible de las maneras: con dolor y con el rechazo de la gran mayoría, incluido, en numerosos casos, el de sus propias familias. Con aquellas muertes y aquel miedo, se cerraba de alguna manera el círculo. En nuestra memoria, aún está la frágil y deteriorada imagen de Rock Hudson anunciando la enfermedad, poco antes de morir, y la de su amiga Elizabeth Taylor a su lado, besándole.

De todo esto nos habla Luis Antonio de Villena en su último libro, el ensayo ‘Nueva York / Babilonia, los años de la edad maldita’, publicado por la editorial Stella Maris. De todo aquel fuego y aquella música. De aquel fulgor y de aquel principio de decadencia (nada comparable a lo que vendría después, que casi más que decadencia es mediocridad). De las luces y las sombras de un tiempo irrepetible. Y de las personas que -con su talento, con sus ansias de libertad y creatividad, también con aquel toque ingenuo- trazaron parte de aquel camino. Ahí están, entre otros, Lou Reed y Patti Smith, David Bowie y Mick Jagger, Nico, Joe Dalessandro y Warhol, Paul Morrisey y Lennon, Mappelthorpe y Sid Vicius, o Truman Capote y Paul Bowles (también Jane, tan olvidada: Anagrama reeditó hace pocos años su novela y sus cuentos en un solo e imprescindible volumen). Nombres emblemáticos de una época ya desaparecida y cuyas obras perduran en el tiempo: son, sin duda, más poderosas que él. El fuego, la música, el fulgor, etcétera… Luis Antonio se mueve como pez en el agua por estos mundos y nos ofrece un excelente trabajo, que acompaña con algunas jugosas anécdotas personales, como la visita a ese local neoyorquino -¿bar, discoteca?-, ya clausurado, donde el dolor se volvía placer y los clientes llevaban sus preferencias sexuales hasta las últimas consecuencias.

No es mala idea, después de la lectura de este ensayo, repasar algunos tramos de su último y espléndido (descarnado, en ocasiones) libro de poemas, ‘Imágenes en fuga de esplendor y tristeza’ (Visor). Por ejemplo, estas palabras que dedica a Joe Dalessandro en Little Joe: «Nos matan y atierran, nos saquean y roban, dicen que al fin hasta el/ pasado huye de nosotros, deserta, pero no es cumplida verdad, por una/ foto, por una sola foto que enseña que la belleza es verdad y la verdad/ belleza y que anhelamos y soñamos y quisimos (libertad, sexo, deseo)/ aunque todo ahora parezca un reino de desoladas cenizas. Fue verdad.»

Fue verdad, sí, y queda dicho.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades