Cartas de amor, la nueva versión de David Serrano, conocido autor, adaptador, director y productor teatral, y uno de los nombres habituales en PTCteatro (Producciones Teatrales Contemporáneas), sobrecogió al público asturiano la noche del viernes 26 de agosto, en la sesión que puso punto final a las exitosas Jornadas de Teatro de Avilés. El estreno absoluto nacional de esta obra no pudo tener mejor acogida; los repetidos aplausos de un teatro lleno a rebosar agradecieron el trabajo bien hecho de los actores, Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rellán, del artífice de la versión y responsable de la dirección, el propio David Serrano, de los diseñadores de iluminación y del espacio escénico, Ion Aníbal López y Mónica Boromello, respectivamente, así como del ausente (y a la vez tan presente) autor del texto, el estadounidense A. R. Gurney, conocido y experimentado dramaturgo que escribió sus Love Letters en 1988 sin pensar en que se convirtiesen en un texto teatral.
La originalidad del texto, compuesto únicamente por esas cartas tan espontáneas y naturales como la vida misma, correspondencia cruzada durante más de 50 años entre dos personas que se construyen y deconstruyen en ellas, y la cuidada sencillez de la puesta en escena, una lectura dramatizada de esas cartas ante la atenta mirada y más atenta escucha de un público que es más oyente que espectador, consiguen crear un ambiente teatral donde la protagonista indiscutible es la palabra. Una palabra que en esta ocasión emana del corazón de los dos personajes de la obra, inmediata y profunda, personal y circunstancial, resucitada por la magistral interpretación de dos actores de primera fila, Miguel Rellán y Julia Gutiérrez Caba, que consiguen mostrarnos en escena la esencia misma de su trabajo: darse por completo, y en este caso en exigida quietud, para convertir el texto en personaje y el personaje en persona.
Palabra y voz, vida y emociones se trasladan al espectador en un espacio escénico tan minimalista y sencillo como delicado, tan funcional como poético. Mónica Boromello diseña un escenario fijo de principio a fin de la obra, con un largo sofá en primer plano en cuyos extremos permanecerán los dos personajes durante todo el montaje. Desde allí leerán, en voz alta cuando se trata de sus cartas (las que escriben) y para sí las que reciben (mientras se oye la voz del otro), la correspondencia intercambiada durante toda una vida. Más de 55 años de confiadas epístolas en las que van compartiendo todo: primeras experiencias y aprendizajes, retos y miedos, éxitos y fracasos (profesionales y personales), matrimonios y divorcios, hijos y fallecimientos, alegrías y decepciones, verdades y mentiras, amistad y amor verdadero. Unas cartas son inocentes, otras pretenciosas; unas profundas y densas, otras en cambio triviales; unas alegres y otras tristes; unas esperanzadas y otras desgarradoras; unas celebran la vida y otras acompañan y consuelan cuando ya no es posible el consuelo. Todas enviadas y recibidas desde la distancia física que se representa en escena a través de la separación de los actores, que nunca se miran ni interactúan, pero todas escritas y leídas desde la mayor de las proximidades, el conocimiento mutuo profundo y la cercanía de los corazones.
Alrededor de ese largo sofá y ocupando el resto del escenario, se sitúan un sinfín de lamparillas de tenue luz con las que se ambienta la escena, y que se irán apagando a medida que avanza el tiempo, el tiempo de la representación y el tiempo de esas vidas. Un tiempo que en el montaje se mide en luces encendidas y apagadas, pero también en el número de cartas que aún quedan por leer en cada uno de los dos montones iniciales y las ya leídas que se van tirando al suelo. La belleza y poesía que este conjunto consigue en escena es incuestionable.
Escenario fijo, actores fijos, miradas fijas en las cartas, solo la voz y la palabra en escena, para trasladar a los espectadores algo tan cambiante como el paso del tiempo y los devenires de toda una vida. Las vidas de Melissa Gardner y Andrew Ladd III, dos personajes tan distintos que parece increíble que se hayan mantenido juntos tanto tiempo. Él sensato, inocente, cariñoso, con referentes familiares estables, amante de la escritura y de las cartas. Ella alocada, provocadora, aparentemente distante y arisca, con dos familias y ninguna, que odia escribir pero a la que le nace pintar. Desde la carta de invitación al octavo cumpleaños de Melissa hasta su muerte, el público asiste al inicio y desarrollo de una preciosa y tierna relación de amistad, en la que “existía la seguridad de que pasara lo que pasara el otro siempre iba a estar allí”; y del mismo modo a la historia de un amor truncado, un amor que siéndolo y teniendo todo para ser, por no serlo, nunca fue. Ternura y nostalgia se dan la mano en esta dramaturgia que habla de las relaciones personales, de su importancia y verdad más allá de la distancia, de la necesidad de estar acompañados y crecer juntos, de la dureza de la soledad… Y sobre todo cuando falta el ser más querido, más afín, con el que se ha sido, a pesar de todo, plenamente.
Esta dramaturgia celebra la amistad que hay en esas relaciones personales profundas y auténticas que a veces incomodan precisamente por su sinceridad; porque detectan la falsedad en el otro, sus intentos fallidos de disimulos o fingimientos, tan frecuentes como necesarios en quienes priorizan una vida de éxito y proyección social, aunque de plástico. Pero también se lamenta la falta de atrevimiento en un caso para dar el paso definitivo hacia el amor (“eres un cagón”, le decía Melissa a Andrew) y la incapacidad para reconocer y expresar los verdaderos sentimientos en una Melissa nada acostumbrada a una vida familiar anclada en las emociones. Estas circunstancias harán que ninguno de los dos llegue a conseguir la felicidad absoluta, si es que existe, por no atreverse a vivir la cotidianidad con ese ser especial que de otro modo ha estado siempre, aunque en la distancia de las cartas.
El único momento de la obra en el que los actores despegan la vista de los textos es al final, cuando Melissa justo antes de morir arruga una carta y reclama a Andrew que no la vaya a ver porque se encuentra enferma y fea, y le pide que la recuerde como “la princesa de la tierra de Oz” de la infancia; y sobre todo cuando Andrew escribe su última carta a la madre de Melissa para despedirse de su hija fallecida y de la escritura, las dos realidades más importantes de su vida. En otro momento de la obra dirá que para él escribir es maravilloso porque le saca del pozo y reconocerá la inmortalidad de las cartas frente a otros tipos de comunicación porque “aunque solo sea una hoja de papel, es un pedazo de mí”. De ahí que ante el fallecimiento de Melissa y la evidencia de “no volver a escribir ni recibir jamás una carta suya”, Andy sienta una soledad insoportable que le hace tomar conciencia de que esa relación era más que una amistad, que la amaba. Y esto Miguel Rellán y Andrew ya no lo comunican leyendo sino hablando, mirando al público, para mirar después por primera y única vez a su compañera de reparto (Julia Gutiérrez Caba) y a su compañera de vida (Melissa).
El trabajo de iluminación de Ion Aníbal López cobra al término de la obra una especial relevancia al contribuir decisivamente con el cierre poético del montaje. Las luces que iluminan los extremos del sofá se atenúan, primero la de Melissa cuando fallece, y luego la de Andrew en esa declaración final, para apagarse al final las dos juntas al tiempo que permanecen sólo las tenues luces de dos de las muchas lamparillas que lucían en el inicio de la obra a modo de estrellas, justo las dos que están detrás de cada uno de los personajes. Casi imperceptible ya por el romper de los aplausos del público, y como última muestra del delicado trabajo de los detalles, en el centro del escenario, en la parte central de ese extenso sofá, se proyecta la imagen de una carta que vuela, tan efímera como Andrew defendía que eran las cartas, tan efímera como las propias vidas de estos personajes y de todos los seres humanos. Las cartas que unen en la distancia las vidas de dos personas son las verdaderas protagonistas de toda la historia y de la propia propuesta escénica, de ahí que este cierre se convierta a su vez en un más que merecido homenaje a una bella e íntima forma de comunicarse fundamental en otro tiempo y casi extinta ahora, aunque reformulada en este mundo nuestro en las múltiples posibilidades que ofrece la escritura en las redes sociales. Exquisito teatro de la palabra y por la palabra.
Rosana Llanos López es profesora, especialista en teatro
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