No le dieron el Premio Pulitzer por El rey pálido en 2012. No hubo manera ni de manera póstuma (en alguna ocasión lo habían hecho así). Ese año dejaron desierta la categoría de “Fiction”. Lo habían declarado desierto otro par de veces anteriormente –al premio, no a Wallace‒. (Tal vez porque como escribió John Donne, “Ningún hombre es una isla”; creo que un personaje de Coetzee decía lo contrario. Desierto o isla.). Pero, hombre, podían haberle concedido el Nobel este año 2016 que se cumplen veinte años de la publicación de La broma infinita. Estos de Estocolmo, qué poco finos han estado. Qué poca cintura. Con el tirón que habría supuesto para el Premio Nobel dárselo a un escritor con ese pasado y esa bandana y esas botas sin cordones y ese suicidio tan californiano como las mechas que hacen estallar la dinamita creativa. No han sabido ver estos académicos nórdicos como edredones el valor de una decisión que excediera lo estrictamente literario, que no se basara solo en criterios estéticos de la viaja guardia, que sacudiera las ramas del árbol de la literatura como sistema de valores inmutables, que modificara incluso la exigencia de que el autor estuviera vivo para ser premiado (y cuánta de la literatura de muchos de los premiados estaba más muerta que viva).

Veinte años ya de La broma infinita, ahora reeditada por Mondadori con todas sus páginas y todas sus notas a pie de página. Con todas sus adicciones, sus distopías maltrechas, sus países inexistentes, sus personajes enfermos, su sociedad trastornada, sus relaciones humanas con suturas a punto siempre de abrirse, con su humor descabellado, su insolencia, sus rupturas formales, su excesivo talento y su excesivo todo. Además, al crítico de New Yorker James Wood no le gusta demasiado David Foster Wallace. Y Harold Bloom pontifica que no sabe escribir (dijo en una entrevista a Lorna Koski para la revista Women’s Wear Daily: “¿Sabe usted? No pretendo resultar ofensivo, pero La broma infinita es simplemente malísima. Resulta ridículo tener que decirlo. No sabe pensar, no sabe escribir. No se percibe ningún talento […]. Stephen King es Cervantes comparado con David Foster Wallace. [Wallace] parece haber sido una persona muy sincera y muy problemática, pero eso no significa que su lectura tenga que ser un sufrimiento para mí”).

Yo creía que con esto valdría para que le dieran a uno el Premio Nobel. Me imagino a Jonathan Franzen en su adosado de Más Afuera, descansando por un momento de la escritura de (otra) “Great American Novel” (otra más), frotándose las manos como un cura rijoso, a la espera, dando las gracias por vivir, por estar vivo, y pensando: “Yo al menos tengo alguna posibilidad. Tú estás muerto, man”. Mientras, al tiempo que despide a su mujer, montada ya en el Volvo™ familiar para recoger a los niños de su entrenamiento de soccer, suena el disco de ABBA Gold. (Greatest Hits) en el equipo de música Pioneer™, otro pionero, hábilmente encastrado en un mueble modular de madera de abeto finlandés en un salón funcionalmente decorado por IKEA™. Entonces, ya liberado, Franzen revisa su cuenta corriente en el ordenador y reserva una cantidad para poder pujar, en la subasta en la que se celebrará el día 30 de noviembre, por la pistola con la que Verlaine estuvo a punto de matar a Rimbaud. Su semejante, su hermano.

Javier García Rodríguez es escritor