En el incomparable escenario del Patio de Fúcares de Almagro, en la 39 edición del Festival Internacional de Teatro Clásico, se estrenaba el 22 de julio de 2016 la obra Malvados de Oro, del autor Jesús Laiz, a partir de textos de nuestro teatro barroco, en horario de madrugada, una franja que suelen ocupar propuestas diferentes, que por su dramaturgia especial y arriesgada, por su menor duración y sobre todo por reunir desenfado escénico y calidad dramática e interpretativa, hacen las delicias de un público avezado al teatro, como lo es habitualmente el de este festival. Asimismo, habíamos oído y leído sobre la bondad dramática de esta coproducción de la Compañía Apata Teatro y de la propia Fundación del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, de la dramaturgia del propio Jesús Laiz, de la dirección de José Bornás y de la magnífica interpretación de su único actor, Daniel Albaladejo, así como de la maldad áurea de los personajes interpretados en ella. Todo esto y más fue lo que se encontró el afortunado público que asistió este viernes a la Sala Club del Niemeyer de Avilés para disfrutar de otro éxito de la programación del Off del Niemeyer.
En Malvados de Oro un mismo actor se convierte en presentador de un «retablo de la maldad» que contiene algunos de los personajes más perversos y de moral más reprobable de nuestro teatro del Siglo de Oro: el comendador Fernán Gómez, Basilio y su hijo Segismundo, Semíramis, el Duque de Ferrara y el mismísimo Anticristo. Hace las veces también de narrador de las historias en las que se enmarcan dichos personajes: la Fuenteovejuna de Lope de Vega, La vida es sueño de Calderón de la Barca, La hija del aire, también de Calderón, El Castigo sin venganza del propio Lope de Vega y El Anticristo de Ruiz de Alarcón. Es del mismo modo comentarista deportivo improvisado de la competición a modo de partido que la dramaturgia hace jugar de principio a fin de la obra al teatro español y al teatro inglés, y comentarista serio de los temas más relevantes que se hallan en estos textos, como el abuso del poder y el honor, la lábil frontera entre la realidad y los sueños, el peso trágico del destino, la importancia del qué dirán y de la honra, o el tópico literario barroco del «Theatrum mundi». El actor es también pedagogo de una época y de un teatro alejados de las coordenadas del público actual, de ahí que se esfuerce por acercar la materia a su auditorio, actualizando comportamientos y asuntos, pero sobre todo aprovechando para introducir pequeñas píldoras de conocimiento que amplían el campo de acción del espectador. Así se exponen las tres razones de por qué el teatro del Siglo de Oro español es mejor que el inglés (un lenguaje más elaborado, un concepto de tragedia anterior al de aquellos y que la autoría de los villanos no se debe a un solo caso, como ocurre en Shakespeare, sino a la pluma de muchos de nuestros dramaturgos); la explicación del subgénero de las comedias de comendador; la dualidad teatral que suponen Lope y Calderón, como caras de una misma moneda, de la pasión hacia fuera del primero a la intimidad silenciosa y reflexiva del segundo; las diferencias dramáticas entre los textos de Cristóbal de Virués y Calderón de la Barca sobre el personaje de Semíramis; o la rivalidad entre autores del mismo título, como cuenta Góngora que sucedió con El Anticristo de Lope de Vega y Ruiz de Alarcón.
Y aún queda lo más importante, cuando el actor ejerce de actor al uso, e interpreta a los personajes malvados elegidos por la dramaturgia de Jesús Laiz, explicando el atractivo que estos tienen para el propio actor, que los prefiere a los personajes buenos, y para el espectador, pues con ellos «saboreamos las mieles de la transgresión pero nos libramos de sufrir sus consecuencias» e incluso disfrutamos con la restitución del orden moral al primar en los finales de las obras el principio de la justicia poética.
El primero de los personajes representados es el Comendador Fernán Gómez, de Fuenteovejuna, déspota, clasista, torturador y violador, personaje en el que se observa la maldad de aquellos que, llenos de lujuria, abusan de su poder para conseguir el objeto de su deseo, en este caso el secuestro y la violación de Laurencia la misma noche de su boda, deshonrándola a ella, a su padre y a su reciente esposo. Daniel Albaladejo se atreve en este caso también con la réplica del personaje femenino, y representa a la propia Laurencia, valiente, rebelde, honorable y revolucionaria, en el monólogo que servirá de arenga final de la revuelta que acabará con la vida del Comendador a manos de todo el pueblo, y en el que ella defiende su honor mancillado por sí misma y critica el comportamiento cobarde de su padre y de los hombres allí presentes. El cuerpo y voz del actor logran trasladar al auditorio el pudor, desgarro y vergüenza de una mujer fuerte, capaz de enfrentarse a su deshonra, defenderla y reprochar la actitud de su entorno, pero insignificante y fácil víctima para un Comendador cuya inmundicia queda también retratada por contraste.
Basilio, Rey de Polonia, mentiroso, cobarde, vanidoso y secuestrador, es capaz de encerrar a su hijo Segismundo y mantenerlo aislado del mundo por un temor fundado en una premonición, por la que su hijo se rebelaría contra él y lo destronaría. Poco le importan a Basilio las consecuencias físicas y psíquicas que su decisión cause en Segismundo, de ahí que cuando éste sale de su cueva y se comporta como un personaje tirano, consentido, infeliz y dictador, que arrasa con la Corte de Polonia, Basilio lo vuelve a encerrar y lo droga, haciéndole creer que todo lo vivido y todo el mal provocado había sido un sueño.
Semíramis es la tercera malvada que recrea el montaje, y para contar su historia, y el alcance de su inquina incluso antes de que comenzase a obrar mal por sí misma, el actor hace uso de una original manera de narrar, a través de un esquema en el suelo sobre tiza que se proyecta en tiempo real en una pantalla. La interpretación del actor consigue revivir en escena a una mujer ambiciosa, perversa, despiadada, a la que no en vano Venus había bautizado como «el horror del mundo», y que por gobernar es capaz de matar a su esposo Nino y secuestrar y suplantar a su propio hijo Ninias, provocando el caos y la destrucción; el segundo momento escénico elegido para este personaje es su tormento y su muerte, víctima de su propio destino.
Vira después Daniel Albaladejo hacia el Duque de Ferrara, un viejo verde, mujeriego y pendenciero, que se casa con Casandra, una joven que se sentirá atraída por el hijo bastardo de aquel, Federico. Cuando el duque se entera de la relación entre ambos, planea que su hijo, engañado, dé muerte a la propia Casandra, para luego condenarle a él por el asesinato de aquélla.
Se cierra el recorrido con el mismo Anticristo, antagonista de Jesús de Nazaré, un personaje más desconocido que el resto y que el actor introduce en escena convirtiéndose en un campesino que lo ve aparecer ante él. Luego toma voz y forma en la persona de Albaladejo en el momento en que el personaje acaba de conocer que es hijo de su abuelo, y en «catarsis demoníaca» viola y mata a su misma madre, para luego hacerse pasar por el Mesías, sembrando el horror, la lujuria y el mal en el mundo.
Malvados de Oro es un montaje en el que el prodesse y el delectare se dan la mano para lograr un espectáculo redondo. Que se aprende asistiendo a esta representación no cabe duda; toda la propuesta pudiera leerse en clave pedagógica como una clase interactiva inigualable sobre nuestro teatro clásico, en la que el actor se convierte en maestro experimentado de una época, de un teatro, de unos textos, de unos autores y de unas historias. Su discurso narrativo en prosa resulta necesario para contextualizar los monólogos y soliloquios de unos personajes elegidos desde el prisma de la maldad y para asegurar la comprensión del público que posibilitaría su conexión con la intensidad de los momentos escénicos, ahora ya en verso, interpretados por el actor, sin contar con la enseñanza moral de los antiejemplos o la reflexión que se desprende sobre la existencia en la realidad y en la ficción de personajes con conductas reprobables. «¿Necesitamos de los malvados?», se preguntará y nos preguntará el actor al final del montaje. No nos gusta su imagen pero el hecho es que existen.
Todos los espectadores se van del teatro un poco más sabios de lo que entraron y con un aprendizaje afianzado en la experiencia emocional del teatro más puro. El público alcanza con el montaje el placer del conocimiento, pero también el del reconocimiento, de cosas ya sabidas y aparentemente olvidadas, o conocidas pero no experimentadas de un modo tan intenso como suponen los monólogos en vivo sobre la escena.
Pero existe otro placer que nos ofrece este juego dramático, y es el gusto por el placer estético, por las cosas bien hechas, aquellas que nacen de esfuerzos colectivos integrados y del mimo y cariño hacia lo que se hace. Existen muchas manos distintas en esta propuesta, muchas cabezas y muchos corazones, que juntos han logrado caminar en la misma dirección, la bondad y belleza final del espectáculo. El equipo al completo de APATA TEATRO, guiados en la dramaturgia por Jesús Laiz, dirigidos por José Bornás y defendidos en las tablas por la actuación de Daniel Albaladejo, consiguen de nuevo un montaje que encaja de lleno en su línea teatral: un teatro accesible, popular y comprometido, para un público actual, que indaga en las nuevas dramaturgias y en los nuevos lenguajes escénicos. Se probaron con textos clásicos como Tito Andrónico, de William Shakespeare, No puede ser el guardar a una mujer, de Agustín Moreto o Las flores de Don Juan, de Lope de Vega, entre otros, y ahora con Malvados de Oro experimentan nuevos modos de relación con el espectador que aseguran un mayor entendimiento y comunicación con el público.
Así cabe entender las frecuentes rupturas de la intensidad emocional conseguida por los personajes, el texto y la interpretación del actor durante el trascurso del montaje. Se pierde el miedo a hacer llamadas directas al auditorio, interrogarle mirándole a los ojos, buscando a los individuos que conforman el genérico de la sala. Se pide la colaboración directa de un espectador para que se convierta en actor mudo improvisado que a modo de estatua, la de Friso en este caso, debe soportar la dureza y luego cercanía del personaje de Semíramis, sin inmutarse, actuado en pase privado para él por Daniel Albaladejo. Se reclama la ayuda a un espectador para la lectura de una carta, de contenido grave (nada menos que aquella que desvela la relación entre Casandra y Federico), para descubrir, entre risas, lo que realmente está escrito en el papel y el artificio mismo del teatro. O el genial inicio y fin de la obra, con la grabación de Óscar Pedraza, en el que el actor aparenta salir y entrar de la pantalla.
De igual manera, no se pierde la ocasión siempre que se puede para destacar la modernidad y actualidad de los textos de nuestro teatro clásico, ya sea explícitamente en el discurso de glosa del actor, o en apuntes más concretos al aludir, por ejemplo, al «escrache del Comendador», el guiño al ring de combate para Lope y Calderón o el listado de enfermedades psicológicas que hoy se le podrían diagnosticar al infelice Segismundo.
La función de la música es también buena muestra de cómo lo pequeño suma en este montaje. Es ambiental en la apertura y cierre del espectáculo, en sintonía máxima con la proyección y el papel del actor, introduciendo el juego de toda la propuesta en torno a la relación entre la vida y el teatro. Es una música bailada e interpretada por Daniel Albaladejo, cuando el tema «Rata de dos patas» de Paquita la del Barrio sirve de antesala de la función, una especie de hilo musical con el que el actor comienza su particular bajada a los infiernos de los personajes que va a interpretar. También se utiliza como un elemento de entreactos en los que el actor, y el público, reposan la emoción de lo representado y se oxigenan antes de una nueva visita al cuerpo de otro malvado, como ocurre con el intenso «Pequeño Vals Vienés», de quiño lorquiano, que suena tras el primero de los personajes. O el caso de las voces en off, distorsionadas e inquietantes, que habitan el espacio sonoro cuando accedemos a la cueva de Segismundo y a su mente enferma y engañada.
Mención aparte merece el tratamiento de la luz, del sello inconfundible, por bueno, de Juanjo Llorens, quien logra la máxima expresión y belleza visual ya sea en el formato extenso de una reciente Reina Juana en el Palacio Valdés de Avilés, o en este más reducido de Malvados de Oro, en el Off del Niemeyer. La duplicidad que consigue con los focos de luz entre el actor y su sombra no hace sino subrayar el juego escénico del desdoble desde el que se construye todo el montaje, ya sea entre el actor y los personajes a los que da vida, o entre la apariencia normalizada de estos caracteres y su trasfondo perverso y oscuro.
Las proyecciones a cargo de Manuel Maldonado, aunque se utilizan en otros momentos puntuales, son especialmente funcionales en el principio y en el cierre del montaje, asegurando la originalidad y contundencia de esos dos momentos centrales en todo espectáculo. A través de ellas, se da salida a escena al actor desde el mundo audiovisual, y se recoge luego en ellas a todos los personajes a los que éste fue dando vida, además del propio actor que vuelve a su hogar. No cabe duda que se trata de una magnífica técnica de captatio inicial y de colofón final, al tiempo que se muestra como nueva evidencia de la ruptura, y delicada frontera, entre el mundo real y la ficción, entre la vida y el teatro.
El espacio escénico y el vestuario, trabajo de Susana Moreno, se pliegan en este caso a las necesidades de la dramaturgia, optando por un escenario vacío, sin más atrezzo que un banquillo de madera multifuncional, una soga y dos atuendos, reversibles y de colores diversos en el haz y el envés, uno en cada margen del escenario, y que según el momento del mismo y el personaje representado se convertirán en capa, saya, falda o túnica.
Todo dispuesto para el uso de un actor, Daniel Albaladejo, cuya genial interpretación es fundamental para el éxito de la propuesta. Sus múltiples registros y personajes, que no se limitan a los malvados del Siglo de Oro sino que se amplían a otros, como vimos, e incluso se completan con su función de maestro de ceremonias, narrador o comentarista; sus ensayados movimientos, asesorados por Esther Acevedo, sus gestos trabajados y su dicción, ágil y segura en la prosa, y sentida e interiorizada en el verso; su versatilidad y su camaleónica capacidad de adaptación para moverse en constante cambio de la vida a la ficción, de la narración audiovisual a la escénica, del discurso narrativo y pedagógico a la intensa emoción de las pasiones oscuras en verso, de lo trágico a lo cómico, de lo visceral al chiste verbal o escénico. Una interpretación que se cuida en sus formas mínimas, en las modulaciones de la voz, los gestos de una mano o la expresividad de una mirada, y en sus formas máximas, cuando se apodera de toda su persona y vemos cómo el actor se entrega literalmente en cuerpo y alma; en el monólogo de Segismundo, con el torso descubierto, vemos salir el verso del mismo diafragma. Es la imagen sin duda con más fuerza de toda la obra, en la que cobra sentido sensual la pretensión del montaje de «hacer teatro desde la entraña». En las entrañas yace el mal de estos Malvados de Oro y el bien de todos los que, como su hacedor en las tablas, han hecho verdad este proyecto que dialoga desde su origen hasta su representación con aquel Shakespeare’s villians, de Steven Berkoff.
Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com