Portada de "Mule Variations" de Tom Waits

38.
El desierto despierta en nosotros el ansia de conquista, por eso acoge a quien se adentra en él ya sin ambición alguna. Pero sólo al principio. Es una trampa su bienvenida, una traición, porque toda trampa es una traición. Si el entorno eres tú, ¿cómo vas a salir de ti mismo?, ¿cómo no va a ser la soledad el centro de tu existencia?

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39.
Dan de sí las andanzas del cronista. La sequedad ha derivado en un argumento, un aroma. Sólo quiere ya ser pura emanación, ¿pero de qué?, ¿de su propia esencia? Evidentemente. Primero se rinde el cuerpo; el juicio, en su derrota, en su obcecamiento, sigue. En la escisión nuestro héroe se hunde y sólo durante su caída decide que hundirse es algo que ha decidido. Abandonar es una palabra hermosa porque sugiere que hubo algo que una vez se creyó posible, y que ese algo, lo que sea, es ahora la última palabra. Él estuvo de camino, y eso ha de ser suficiente.

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40.
Tal vez la suerte, en cualquiera de sus manifestaciones, sea lo que se obtiene independientemente de lo que se haya hecho, lo que nos sucede, algo en lo que no podemos intervenir y sin embargo nos afecta como ninguna otra cosa nos había afectado jamás. ¿El empeño constante en que se materialice en algo el pensamiento responde a la necesidad inaplazable de hacer que el pensamiento se detenga? El ensimismamiento es la ausencia del oído vivida como una rutina, ¿y qué es la voz sin un oído?, ¿cómo puede unirnos tan poderosamente la voz a cualquier cosa y no ser finalmente nada? Estamos hechos de la suma de relatos y crónicas, qué iba a creerse por tanto nuestro héroe más que un continuo anhelo de duración y comprensión, la combinación de una razón desbordada y un espíritu en busca de una estructura. Pese a todo, acepta la brecha en el diálogo aunque sea la voz una entrega sin retorno. También la nada es algo, lo único cuando lo demás desaparece. ¿Han sido los únicos con suerte o los más desgraciados de todos? No sabe dónde está pero está aquí. Él es él y está aquí. Es todo lo que necesita saber a estas alturas.

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41.
Se estira como si pretendiese que también su carne desde su centro se abriera. Le volvió a doler la cabeza mientras dormía. ¿Se debe a su vida el dolor o es el dolor lo que ha determinado su vida? Le duelen también los huesos, como si le estuvieran pidiendo algo, como si no fuesen capaces ya de sostenerle, o no quisieran ya seguir haciéndolo, como si necesitaran separarse, de él y de ellos mismos también. ¿No es siempre el dolor un reclamo?, ¿por qué necesita que sus huesos le sostengan echado como está? El dolor cambia la consideración de la gestas, lleva a cabo una oposición que no admite comparación con ninguna otra pues materializa el obstáculo que existe sólo para el que sufre y a la vez disuelve cualquier cosa que le rodee, condenándolo a un continuo comenzar de nuevo. De aquí se deriva una de las muchas razones de su poder: se hacen evidentes para uno la indefensión y la ausencia posible de alivio. El aislamiento, por tanto, no es entonces una opción sino algo sencillamente inevitable. Pero que nadie se equivoque, el cronista es el primero en apreciar una correspondencia entre él y su soledad, algo indispensable por muchos motivos que en realidad estarían contenidos en este: sólo la correspondencia trae consigo la concordia. Tal vez despertar sea siempre esto, tener consciencia de tu alrededor antes de que hayas empezado a recuperar la consciencia de ti mismo, ser la impresión de lo que te rodea, su reflejo. Descifra las señales. Invéntalas. Enfréntalas a tu miedo. Apóyalas en él. Justifica tu impaciencia sin espera. Entrégate a la significación desquiciada, al ansia de sentido, a la fiebre que sigue al desamparo. Pase lo que pase, estés donde estés, te sientas como te sientas, nunca olvides cuál fue, desde el comienzo, tu propósito.

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42.
Esta llanura tirante vibra como si estuviera dando de sí debido a un empuje de algo para el cronista esquivo. Ya un hecho su caída, se pregunta qué es lo que en él resiste y qué incomprensible creencia lo alimenta. El hombre, la razón, anhela la propia destrucción, mientras que la vida, la naturaleza, busca perpetuarse. La eternidad debe de ser eso, la naturaleza renovándose continuamente. Piensa nuestro héroe como quien lleva en un cuenco lo que ya se le está escapando. Lo que importa es la voz, no lo que dices, habla. Sigues vivo. Y tienes un trabajo que hacer. Trata de anotar algo aunque no tenga nada que anotar pero sus tripas son las ramas de una planta azotada y la aridez se opone obligándole a repelerlo todo, la comida, el suelo, el horizonte. Esta sequedad es el cronista desentrañado, la consecuencia del fuego de arriba todavía en él, de la energía, de la rotación, de su continuo manar que todo lo que no sea él mismo ignora, de la subjetividad que nuestro héroe está dispuesto a concederle a todo eso porque no soporta depender de algo que no responda a una voluntad, a un anhelo, o, al menos, a un punto de vista. Hace falta mucho para vivir con tan poco.

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43.
Siempre, decían los gestores, como si invocaran al futuro a la vez que lo construían olvidando que siempre es una palabra que en realidad hace referencia al pasado. O tal vez no lo olvidaban. Seguramente no. Compartían allí un idioma y la extrañeza se vio así despojada de lo que no fuera ella misma. Les quedaban los ritos aunque ya no fuesen más que ritos desligados de la ceremonia. Se hizo un inventario. Cuantas más cosas apuntaban más cosas descubrían que les faltaban. Creyeron en la suma en lugar de creer en la combinación y se equivocaron como primero se habían equivocado sus muertos. El horizonte divide en dos el mundo y nos recuerda que sólo una mitad nos corresponde. Pero no se camina hacia el horizonte sino contra él. En la llanura descubre nuestro héroe qué es el odio: esto que siente hacia quienes le vieron partir y no hicieron nada, esto que siente hacia aquellos que, sólo porque el tiempo le dio alcance y habiendo prescindido de un juicio previo que le otorgase voz en el dictado de su destino, decidieron que fuera él quien concluyera cuál había sido su sentencia.

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44.
Deja el cronista de caminar y se monta de nuevo en su bici y pedalea. Otra vez a pie suplica. Pero no sabe qué pide ni a quién. Su voz, ya sin objeto ni cuenco, recorre el camino de vuelta en él y nuestro héroe tiembla. Porque el temblor es la forma que tiene de hablar la carne cuando no logra servirse de la voz para ello. Como si intentara devolver a la fuente el agua que cae, no puede más. ¿Es el vacío la consciencia insoportable de algo que no percibimos, una revelación incompleta? Casi prefiere que no haya un oasis. Le gustaría divisar al menos una duna, materia acumulada y ofrecida como respaldo. Quizá todo avance responda a un deseo de retorno. Quizá el retorno sea el único avance que en verdad necesitamos. Lo cierto es que no puede odiar a quienes dejó atrás en el centro porque siempre conoció su porvenir igual que sus antecesores conocieron el suyo. No puede odiar a quienes no salen a su encuentro porque tal vez sea él quien no ha dado con ellos. Todo odio es en realidad amor por una idea inalcanzable de uno mismo. Aprieta los frenos como quien sabe inmediata la pelea y con los pies en los pedales se alza. Se mantiene así. Uno solo él, la bicicleta y el resto. En tensión mira al frente.

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Chus Fernández es escritor