Escribir es prepararse para el momento en el que se deba escribir.
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Todo en él llamaba a la ligereza. Y la vida le respondió volviéndole algo cada vez más pesado que anhelaba alguna clase de peso.
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Naturalidad: no contar. Pensamientos que son ya materia.
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Negro o del color que tú prefieras. Oído en la calle.
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Nunca la queja, a no ser que sea una especie de rabia sin lamento.
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Qué más da que sea martes, pensó, y a ese pensamiento le siguió algo parecido a la euforia e, inmediatamente después, una especie de hundimiento súbito.
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“Soy incapaz de representar la felicidad juvenil. Probablemente el problema radique en que yo nunca fui joven, solo inmaduro.” Ingmar Bergman.
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Antes de salir a la calle alisar con la mano la colcha templada por el sol que entra por la ventana.
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Tus personajes deben ser absolutamente corrientes para que puedan ser mínimamente extraordinarios.
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Se vuelve a una determinada voz porque esa voz es la diferencia entre escribir y no escribir. Entre tener algo y sentir que todo te falta. Entre hablar y contar. Entre estar en casa y no estarlo.
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Bajar de lado. Título.
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Cualquiera que mire a un perro y sonría.
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Habría que cortar cada avance. Interceptar. Forzar los encuentros sin que eso fuese nunca un progreso: lograr que lo que está siendo escrito suponga siempre un enredo que pese a todo prospera, un nudo que se refuerza en el crecimiento, en cada vuelta de más.
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La vieja con gafas de sol que se enfrentaba a una sopa de letras en el tren. El suspiro, su respiración, profunda y no solo intensa, cuando terminó de rodear una palabra.
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Ardían y, desconocedores de la luz que emitían, creyeron estar siendo iluminados.
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Frente a la floristería, a la espera del camión de la basura, varias cajas de cartón apiladas. En una se veía el dibujo de una lámpara. En otra, a su lado y vacía, un ramo de flores marchitas a cuyo alrededor se había extendido la humedad (apuntarlo todo: no solo para que no desaparezca sino para que pueda transformarse en otra cosa); la mujer del bar, la que, en cuanto bebió un sorbo de su taza, se llevó la mano hasta su pecho; la farmacéutica de las noticias que, al ver que el atracador empuñaba un cuchillo jamonero, se pasó el pelo por detrás de la oreja. Las imágenes. En las imágenes confía. Y cuando digo confía, estoy diciendo: Todavía hoy siente que podrían ayudarle, que en ellas podría haber un sitio para él. Pero estas imágenes no son nada aún. No son nada y sin embargo ya le han dado cuanto le podían dar. Se lo han dado todo y él tan sólo les ha podido corresponder con una contracción del estómago y un mínimo empeño de los sentidos.
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Necesita escribir algo que se traduzca en esto: mañana será siempre y ya solo una continuación. Nunca más el pensamiento lengua que busca la herida.
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«Nunca pensé en lo que hacía en términos de arte, o esto es grande o estremecedor, o cosas por el estilo. Para mí siempre fue un trabajo, que yo disfruté enormemente, y eso es todo». John Ford.
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Le vino a la cabeza la palabra palmera y se sintió un poco mejor al momento.
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A la hora de escribir, aspirar siempre a la temblorosa elegancia de los funambulistas, para quienes el equilibrio es una respuesta a la amenaza y el avance una consecuencia del equilibrio.
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Voy a hacer esto, dijo, en alto, pese a que se encontraba solo en casa, voy a hacer esto, y luego ya…y se quedó callado, quieto, en el centro de la habitación.
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Era tan engreído que el triunfo, en vez de alegrarle, le aliviaba.
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El mensaje no es el fracaso de la voz, sino su perversión, en manos del otro.
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Ese momento en el que, después de varios meses trabajando en algo, se dice a sí mismo: Ahora sí.
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También la noche al caer le llena de una amargura específica: la de saber que el final del día supondrá el final de la posibilidad, que la ilusión será por un tiempo algo que se vuelva en su contra.
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No debe convencernos de lo que nos cuenta, escribió Kafka, sino de su decisión de contarlo.
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Solo cuando las empleas a tu pesar las palabras necesidad, siempre o nunca son absolutamente precisas, exactas.
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Las cosas por sí solas no necesitan significar. Por eso a las que inventamos les damos otros posibles y deseados valores, porque las sabemos insuficientes.
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Esa añoranza de lo sólido durante el instante que sigue al tropiezo. Así se siente. Como si estuviera cayendo y en su avance en el vacío estirase un brazo. Solo que no está cayendo.
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Por personal no se refiere a íntimo o simplemente propio sino a diferenciador, sin vocación. Pensando en las descripciones de Fitzgerald y en los comportamientos de sus personajes, quienes, matizados por determinadas oscilaciones de la voz, pasan de ser lo visto a ser mirada.
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Eso es bueno, piensa al leer ese pasaje, de otro: palabras llanas, que solamente en la alianza, en la interrelación, alcanzan un valor, es decir, proponen algo nuevo, propio. Eso es bueno, se repite, esas palabras, porque no se encomiendan a otras más grandes, que son ya solo efectos, marcas.
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Hombres y mujeres que se tocan la oreja o la nariz mientras miran al frente y, en el momento en que se dan cuenta de que llevan un tiempo mirando una pared, no apartan la mirada, esa clase de hombres y mujeres, esa clase de gente.
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En el pasillo del centro comercial, camino del baño, vio, tras una puerta, varios carritos de limpieza con sus escobas vueltas, y también uniformes, verdes, colgados de cara a la pared. Qué tristeza se escapa siempre de las trastiendas, esa explicación que, como todas, decepciona.
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Una vieja en bicicleta giró en redondo para seguir a su marido y perdió por un instante el equilibrio. Lo recuperó en cuanto apoyó uno de sus pies en la carretera. Todo estaba ahí, el giro, la edad, la ropa deportiva, el casco, y era ya un sentido. Sin embargo, lo que le llamó la atención fue que solo cuando recuperó el equilibrio la mujer exteriorizó un desamparo radical.
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El entusiasmo es el único tesón que conoce.
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Chus Fernández es escritor