El director filipino Lav Diaz.

La historia del cine se escribe en renglones torcidos. Hace una década, Jia Zhang-ke se alzó con el León de Oro en Venecia con la memorable Naturaleza muerta, película esencial del último cine asiático y cuya influencia se puede rastrear, incluso, hasta el momento culminante de la segunda temporada de Fargo. Aquel fue un triunfo crucial, comparable a lo que supuso el de Apichatpong Weerasethakul en Cannes en 2010, cuando se llevó la Palma de Oro con Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas. Otra película esencial, otra singularidad dentro del contexto actual, otro cineasta de referencia.

La victoria del filipino Lav Diaz en Venecia con The Woman Who Left tiene una relevancia similar a la que tuvieron en su día Zhang-ke o Weerasethakul, aunque su mérito es quizás mayor por esa componente maximalista de su cine, que suele arrinconarse en el cajón de las “rarezas” ante la dificultad para encajar su metraje en el programa: Evolution of a Filipino Family (2004), Melancholia (2008) y A Lullaby to the Sorrowful Mistery (2015), probablemente las cimas de su cine hasta la fecha, duran respectivamente 593, 450 y 486 minutos. Dicho de otro modo: diez, siete y media y ocho horas. Un auténtico quebradero de cabeza para cualquier programador.

Frente a estos auténticos leviatanes, The Woman Who Left dura “sólo” 226 minutos (tres horas y tres cuartos), una cualidad que parece decisiva en el definitivo reconocimiento de un cineasta a contrapelo, tan relevante como singular, que se distingue por el compromiso con la historia de su país y cuyas películas, en las antípodas de los preceptos mainstream, proponen auténticas experiencias inmersivas.

Como sucedió en el caso de Jia Zhang-ke, el León de Oro no da prestigio a la filmografía de Lav Diaz, sino que es el reconocimiento al filipino lo que acrecienta el prestigio de un festival que, en los últimos años, ha sido un tanto errático. Una dinámica que, a decir de diversos cronistas, se ha mantenido en la edición de este año, por más que su palmarés haya ocultado otras carencias.

Con todo, Venecia ha dejado detalles e indicios de por dónde van a ir los tiros en la inminente temporada de premios. Por un lado, La región salvaje, de Amat Escalante, y Paradise, del incombustible Andréi Konchalovski, se revelan como dos de los filmes más sugerentes del año. Por otro, La La Land, el musical de Damien Chazelle, y Animales nocturnos, lo nuevo de Tom Ford, ya se han posicionado para optar a los premios gordos de la industria norteamericana, su hábitat natural.

Mas, aparte de Lav Diaz, el otro gran triunfador de Venecia probablemente haya sido Mel Gibson, que presentó fuera de competición Hacksaw Ridge, su retorno a la dirección tras diez años de ostracismo alcohólico. Las buenas sensaciones que dejó el filme, en términos generales, y el anuncio de que su director está inmerso en nuevos proyectos no dejan de ser noticias positivas. Porque, más allá de que el Gibson-personaje haya fagocitado al Gibson-cineasta, el director de El hombre sin rostro (1993), la oscarizada Braveheart (1995), la barroca La Pasión de Cristo (2004) y la absolutamente brillante Apocalypto (2006) es, sin asomo de duda, uno de los cineastas norteamericanos más notables del último cuarto de siglo y el que mejor ha trasladado la épica a la pantalla.

Christian Franco es historiador de cine
cfrancotorre@gmail.com