Fernando Alba junto a "Pequeño abismo". Museo de Bellas Artes de Asturias / FOTO: MÓNICA DE JUAN

Estamos ante una pieza de dimensiones reducidas del escultor Fernando Alba (La Folguerosa, Malleza, Salas, 1944), que desprende la misma energía y poética que sus obras más características de gran formato. Pequeño abismo (imagen 1) es un tronco de roble quemado y espejo gris parsol en su interior, mide 34×32´5×30 cm., y fue expuesta en la Bienal de Oviedo de 1992, fecha de su realización. Adquirida en 2005, se encuentra en la sala 24 del Museo de Bellas Artes de Asturias.

En los primeros años 90, su obra estuvo centrada en el trabajo en madera, como así se advirtió en su exposición/instalación de 1991, Vértigo, Abismos, Caída que tuvo lugar en el Museo Barjola de Gijón. Aquella muestra fue la culminación de un proceso de años de estudio y profundización en las posibilidades expresivas y simbólicas de la escultura a partir de troncos y tocones, que ya había iniciado en los años 70 con la observación de rastrojos y restos quemados en el espacio natural. Sus intervenciones in situ de aquella época, la reubicación efímera de ramas y troncos, se acercan a la corriente Land Art de artistas de la talla de Richard Long o Andy Goldsworthy. Desde principios de aquella década, el traslado al taller de tocones y ramas de olmo, haya, tejo, castaño o roble dieron lugar a una transformación y cierta docilización del material que, sin perder su esencia orgánica, añade la impronta del artista (imagen 2). En la exposición del Museo Barjola, Antonio G. Areces, encargado de la presentación de la muestra con “Sincronía/Diacronía”, se refiere a una de sus singularidades: los objetos encontrados se distancian del concepto de ready made, el artista consigue equilibrar en ellos su naturaleza orgánica -la pervivencia de su pureza- con la transgresión de su ser, al intervenirlos. El simple hecho de descontextualizarlos, de sacarlos de su entorno vital, los traslada de la esfera de lo útil a la artística.

En este contexto se sitúa Pequeño abismo; fruto del encuentro (y del pulso) entre el objeto encontrado y el creador; se trata de un tocón de madera que parece mostrar aún parte de sus raíces, de su arraigo a la tierra y a la vida.

Imagen 1.  Pequeño abismo. Roble quemado y espejo gris parsol en su interior, mide 34×32´5×30 cm, 1992. Museo de Bellas Artes de Asturias / FOTO: MÓNICA DE JUAN

 

Está en el carácter y sensibilidad de Fernando Alba la conexión con lo telúrico, plantea con naturalidad su búsqueda de una armonía estética universal, un equilibrio formal y sensorial en el que lo óptico (la escala, la ubicación e interacción de la obra en el espacio, el volumen, el vacío…) encuentra su justa medida en los aspectos táctiles, en las cicatrices que el tiempo ha dejado en la corteza o en el acabado y pulido de las herramientas de trabajo, llevándole a relacionarse de manera íntima con los materiales, provocando nuevos vínculos con sus propuestas, que trascienden de lo plástico a lo emocional porque, como comentó Javier Barón en El Arte en Asturias, “Alba se ha dejado influir por la sugestión de lo orgánico, cuya riqueza de formas viene a poner de manifiesto”. Herbert Read define como háptico, lo referido a las sensaciones no visuales y no auditivas que experimentamos y que sólo a través de lo táctil -de las texturas, de la suavidad o rugosidad, de la lisura o aspereza de las cosas, de su dureza o blandura- consigue comunicar y sensibilizar al espectador.

Estos aspectos están presentes en nuestra obra, conceptual y formalmente pero, sobre todo, advertimos la importancia concedida al encuentro del espacio exterior e interior, al diálogo entre el lleno y el vacío, una de sus preocupaciones hasta hoy. Es en este proceso de vaciamiento, de extracción del alma del tronco donde Alba parece continuar la línea de los grandes escultores nacionales como Jorge Oteiza, Eduardo Chillida o Pablo Serrano. También ellos buscarán en otros materiales -como el hormigón o el acero corten- nuevas vías de expresión que en el caso de nuestro artista se amplía a múltiples posibilidades en cuanto a materiales y conceptos pero, con frecuencia ligado al medio natural, así lo advertimos en la obra del Museo. La riqueza de accidentes y arrugas, propias de la piel de la madera de roble, halla su complemento en el espacio interior, ahuecado, suavizado, en cierta medida, racionalizado por la mano del artista que lo transforma en un pozo cilíndrico, luminoso y atrayente, haciendo partícipe al espectador de la obra. Esta dualidad interior/exterior ya había sido utilizada en obras anteriores, en alguna pieza de la exposición de 1981, en la galería Juan Gris, y en la serie Abismos (imagen 3), expuesta en el Museo Barjola diez años después, piezas de concepción más sencilla cuya intención se advierte con un golpe de vista pero, sobre todo, en la obra principal, Vértigo, expuesta en la nave de la Capilla de la Trinidad (imagen 4) que requería de nuestra implicación directa, de nuestro acercamiento, de una mirada a su interior y sus profundidades. Jovino Martínez Sierra, autor de la tesis Fernando Alba: Espacio escultórico, espacio arquitectónico y espacio urbano, describe cómo aquellas obras tenían un efecto magnetizador provocado por el vacío, atrayendo al visitante hacia su interior. En una de ellas, al igual que en Pequeño abismo, un espejo reflejaba, desde el fondo, la imagen del observador denotando una voluntad de sugerir mucho más allá de la propia forma, “está presente la discontinuidad entre lo real y lo irreal incluso la posibilidad de tránsito a otra conciencia”. Resulta oportuno referirnos a la simbología que el pozo posee para muchas culturas, como receptáculo del agua regeneradora, contenedor de vida, como conducto hacia el inframundo o como reflejo, incierto y movedizo, de un contemplar contemplándose que dice el artista, propiciando situaciones en las que el espectador pueda mirarse a sí mismo. Así acontece en obras posteriores como Contenedores de tiempos (imagen 5) que se pueden disfrutar en los jardines del Museo Evaristo Valle, piezas que nos envuelven y llevan al ensimismamiento.

 

Otra de sus aportaciones plásticas y conceptuales es el proceso de carbonización aplicado -con extrema precisión y delicadeza- con soplete oxídrico y al que ya había recurrido en piezas anteriores; en esta ocasión la obra está intervenida únicamente en su borde superior (imágenes 8 y 9) provocando un fuerte contraste cromático que subraya sus límites. En el proceso de quema se evidencia la transformación de la materia en ceniza, claro símbolo del origen alquímico de la necesidad de la muerte para la regeneración; el fuego y su humo -como energía primigenia- provocan que el hollín cubra la boca de la pieza como cráter de un volcán. Desde su deterioro y precariedad, el tronco se muestra impregnado de una nueva realidad, una negra y espesa capa de tizne se adhiere y apodera de él, dotándolo de una nueva vida.

Pequeño abismo nos da la oportunidad de acercarnos de forma sencilla y silenciosa al trabajo de Fernando Alba, por su formato, es una obra abarcable, pero que sorprende por su autosuficiencia y, desde una aparente fragilidad, es contenedora de los grandes secretos de la vida. A su belleza propia y natural, el artista añade ese “algo humano” que en su momento comentó el poeta Antonio G. Areces y que es una de las claves de sus creaciones. El artista, conocedor de las virtudes del material, como un experto y sabio leñador, se ha apropiado de la esencia natural del tronco de árbol, vierte sus mundos, su experiencia y los misterios que dan sentido a nuestra existencia, ese algo humano conecta directamente con el espectador, el latido de la obra provoca curiosidad y desencadena múltiples interrogantes, permitiéndonos acceder a lugares recónditos y aún por explorar.

Comenta Fernando Alba que estos objetos encontrados ya habían sido inconscientemente buscados, pensados, dibujados, pero no materializados ante el temor de perder su poesía y diluir su esencia; al hallarlos, le seducen los volúmenes, sus huecos, grietas y texturas, convirtiéndose en soportes de sus reflexiones y desencadenantes de nuevas preguntas. Cuando alguien va en busca del abismo, lo hace por una necesidad, tiene preguntas, es un acto de introspección, un viaje en busca de algo y, cuando se regresa, nunca se hace de la misma manera. Esta es la vocación de Fernando Alba como escultor.

Pequeño abismo, 1992. Fernando Alba
Madera de roble quemado y espejo gris parsol. 34 x 32,5 x 30 cm.
Museo de Bellas Artes de Asturias, sala 24

 


Santiago Martínez
 es profesor de Historia del Arte
saguazo@yahoo.es