Una y otra vez la misma duda: ¿la energía ciega del momento o el distanciamiento inevitable de la rememoración? No pasa nada, a fin de cuentas, la perspectiva no es más que un estado de ánimo. En realidad, todo se reduce a esto: mirar al frente o mirar atrás, ¿no consiste vivir en plantearse día tras día esa misma disyuntiva? El jueves pasado Marta y yo fuimos a ver Mazepa de Tchaikovsky. Nos habían invitado. El día anterior. A ella le apetecía volver a la ópera; a mí me apetecía ir. Que nuevas experiencias diesen lugar a palabras nuevas. Es lo que esperaba, tan ingenuo como siempre: la mirada no cambia, cambia el enfoque, y lo que en verdad queremos es ver lo mismo que vemos cada día.

Lo primero que pregunté cuando me llamaron para invitarnos fue si se podía ir de playeros y vaqueros, no tenía otra cosa. Me sentí ridículo al preguntarlo pero también orgulloso, y ese es el crimen, de no tener un traje. Qué inmadurez, enorgullecerse de la carencia. Y, como más tarde me recordarían los personajes de la obra, qué poco tiene que ver el orgullo con el honor.

En ese teatro vi La ley de la calle, hace más de dos décadas. Y Karate Kid. Y Krull, con mi padre. Aunque estas dos últimas no estoy completamente seguro de haberlas visto allí. Ojalá pudiera seguir yendo todas las semanas al Campoamor a ver una película y, en cuanto me hubiera puesto la cazadora, con tantos todavía en mí y ya bajo la luz de las farolas, dar una vuelta de esas que uno da gustosamente sobre sí mismo, no porque esté desorientado y no sepa qué dirección tomar, sino porque, aunque no quiera ir a ningún sitio, en el fondo sabe que mas allá de su felicidad no hay ninguna razón para seguir allí, a las puertas del cine. O del teatro.

El miércoles pasado, a eso de las seis, estaba hablando por teléfono con un calcetín en la otra mano. A las seis y media, después de colgar, me encontré con uno de mis pies aún desnudo y diciéndome que al día siguiente estaría allí, en el Teatro Campoamor, estaríamos, si a Marta le apetecía ir, y que yo tendría que hablar de ello. Esa noche, la del miércoles, visualicé antes de dormirme lo que nos esperaba. El teatro, la gente, las luces. Me pongo ahí y a ver qué pasa, me dije. No me pareció un mal plan de vida.

Marta estaba muy guapa. Ella sabía de qué iba aquello, y yo no. Aunque, bueno, eso es algo que podríamos aplicar a casi todo. Bendito casi. A ti se aferran las almas. Qué haremos cuando no podamos ir bien peinados, cuando no podamos ofrecer con nuestra sola llegada una muestra de respeto, por nosotros, por los demás, por el escenario, por el mundo entero.

Una narración sin conflicto, con eso sueño, pero ¿no es la escritura de por sí un conflicto irresoluble? Y, si ese es mi sueño, esta es mi aspiración: que la palabra logro se vea obligada a cuestionarse a sí misma. No sé nada acerca de la ópera. ¿Que debería saber?, ¿puede realmente darse una experiencia sin un código compartido? De ser así, de poder darse, ¿quiere eso decir que toda experiencia es intercambio y solo en ocasiones correspondencia?, ¿por qué hacemos fotos?, ¿por qué tomamos notas?, ¿qué tiempo aún no llegado suponemos mejor?, ¿y por qué?, ¿por qué todo, en general?

El espacio sobrecoge sin abrumar, eso debe de ser la belleza, un escalofrío que reconforta. Miro a mi alrededor, no veo nada, no soy reclamado, qué hermoso es siempre un telón bajado. Da comienzo la obra. Intento incorporar esa lógica nueva, hacerme con ella. El texto de la ópera ha de ser breve, sintético, algo que guíe sin conducir, un instrumento, y, sin embargo, qué reveladoras sus líneas más altas, el lenguaje sublevándose, negándose a ser simplemente una función, su lucha: ser utilidad o ser forma. Dos fragmentos, el de las horas previas a la ejecución y el del banquete, donde el coro no es eco sino comunión (solo una las voces en la plegaria), me afectan, y es bueno eso, ser zarandeado: que cada cosa recuerde cuál es su sitio y descubra a su vez cuál ha dejado de serlo. La elipsis: la imagen de pronto palabra, quimera de ser tiempo. Quizá toda renovación pase ya por las superposiciones. Qué indefenso me siento en la ignorancia. Y qué ilusionado. La tragedia es un río cuyo curso no puede ser alterado. No hay sino sin dolor pero ¿qué hacer cuándo el dolor es el sino? Importan las consecuencias pero el espectáculo cree más importantes las causas. La venganza es el partido de vuelta. Marta dice: Como vuelva a aparecer con el chándal rosa salto al vacío.

Durante el intermedio (en el bar que yo, fascinado, ignoro si es algo que estoy recordando o un recuerdo que fuerzo) la música y los padres de la protagonista se llevan los mayores elogios; el vestuario, las críticas más duras. No hay nada sagrado, no es esa la cuestión. Hay intuiciones que pasan a ser decisiones y decisiones que antes fueron voluntades. Las primeras suelen funcionar; las segundas, no. El jersey del pretendiente. El chándal de la pretendida. Marta dice: ¿Por qué?, es como si les hubieran perdido las maletas en el aeropuerto. Yo río, anoto, pierdo el pulso con mi memoria, algo se disuelve y no sé si está lo fantasmal en mí o en lo que me rodea.

Volvemos a nuestros asientos. Ya cerca del final, noto la mirada de Marta como un manto que cae, abarcándome, y sé que eso es una forma de la piedad, su manera de decirme que sabe por lo que estoy pasando, que no estoy solo en el dolor. Me retuerzo, ningún movimiento consigue forzar una acogida, me viene a la cabeza la sesión doble a la que fui hace ya bastante: Jonás, que tendrá veinte años en el año 2000 y Jonás y Lila, ambas de Alain Tanner, y me vienen también las vueltas alrededor del campo de tierra bajo la noche pronta, la cinta en el gimnasio, el impacto como una confirmación pero también como una compañía, es decir, me viene el momento en que la sensación pasa a ser un sentimiento, el umbral del sufrimiento que, una vez traspasado, purifica. Ir al cine o al teatro nunca fue ni será jamás ir a ver algo sino ir en busca de la experiencia de mirar, de ser transformado.

En cuanto dejó de llover nos fuimos. A toda prisa. Sin correr. Pero a toda prisa. Eso es la edad: tener prisa y no correr, por temor a la caída.

Chus Fernández es escritor