“Está sonado una alarma”, llegó diciendo mi hija con el susto en los ojos. La frecuencia, penetrante, es la misma de la alerta ámbar, un desgarro que siempre ha significado el peor de los terrores, para ella y para nosotros: el de un menor de edad que ha sido raptado. La misma urgencia repica en todos los teléfonos móviles de los cinco condados. Pero esta vez todos sabemos que la emergencia es otra. No hay niños en la calle, y si los hubiese, solo a un secuestrador muy arriesgado o muy joven y sano se le ocurriría robárselos. En el texto, la ciudad de Nueva York ruega a todo el personal médico que vaya a brindar su apoyo a los centros hospitalarios más necesitados del área. Mi mujer le explica que hay muchas personas enfermas que necesitan ayuda y hacen falta todos los doctores y enfermeros de la ciudad. Yo trato de tranquilizarla con una frase del tipo ‘no tienes nada de que preocuparte, mi amor’, que además de ser una frase pendeja es mentira. No tiene que hacerlo, eso es verdad, pero razones para hacerlo sobran. La pandemia, incluso aquí, donde las muertes se duplicaron del martes a hoy, viernes 3 de abril, a ratos parece algo que sucede en otra parte, en ese lugar lejano del que van y vienen las ambulancias que aúllan cada poco. La alerta en el teléfono nos recuerda lo que significa pan en pandemia, y que la curva de contagiados que necesitan atención hospitalaria, empinada como el tobogán del infierno, hoy se ha convertido casi en una línea vertical.
Lo que podemos ver desde las dos ventanas del cuarto principal nos dice poco de la crisis. Apenas pasa gente, la mayoría deportistas, respirando su aire y el mío, como escribió un poeta centroamericano cuyo nombre no recuerdo. Casi quedaría mejor plagiarle el verso directamente, pero la verdad es que no me acuerdo para nada del nombre, y ni siquiera estoy seguro del verso. El poema hablaba de un camión cargado de piñas verdes y de corredores fuertes y sanos, iguales a estos que corren por la Eagle Street. Solo los peatones propiamente dichos, los que caminan para ir de un lugar a otro y no para sentir el subidón de endorfina que les pide el cuerpo, llevan mascarilla. (Yo en verdad prefiero decir tapabocas, pero a mi jeva le parece rarísimo ese vocablo compuesto que muchos venezolanos usamos para decir mascarilla. “Que tú le digas tapabocas a la mascarilla me parece tan raro como que yo le diga tajalápiz al sacapuntas”, dice ella. “Dale gracias a Dios que no digo barbijo,” le contesto yo.). Desde las dos ventanas que dan al sur, en la cocina, se ve la franja de patios traseros de toda la cuadra. Allí casi nada ha cambiado. Las magnolias brillan con su acostumbrada crueldad primaveral, incluso se pasan un pelo, considerando las circunstancias. La única señal de la peste parece ser el silencio, a veces lleno de pájaros y otras de sirenas. El perfil de Manhattan, que el boom inmobiliario de los últimos años ha ido tapando minuciosamente, apenas se intuye. Ya no se anuncia como un rugido quedo, contenido en la distancia, al otro lado del estuario.
Hay dos ventanas más en el apartamento, laterales, pequeñitas, una en el cuarto de mi hija y la otra en la sala. Las dos miran al oeste. Desde una de ellas, si me paro en el sofá, puedo ver la punta del Empire State, entre dos edificios, detrás de unas ramas todavía desnudas. Hace tres o cuatro noches lo vi titilar por primera vez con un resplandor rojo, acojonante. El mástil, que alguna vez se pensó como una especie de muelle para atracar dirigibles inmensos, como el Hidenburg que arde perpetuamente en la portada del primer álbum de Led Zeppelin, ahora se ha convertido en la campana de alerta, en el relato intermitente, mudo, que anuncia la muerte desde el centro de la isla. La culpa, sacudiéndose el letargo, sube desde el fondo de la embriaguez. Esa misma tarde me había bebido las últimas tres latas de medio litro en compañía de mi amigo, que desde Barcelona me puso una larga sesión de música que había preparado para el encuentro, como lo hubiese hecho en el L’Antiquari, su bar en la Plaça del Rei, cerrado desde hace tres semanas. Durante horas espantamos el tedio como hienas, escuchando punk, blues, garaje, chatarra nutritiva, antigua y actual, de su amplísimo arsenal, repitiendo anécdotas entre trago y trago, gritándonos sin escucharnos, de hemisferio a hemisferio, repasando conspiranoias, insultándonos con igual saña que cariño, olvidando a punta de recuerdos. Todavía siento la risa en la barriga mientras miro la luz roja apuntando al cielo y la culpa se hace un ovillo tibio, un gato que toma la siesta en mi hombro derecho. ¿Por qué no yo? ¿Por qué no nosotros? La peste es una ruleta macabra. Si soy de los prescindibles en la lista de Brecht, ¿qué diablos hago yo de este lado de la pandemia? “Bueno, pana, no te pongas así”. Eso es más o menos lo que dice el chasquido de la lata de cerveza al abrirse.
Fuera del ámbito más íntimo de WhatsApp —una verdadera aspiradora de tiempo— la única red social que sigo últimamente es Twitter. Primero, porque me parece la red con menos censura y, segundo, porque soy un puto masoquista. Allí me entero más o menos de cómo lleva la gente, normal o no, amiga o no, el asunto de la cuarentena. Cómo están, qué ven desde sus casas, en qué información confían, qué leen, de qué se ríen y, sobre todo, qué odian y cuánto lo odian. Allí me sorprende leer a gente que se queja amargamente de la abundancia de relatos sobre la pandemia. Los hay desde quienes simplemente observan, con razón, que el planeta entero cuenta lo mismo, hasta los que se quejan de conjuntivitis y dolor en la retina de tanto leer estupideces sobre la cuarentena. No sé quién los obliga. ¿Son acaso inspectores de contenido? Los más heroicos entre estos últimos, supongo que defendiendo su espacio en el parnaso, llaman a otros verdaderos escritores y poetas a tomar las riendas del asunto, a venir al rescate de la realidad antes de que la imaginación del vulgo la ensucie. ¿Qué se habrán creído todos esos mortales encerrados en sus casas?, supongo que se preguntan. ¿Que por tener tiempo en sus manos ahora pueden estar opinando sobre el fenómeno que nos doblega como especie? ¿Qué la internet es un foro público y libre donde cualquiera escribe y lee lo que le sale del forro? Y sí: la pandemia nos hace osados. Aunque también entiendo la frustración. ¿Todos estos años practicando la esgrima para que al final un atajo de macheteros terminemos echando el cuento? Mi sugerencia es que le cedan, como yo y tantos otros, la palabra a la cerveza. “Bueno, pana, no te pongas así”. Tómense un trago y publiquen su ensayo o su elegía de una vez. Todos lo agradeceremos. Tenemos tiempo para hacerlo.
Otra cosa que mitiga la cerveza —además del miedo a publicar cosas intrascendentes en cuarentena—, o si prefieren, otra excusa para beber en cuarentena, es el miedo. El miedo, después de no salir por varios días, comienza a interpretar cualquier síntoma como alarma, desde una carraspera hasta el dolor de cabeza de un ratón —o resaca o cruda— de toda la vida. Yo los he sentido casi todos. Solo la sensata exactitud del termómetro me ha convencido de que no tengo nada, o de que si lo tengo, es leve o psicosomático. Hace dos noches fue distinto. Ya en cama, mi mujer y yo comenzábamos a ver una serie —Unorthodox— cuando sentí una mínima presión en el vientre, apenas un aviso. Lo leve de la sensación parecía indicar que se trataba de una flatulencia más bien benigna que llegaba a su destino, así que me pareció prudente dejarla escapar silenciosamente. Después de pasados unos segundos, comprobé complacido que no había prueba alguna de mi fechoría en el ambiente y seguí mirando tranquilamente la pantalla. Poco después, sin despegar los ojos de la pantalla, sentí que la mirada de mi señora me abría dos huecos humeantes en la cara. “¿Qué pasa, si no huele a nada?”, me defendí de manera preventiva. “¡A sulfuro puro!”, me dijo abriendo la ventana sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su indignación. Pensé que era una exagerada. No olía a nada, y no digo a nada queriendo decir que no olía tan mal. No olía absolutamente a nada. Quizá ustedes ya se dieron cuenta, pero yo tardé un rato en entender lo que estaba pasando. Cuando lo hice, salí corriendo a la cocina y destapé el frasco del café. Tampoco me olía a nada. Corrí al baño y me eché colonia en el brazo. Nada. Sólo sentí la sensación fría del alcohol en la nariz. Me lavé las manos como loco, en un gesto tardío y probablemente inútil, pero el jabón tampoco me olía a nada. Tenía que admitirlo: había perdido el olfato. La cagada: el síntoma definitivo, característico. El terror se adueño de mí, y esta vez ni siquiera el termómetro pudo tranquilizarme. Solo quedaba esperar los peores síntomas. Mi mujer trató de convencerme de que todo estaba bien, que en verdad el olor no había sido tan terrible, pero ya era demasiado tarde. No sé a qué hora terminé conciliando el sueño.
Me levanté sin olfato, pero ya estaba más tranquilo, resignado. No me sentía mal, no me dolía nada. Una tosecita seca, que igual me acompaña desde siempre, más nada. Comencé a llamar a todo el mundo, empezando por mis viejos. (papá es médico, y esa fue la razón principal para empezar por ahí). Cuando ya finalmente había avisado a quien quería avisar, incluyendo hermanos, amigos y compañeros de trabajo, sentí como un milagro el olor de un pan que mi mujer y mi hija estaban sacando del horno. Se quejaban de que no se había levantado, pero al verlo me pareció que era el pan más bello y oloroso jamás hecho desde la cocción accidental del primer pan en algún momento del paleolítico. La alegría fue inmensa, aunque tuve que volver a llamarlos a todos otra vez, en el mismo orden, para avisar que había recobrado el olfato. Ahora que por fin llega el fin de semana, aún sigo agarrado a la esperanza de ser uno de los contagiados sin síntomas.
Poco antes de terminar el párrafo anterior, mi mujer y mi hija me llamaron desde la cocina. Eran las siete, y por segunda noche consecutiva querían que aplaudiese con ellas en la escalera de incendios. No es algo que me entusiasme demasiado, pero lo hago. Hoy se han asomado el doble de vecinos. Pienso otra vez en la alerta del teléfono y en la luz roja del Empire State. Pienso en mi cuñada, en su marido, los dos anestesiólogos en Queens, en pleno turno. Pienso en mi viejo, que a pesar de su edad aun tiene que arriesgarse para ver a sus pacientes. Pienso en mi olfato recuperado y en los caprichos de la suerte, y aplaudo con más fuerza todavía.
José Miguel López es escritor y editor