Cuando abandoné Provincia, tenía 19 años recién cumplidos y una lista llamada “150 libros para convertirse en escritor” guardada en el bolsillo. Atrás dejaba una ciudad aletargada e invernal -repleta de chicas espectaculares que siempre volvían a las garras de sus progenitores antes de las once de la noche- y cuyo censo de grupos musicales era altísimo, por más que apenas ninguno encontrara salas donde tocar en directo. Recuerdo que mientras me despedí de mis amigos, cerré los puños con gesto teatral. Era el mismo gesto que había visto hacer a decenas de jóvenes que, como yo, abandonaban Provincia para volver a los tres o cuatro meses a la casa materna, con el único triunfo de haber ampliado su colección de vinilos.
En mi caso tardé -y no sé si con ello se establece un récord homérico- algo más de diez años en emprender el camino de vuelta. Tal como correspondía a todo lo que había leído en los libros, aquellos años fueron buenos, miserables y poco formativos. Aunque no conseguí ampliar mi colección de vinilos -fue más bien que perdí hasta la camisa- volví a Provincia convencido de que aquella ciudad no podía haber cambiado.
A los pocos días de aterrizar, sin embargo, me enteré del cierre definitivo del C.C.A.N, un local legendario en el entramado cultural leonés, y que, aunque nadie sabía cómo había permanecido tanto tiempo abierto, todo el mundo aseguraba haber disfrutado de una u otra manera.
Para entendernos; el C.C.A.N era una especie de coffee shop encubierto, y aunque pertenecía a esa estirpe de locales reprochables a nivel estético e higiénico, su brillante anarquismo conseguía que uno nunca supiera bien lo que se podía encontrar tras franquear su puerta de madera. Una vez dentro, no había vuelta atrás, la programación era tan extravagante como seductora y todo parecía suceder en un ambiente recargado y amigable, con no pocos elementos de secretismo, como si los responsables del local -llegaron a ser más de un centenar de socios- pertenecieran a una logia indescifrable. De hecho, yo mismo nunca supe qué o quién llevaba aquel garito y bastante me costó descifrar que el nombre servía de siglas para el Club Cultural de Amigos de la Naturaleza.
Su cierre, sin duda, supuso un antes y después en Provincia, y todos los asiduos se repartieron por nuevas zonas, los artistas comenzaron a actuar en espacios mejor iluminados -pero con mucho menos encanto- y sus clientes nos vimos enfrentados a la decisión de vivir en el pasado o comenzar una etapa nueva.
Permitidme que os hable de un local cerrado -cuyo espíritu continua en el nuevo C.C.A.N y el Ateneo Varillas– porque nada de lo que pasa en León en 2016, se podría explicar de manera rigurosa sin él. La proliferación de locales que programan con regularidad sumados a la cantidad de agentes culturales que renuevan la escena leonesa, deben mucho a los casi 40 años de resistencia de aquella buhardilla de difícil acceso.
Yago Belmondo regenta un bar deficitario en León
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