La donna immobile

¿Que qué tuvimos de segundo en el menú Off del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro? Pues seguimos con teatro del bueno y para todos los gustos. Una propuesta de adaptación más clásica, pero con todas las bondades del género, que logra la contemporaneidad de un texto como La gatomaquia de Lope de Vega; la lectura desenfadada y divertida de una obra como el Lazarillo, que no destaca precisamente por su comicidad; y una performance tan dura como efectiva que pone en tela de juicio la tradición cuentística y el cuadro de valores y creencias que en la actualidad rigen las relaciones sexuales entre hombres y mujeres. Injusto por tanto comparar, pero inevitable también hacerlo, cuando la muestra de todas ellas constituye al tiempo un Certamen, si bien en este caso nos ampara el hecho de que los montajes pertenezcan a conceptos teatrales bien diversos.

El jueves 19 de julio el escenario del teatro Off se llenó de gatos humanos, o de humanos gatunos, con una trabajada, inteligente y contundente propuesta de Laura Ferrer a partir de la ya acertada versión de un conocido del Festival y en concreto del Certamen Off, José Padilla, acompañado en este caso en su labor por Pedro Víllora. Si hace dos años aquella su Perra vida se alzó con el certamen Off, ahora es la vida gatuna de esta su versión libre la que le devuelve, de otro modo, a Almagro. Con el sello de la Compañía La Coquèlicot, cuya voluntad es construir un puente entre los textos de ayer y el público de hoy pero atendiendo a la universalidad que yace de por sí en nuestros clásicos sin necesidad de traducción, trabajando desde el texto y con el texto, se presentan al Certamen con una de las piezas menos conocidas de uno de nuestros dramaturgos más conocidos, La gatomaquia, una obra poética de tono burlesco que Lope de Vega escribe en 1643, un año antes de su muerte, bajo pseudónimo, y en la que se prueba en el subgénero épico con un tratamiento cómico.

En La gatomaquia Lope traslada sus tramas habituales de amor, y su verdad y ficción, y el asunto central de muchas de sus comedias de enredo, la inversión cómica en el teatro de la imposibilidad de la mujer de la época para amar libremente, a un mundo distinto, y a la vez tan abonado por las fábulas, como es el reino animal, inspirado también en las modas del renacimiento italiano en este punto. Es precisamente esa pulsión natural que lleva a Lope a romper las fronteras humanas de un género el germen al que se aferran los autores y actores de este montaje para dar un salto felino al hoy.

Los roles son los mismos que en sus comedias, ajustados en esta versión libre para mejorar el efecto. Hay galán (Micifuc) y hay dama (Zapaquilda), hay mujer que envidia y enreda (Maulera), tercera en discordia que moviendo la voluntad paterna (Ferramoto) hacia el rico indiano (Marramaquiz) logra separar a los dos amantes. El conflicto de la obra, queda desde el inicio advertido: “Marramaquiz, Micifuf, / éstos son notables gatos, / Zapaquilda, noble dama, / si es gata que canta al cabo. / Nunca hicieron buen acople / tres gatos asilvestrados, / más si de igual pezuña / dos andan enamorados”. El resto, la pugna entre la asunción del amor concertado y la rebeldía por el amor verdadero.

La magia de esta versión escrita y escenificada radica en la aparente sencillez que recorre todo el montaje y que sólo nace cuando existe un trabajo coherente, con sentido, con las ideas muy claras, que luego se materializa en cada una de las fases, en cada rol, en cada pieza del puzle de la trama o en cada detalle, por pequeño que sea, de este feliz mosaico que es todo el montaje.

Esto, y que nunca antes hubo en escena unos gatos tan vivos, tan dispuestos a la labor interpretativa que suma al conjunto, tan ensayados que aparentan verdad en todo cuanto sabemos que es ficción, hasta convencernos de su naturaleza felina. Buena dicción, equilibradas actuaciones, inmersión en los caracteres y naturalización de las acciones y los personajes. Estudiada garra, gráciles andares y caídas, plañideros maullidos, afectaciones en el decir, en los gestos, en el mirar y en los movimientos, que hacen verosímil su ser felino sin falta de recurrir a las “máscaras de visión gatuna”, como se pide en la versión escrita, para la “audiencia y videncia de sus gatunidades”. Queda en cambio el uso de éstas en los actores para diferenciar a los gatos genéricos del principio, de los protagonistas de la historia, que con nombre propio y rostro, se humanizan y reviven como personajes.

Destaca en esta propuesta el cuerpo del elenco (Ana Ruth Resco, Arturo Martínez, Néstor Goenaga, Belén Landaluce, Óscar Sánchez de la Blanca, Carlos Manrique Sastre, Noelia Blas, Álvaro Sobrino y Sami Bek), jóvenes con respeto a la profesión, formados en las tantas y diversas disciplinas que requiere el oficio de actor, y versátiles en el dominio de las artes que permiten integrar poesía, música, canto y baile, y que como la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, representan ya el presente, y lo que aún es mejor, el futuro de nuestro teatro.

No hay papeles mejores o peores, todos son vitales para el conjunto. Y lo saben. De ahí que todos se entreguen para defender y bordar su personaje, consiguiendo resultados de calidad en todos los casos, pero sobre todo entre los gatos pobres y criados, secundarios al servicio, pero no a la sombra, de sus amos (Micilda, Garraf y Bufalío), y el especial caso de la actriz que representa a Maulera, que sorprende además con su hipnótica voz.

Mención aparte merece la construcción del espacio escénico a cargo de Laura Villanueva, al servicio de toda la dramaturgia, tan bello como sencillo, y tan apropiado como funcional, ideal para habitantes que acostumbran a subirse a los tejados. Unas simples escaleras de tijera de distintas alturas y tamaño vertebran y dan unidad a todo el montaje. Como decorado desvencijado de un presente actual, marco de la narración, con cajas de cartón que albergan al inicio a estos gatos, decisivo en la bella y eficaz presentación de la obra, que sorprende y atrapa al público por su originalidad. Como lugar de amor, de vida, de fiesta y de dolor para esos felinos que se humanizan quitándose las máscaras. O como poéticas embarcaciones que entre niebla avanzan con el canto de una sirena en la proa y cruzan océanos con esperanza o tristeza, o torre que sirve de jaula para encerrar lo que nunca así se tiene.

El espacio sonoro y la iluminación hacen el resto, y crean una historia bella y divertida, con momentos emotivos y festivos, con tragedia y comedia, como la vida misma que decía el propio Lope, a la que un escenario OFF ya le queda pequeño (quizá el Corral de Comedias podría hacerle un hueco… quién sabe!), y para la que prevemos al menos siete vidas, como vidas dicen que tiene un gato!

 

Ocupada la escalera del patio de butacas por unos albañiles poco o muy convencionales, así, al mismo tiempo, según se mire, el interior del Silo se convirtió el viernes 20 de julio en el escenario de una obra, pero de ladrillos, de aspecto tan cutre en lo teatral como la realidad que representa, sinécdoque de aquella aún presente burbuja inmobiliaria que se hinchó en nuestro país durante décadas, y en concreto en 1992, año emblemático sin duda de todo este mundo y sus excesos -visibles- y sus defectos no menos evidentes, en el que se sitúa la acción marco de todo el montaje.

La compañía 300 Pistolas se cuestiona y nos cuestiona sobre el lugar que ocupó y ocupa la cultura en medio de esa España preocupada en otras lides más provechosas, cuando el provecho es dinero y placeres inmediatos, y fuerzan su aparición metonímica en medio del ladrillo, con la irrupción de un libro, la historia de las aventuras y desventuras de Lázaro de Tormes, en uno de los muros de la obra. Del miedo y respeto que tal objeto suscita entre los cuatro obreros, parodia sencilla pero elocuente de la incultura de un país enfermo, se pasa a la aceptación del reto de contar la narración contenida en sus páginas a través de la escenificación de sus pasajes. Estos peones del andamio metidos a actores improvisados, aunque comienzan asumiendo obligados y perezosos la misión de representar lo que en el libro se cuenta, terminan disfrutando del hecho de narrar y escenificar, empatizando con la vida del protagonista y pensando incluso en otras posibles vidas para ellos, como la de actor o artista, que aunque generan menos seguridad permiten desarrollar verdaderamente su interior. En el fondo, lo más interesante del montaje es que estos albañiles viven en primera persona el impacto que puede crear la lectura, el teatro y el arte, en general, cuando uno se permite entrar en una ficción y acepta el juego que ésta le propone.

La estructura episódica del original dividido en siete tratados, la aprovecha el autor de la versión, el también actor, Esteban Jiménez, y la continúa en lo escénico el director de todo el montaje, Álvaro Morte, para crear un espectáculo ágil y alocado que logra hacer convivir la gran cultura de los clásicos con expresiones más populares. Nos cuentan la historia completa de Lázaro y también se trasladan a las tablas los pormenores que se suelen asociar a la obra: el debate de su origen, contenido, interpretación de la realidad que refleja cada uno de los amos e incluso su autoría, que al final del montaje insinúan que pudo ser escrita por una mujer para tratar también el asunto de las autoras silenciadas. Y lo hacen manejando otras manifestaciones de arraigo popular y tonalidad cómica, a priori alejadas para esta obra, como son el mimo, el clown, el mundo gaditano de las comparsas carnavalescas, el cabaré o el vodevil, y todos las posibilidades que ofrece la intertextualidad de voluntad paródica que no se frena ante ningún límite.

El Lazarillo de Tormes de 300 Pistolas Teatro es la historia de los héroes anónimos, de un pícaro del siglo de Oro y de cuatro pícaros del siglo XX, pero también es la retransmisión de la escena del golpe del ciego como una jugada decisiva de fútbol, el robo del baúl del clérigo de Maqueda como en Misión Imposible, la presentación del escudero como si fuésemos en el crucero de Vacaciones en el Mar, la explícita relación de Lázaro con unas meretrices esperpénticas, las coreografías a lo Les Luthiers como la que realizan sobre el Fraile de la Merced, las linternas que se convierten en espadas láser de Star Wars antes de que la fuerza les acompañe para el número de El guardaespaldas de Whitney Houston, la aparición de Franco para comprar indulgencias al buldero, o el teatro de sombras para el cierre de la historia y el efecto de la Santa Inquisición, entre muchas otras cosas.

La obra, a pesar de toda esta mezcla, funciona como montaje global por la gracia natural de sus cuatro actores (Fael García, Carlos de Austria, Eloi Yebra y el ya mencionado Esteban Jiménez); por el hecho de que todos interpreten a Lázaro, dándose testigo los unos a los otros e involucrando en ello también a la invitada Anna Hastings, que sirve de voz del libro e hilo narrativo que conduce la historia de Lázaro de Tormes; por el convencimiento con el que desarrollan cada elemento del espectáculo por arriesgado que éste sea; por la búsqueda constante y directa de interacción con el público, que aniquila cualquier timidez o medias tintas; y por las rupturas entre la ficción narrada, la representada y la actoral, y sus respectivos tiempos, que hacen inevitable la risa aunque la obra original sea seria. ¿O es que resulta que el Lazarillo no es una obra tan seria?

Con todo consiguen una versión cómica y desenfadada de Lazarillo de Tormes, en la que cada aventura se adopta a modo de sketch, con guiños constantes a la actualidad del tiempo de la historia marco o a nuestro inmediato presente, que aunque mencionados todos de seguido generan extrañeza, incredulidad o rechazo, consiguen hilarse con acierto en una propuesta OFF válida que, mejorando lo escenográfico, puliendo algunos detalles y descartando chistes o juegos escénicos que resultan excesivos, porque generan cansancio, o innecesarios, porque no aportan sino restan, pueda convertirse en una opción muy deseable para un teatro con finalidad lúdica o didáctica, en funciones que apuesten por la proximidad con el espectador adulto o en circuitos de teatro escolar.

No es fácil hacer reír, desde luego, y menos hacerlo con un texto clásico de la picaresca española, cuya primera naturaleza no era cómica. Este es el gran acierto de la propuesta. Además, en este mundo del teatro y del arte, tan dado a la apariencia, se agradece de una manera especial la verdad que late en cada acción, en cada decisión, en cada escena. Una verdad que en ningún caso pretende ser lo que no es sino que se conforma, gusta y disfruta lo que es, consiguiendo convencer a un público tan plural, heterogéneo y exigente como es el del OFF.

 

Y de la risa, pasamos al teatro duro, que se queda en el estómago, en la mente, en cada una de las células del espectador que resista tanta verdad, tanta víscera, tanta tripa y tanto desgarro, contado con la mayor explicitud posible para conseguir la estética propia del horror. A partir de Sol, Luna y Talía, relato original del italiano Giambattista Basile, escrito en 1635, y del que parte luego la recreación del francés Charles Perrault y la posterior y más conocida de los hermanos Grimm, Rakel Camacho, junto con Álvaro Vicente y María Folguera, escriben el texto de La donna immobile, de cuya dramaturgia y dirección escénica, así como de un tercio de su interpretación se encarga la propia Rakel, que descarga los dos roles protagonistas de la propuesta, ambos de complejísima actuación, en los actores Rebeca Matellán y Trigo Gómez. La frialdad de este último y su aparente distanciamiento afectivo de todo lo que sucede en la ficción, y la desarticulación corporal de la primera, ya sea en su espectacular llegada al mundo y su feliz auto-reconocimiento, libre y autónoma, con capacidad para decidir y moverse, y también para desobedecer y equivocarse, y caer en los peligros que entraña vivir (y pincharse), como para mostrar después su no voluntad mientras duerme el sueño de La Bella durmiente, y sufre la peor de sus pesadillas, pero real, la violación del esperado príncipe salvador, son esenciales para trasladar todo el entramado emocional e ideológico que entraña la obra.

Después de asistir al nacimiento de un ser vital, bello y cargado de energía, con ganas y ansias de vivir, las que ya no volvemos a ver en la obra porque quedan aniquiladas, y su herida al pincharse precisamente al intentar coger la flor que crece en un cactus, simbolizando los peligros que conlleva vivir la vida, querer “coger la rosa” , el montaje nos ofrece otra bella durmiente, que esperará también la llegada predispuesta de su príncipe en un estado desconocido de conciencia. El acierto del montaje comienza en este momento, en el que se da voz a los pensamientos de esa Bella que duerme pero que no está muerta, mostrando que hay en ella vida y conciencia, que siente y percibe, aunque su cuerpo esté forzosamente parado. Cuando llega el príncipe, lo que se ofrece no es sino una violación, lo más real posible dentro de la siempre segura ficción, que en este caso llegó a parecer también insegura, para demostrar con eficaz resultado, para los que ya lo sabían y para los que alguna vez hubiesen dudado de algo tan terrible, los paralelismos entre esta situación de abuso sexual y lo que sucede en las violaciones, en cualquier agresión sexual.

La escena exhibe la no voluntad de la víctima, su indefensión y las consecuencias del acto, la injusticia del atentado mismo y de todo el proceso que se sucede luego, cuando al despertar y tener que volver a la realidad, se ve obligada a ser víctima de por vida para asegurar que se la crea. A casarse o vivir con el que ella siente como una extensión del violador e incluso a tener hijos con éste, como de hecho sucede en el montaje. Y lo peor de todo es que sabemos que no es una invención, es una realidad en nuestro mundo, que aunque los actores irónicamente nos inviten a desdramatizar sentimos que no podemos y no debemos porque toda violación en sí misma y todos los miedos con los que vive una mujer son de por sí dramáticos.

Se repasa en la obra también la dureza de la tradición cuentística en la creación de los roles masculino y femenino, y en particular con las mujeres, que o son princesas o son brujas en todos los formatos posibles. Y en este contexto se lleva a escena también la parte del cuento en la que la Reina destronada por la llegada de la Bella ordena por celos que maten a los hijos de la princesa y los cocinen para que el Rey y la nueva Reina se los coman. Una metáfora también horrenda de la dureza y la violencia de la que es capaz una mujer contra otra mujer por el efecto de la pérdida del hombre. Se denuncia precisamente también esa creencia, y el daño que ejerce en las mujeres y en el mundo, que crecen adorando y rindiendo culto al falo, al hombre, del que parecen depender para que su existencia tenga sentido o simplemente sea. Un rito paródico con macetas en las que crecen salchichas fálicas sirve para encardinar este pensamiento.

Aunque los hijos se salvan por la acción débil del cocinero, su existencia ya está marcada por no ser hijos queridos, ni por su padre, un violador que se limita a depositar sus huevos, ni por su madre, que agredida y sin voluntad los engendra; “Talía se duerme virgen y despierta madre de dos gemelos”, reza el programa de mano, y “sus hijos son dos peces que no saben amar”, amputados por su pasado para el amor, dirá la madre en escena.

Se reflexiona desde el cuento sobre los efectos tan tremendos que crean los relatos tradicionales en la asunción de estos roles, de sus valores, prejuicios y creencias, hasta el punto de tenerlos absolutamente interiorizados, como si fuesen así por naturaleza, y ya se sabe que “la naturaleza es sabia”. Y se nos recuerda los daños que genera la idea de que incluso desde la sexualidad y las formas de los órganos sexuales se entienda que la mujer está creada para recibir y el hombre para rellenar, para completar el vacío que yace en cada una de nosotras. Y el montaje se rebela contra este tipo de ideas, con katana en mano que cercena los moldes de barro de los aparatos sexuales de la creación como símbolo claro de oposición a esa perversa manera de ver la sexualidad que luego hace que se naturalicen otras cuestiones. “De igual manera que vosotros necesitáis satisfacer vuestra necesidad de poder, de igual manera necesitamos nosotras la justicia”.

Analizando algunas de las cuestiones que son el motor del relato, como es el castigo que se impone siempre ante el acto de desobediencia, se evidencia la razón de esa excesiva protección por parte de los padres que en ningún caso garantiza la seguridad de sus hijos, sino que los convierte en seres inseguros, temerosos de lobos feroces que, aunque existen, no deberían condicionar o cambiar el destino de las personas. “Se castiga la desobediencia porque hay que estar lejos de los lobos. Porque te darán la manzana envenenada y la morderás”.

La Bella del cuento tradicional se pincha en el dedo con el huso de una rueca, y en este con los pinchos de un cactus, y la hija de Talía con el aguijón de una abeja, pero no es solución quemar todas las ruecas, matar todas las abejas ni evitar que nuestros hijos quieran probar a coger la flor rosa que crece en el cactus. El montaje apuesta en cambio por el principio de libertad como necesario para la vida y defienden que los hijos deben desobedecer, que todos debemos desobedecer, porque es bueno que lo hagan; vivir es eso, es ir al bosque, porque, como dice Talía en el montaje, “todo lo mágico acontece fuera de casa”.

La donna immobile evidencia cómo esta forma de ver el mundo, y al Hombre y a la Mujer, de la que se desprende tanta crueldad, y en concreto esta violencia sexual, está inserta en nuestra sociedad en cada uno de nuestros pequeños actos que son los que construyen y dan forma y fondo a nuestra médula, la de “una sociedad que inocula podredumbre en cada individuo” y que es capaz de divertirse, bailar y cantar temas cuyas letras no sólo son ofensivas sino que directamente atentan. Todos somos parte de esta podredumbre, de esta suciedad (la misma que se va generando en el escenario a medida que avanza el montaje). Todos somos culpables. “Toda la humanidad femenina alguna vez fue violada. La humanidad masculina toda debió cometer por tanto una violación”, entendiendo este término y hecho en un sentido ontológico y global, educativo y performativo, que es el que le da toda la propuesta. Por eso, cuando al final del espectáculo se invita al público a que quien esté libre de culpa tire su piedra (aquella que cada espectador cogió al entrar en el teatro), nadie lanza su piedra, aunque apetezca derribar al gran dinosaurio que se coloca en primer plano del proscenio representando la Naturaleza, la que todos hemos asumido por tradición, sin pararnos a cuestionarla ni a valorar sus efectos.

Dice la compañía La Intemerata: “hemos investigado, hemos metido el dedo en la llaga. Vamos a contaros un cuento tan antiguo como presente. Un cuento visceral y onírico que quiere estimular la mente y el alma del espectador”. Y lo han conseguido, desde luego. Puede gustar más o menos este concepto teatral, y puede cuestionarse su excesiva violencia y dureza, pero lo que es incuestionable es que la propuesta funciona y está bien hecha.


Rosana Llanos López
 es profesora especialista en teatro
rossllanoslopez@gmail.com