Hace algún tiempo, la televisión pública española, ese famoso ente que pagamos entre todos con impuestos y quejas, se propuso adelantar el prime time como fórmula para racionalizar nuestras sobremesas nocturnas, para garantizar a sus espectadores una happy hour televisiva más racional, para cuidar su salud y su descanso, y para forzar –qué ilusa– a las demás cadenas a armonizar sus horarios con los usos y husos europeos. Sabía la televisión pública cuál es su público potencial: el que se sienta a las nueve a ver el telediario, se empapa después con el Tiempo, revisa sus boletos de la primitiva o del bonoloto, y echa un par de horitas más con su serie española o con su peli prettywoman o con su concurso de cocineros noveles o su programa de variedades murciaquéguapaeres o su linamorgan. Gente de bien que friega los cacharros nada más cenar o que los mete en el lavavajillas y que pone a remojo los garbanzos para el cocido del día siguiente. Gentes no indies, gentes no series de matanzas o forenses o ceseís, gentes no stand-up comedian, gentes de a las doce nos vamos que mañana hay que madrugar.
Y en eso llegó Fidel. Digo, Cárdenas. Y se acabó la diversión. Hora punta se llama el programa. Empezó algo tibio el equipo habitual. Con poco ritmo, con el tempo al ralentí, anunciando a bombo y platillo exclusivas y humor y actualidad y sorpresas. Y que si quieres a Roth, cataclismo. La cosa es que el prime time de la uno o la primera se ha desplazado hasta las once menos cuarto o las once menos diez (y lo pongo con todas las palabras para que se vea lo largo que se hace). Eso, o la Hora punta de Cárdenas es el prime time de la uno o la primera, en cuyo caso, la modernidad y las exclusivas y la novedad era una cámara oculta con un taxista al que se vacila diciéndole el destino con voz gangosa o con una pareja de vacaciones que hace fotos a un personaje que le llaman el Brasas. La novedad es un reportaje sobre fishbra, que viene a ser gente que se tapa sus vergüenzas con peces. Un tío que intenta comerse tres kilos de chocolate en el plató. Vídeos de YouTube sobre accidentes peligrosos pero con su punto gracioso. Una conversación con una policía sobre unos chicos ingleses que se ocultan en los baños de un equipo de la premier para ver un partido. Un especialista en psicofonías y en ectoplasmas que una vez salió en Cuarto milenio. Cárdenas lo presenta todo, cada día, como si estuviera descubriendo la televisión, aplaudiendo con cada vídeo enlatado, dando paso a las noticias con ese punto de “lo nunca visto”, emocionándose con cada triunfo o cada triunfito, con cada invitado estrella, con cada acierto del guión, según su criterio. Mientras, se sabe de espectadores que han fallecido esperando el programa estrella de esa noche, que han repetido la cena porque les ha hecho la digestión, que han sido abducidos por extraterrestres llegados de Raticulín, que no han conseguido llegar nunca a su serie Isabel, a su peli prettywoman, a sus niños cocineritos. Cárdenas ha llegado para competir en su franja horaria con moteros y con wyomings. Lo tiene claro. Yo lo prefería –disculpen la confesión: ya hice acto de contrición y me he arrepentido‒ cuando se mofaba de sus entrevistados en los programas de Alfonso Arús o de Pepe Navarro. Cualquier día lleva al plató de Hora punta a Carlos Jesús (en sus manifestaciones de Crístofer o Micael), a Pozí, a Leonardo Dantés, a Carmen de Mairena o a Tamara/Yurena/Ámbar. O nos da algunos cortes de la peli FBI: Frikis Buscan Incordiar, dirigida, producida, escrita y protagonizada por él mismo con todos estos figuras del inframundo televisivo. Esto no sería hora punta, pero sería un puntazo. ¿O no?
Javier García Rodríguez es escritor