Bo Burnham: Inside

Tan importante como escribir es contar(te) que estás escribiendo: presagio provocado de un porvenir idéntico, cuestionable garantía de una facultad, comprobación de la existencia de otra clase de amparo.
Leyendo los diarios de Piglia.
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Menos mal que lo dejamos ahí, cómo habría sido nuestro siguiente disco de haber seguido juntos, su sonido te habría hecho pensar en algo viejo pero no de antes, un móvil con una funda de cuero, de esas con tapa, algo en ese plan.
La casa Rohmer. Ruth.
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Es difícil nadar en aguas que no sean aquellas en las que aprendimos a no hundirnos.
El autor y sus materiales.
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Todos somos jóvenes al cantar aunque ya no hablen de nosotros las letras.
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Infinita y perfecta como una rotonda es mi herida.
Entro en el hospital igual que entraría en un supermercado.
Minutos después la auxiliar, junto a la máquina de citaciones,
parece darme da la razón al decirme: Tú ya sabes moverte por aquí, ¿no?
Epílogo.
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Constancia de retornos que terminan confluyendo. Estructura. Esperanza.
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Ya no sabes qué pensar de la senda en la que aún piensas: a un lado lo verde, lo que tiene hondura, vallado; al otro, la carretera por la que no dejan de pasar los coches, recordatorios de otros ritmos. La senda en sí es roja, encarnada, más bien, y de vez en cuando te cruzabas con los demás, a los que saludabas de corazón en cortés reconocimiento de una falta compartida, de un objetivo común. Tienes tiempo aún para cualquier cosa, la senda se extiende a pesar de todos.
La casa Rohmer. Ruth.
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“Todo wéstern es una exploración, la búsqueda de un destino y también el precio de ese destino.” Kelly Reichardt.
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Quería que le arrastrasen las estelas de los navíos que imaginaba. Las estelas. No los navíos. La belleza de aquel anhelo explica hoy su fracaso.
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Estaba revolviendo en uno de los cajones del escritorio en busca de un espidifen que aliviara mi dolor de cabeza, aquella irradiación desquiciada que se había desatado de pronto cuando, de entre las páginas de uno de los cuadernos que guardo ahí, se deslizó una vieja foto. Cerré el cajón. La luz exacta de la lámpara me permitió examinarla detenidamente. No comprendía el significado de aquella imagen, qué debía provocar en mí, qué decisiones había tomado el que miraba, por qué. Habrá sido un error, pensé, incapaz de distinguir más que tres tonalidades, una superior, celeste, otra intermedia, verde, y una última, clara. Estará mal hecha, habrá salido movida, y no se habrán decidido a descartarla. ¿Por qué no la habrían descartado?, ¿quién la habría hecho?, ¿por qué se encontraba en uno de mis cuadernos? Estaba preguntándome todo eso cuando me di cuenta de una cosa: aquella imagen pesaba. No la comprendía, la miraba y, aunque parecía incapaz de informarme, había despertado un sentimiento en mí desde el mismo momento en que la había cogido, sí, sentía aquella imagen, aunque no pudiese comprenderla. Seguí mirándola. Estaba ya más cerca de la pintura que de la fotografía, por decirlo de alguna manera, más próximo a la textura, a la superficie universal: no había elementos, figuras, sólo un continuo, una especie de degradación, que parecía responder a una lógica cerrada, incomprensiblemente cifrada. Fui otro de repente. Me recorrió una tensión que despreciaba lo que me rodeaba, como si todo en mí estuviese haciéndole sitio a algo, desconocido, pero que sabía propio. Acerqué la foto a la lámpara. Cegado, la imagen se convirtió para mí en un reflejo. La aparté de la caída directa de la luz y, en cuanto la tuve a la altura de mi pecho, me di cuenta: había algo más allí. Junto a las tonalidades se apreciaban dos manchas, delgadas, dos especies de hilos. Fue entonces cuando al fijarme en esos hilos inesperados me di cuenta: la foto estaba al revés, la había estado mirando al revés, todo el tiempo. La giré. Los colores eran lo que eran: el cielo totalmente despejado, la hierba, la arena. Los hilos, nosotros: mi padre y yo. Él, de pie, el gesto suspendido de quien acaba de golpear un balón; yo tumbado, ni en el aire ni el suelo, el balón entre mis brazos y contra mi pecho. A nuestro alrededor no había nada, nadie, ni siquiera una portería tras de mí. Supe así que había llegado el fin de mi estancia aquí, y lo supe porque sentí, con la inmediatez de una revelación, que el motivo de mi encierro, ese ensayo del que llevaba escritas ya más de una veintena de páginas, había perdido su sentido. Y lo había perdido porque todo mi ser sabía que nada que yo pudiera escribir despertaría algo tan intenso en mí, tan verdadero, como lo que había despertado la contemplación de aquella foto cuando la vi por primera vez ni me provocaría una emoción semejante a la que me había provocado luego, cuando la miré correctamente y nos encontré a los dos allí, cuando se dio por fin el reconocimiento, cuando comprendí que aquellos éramos nosotros, mi padre y yo. Por eso y porque en ese momento supe una cosa más: que la luz, para merecer su nombre, no ha de mostrar lo que nos rodea, sino ocultarlo, borrarlo, hacer que desaparezca.
Lo fantasmal.
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Riquelme siempre le pareció un jugador vinculado a la melancolía porque la melancolía es inevitable en quien marca el ritmo sólo para liberarse del ritmo que se le impone. Verle jugar era ver a un hombre cruzar una autopista sin variar el rumbo ni alterar el paso, calibrando el movimiento de los coches, convirtiendo la amenaza en una referencia; la velocidad, en una forma del espacio. Riquelme más que esperar su momento, lo preparaba. No jugaba para cumplir una expectativa, sino para imponerse a ella.
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Los recuerdos son maneras de llevar la contraria, casas ajenas, brillo infrecuente que un día fue luz. O su ausencia.
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Nos emociona la quiebra del otro porque le suponemos un fin. De no ser así, nos aterraría.
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“¿Viaja siempre solo?
Depende.”
Veracruz. Robert Aldrich.
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Reventó su pensamiento y ya sólo fue un signo ciego, negrura en la que las palabras se separaban y refulgían antes de llegar a él sueltas y en pedazos, elementos mínimos carentes de lo mínimo necesario para dar pie a la integración y al razonamiento.
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Encontró al fin tu dolor una razón a su medida. Sabías que esto iba a acabarse, pero no que podría acabarse ya, ni que podría acabarse así. Déjalos tranquilos, no vuelvas aireando un nuevo informe. Acepta el cese, al menos tú puedes ir haciéndolo poco a poco.
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Soñé que lo perdía todo. Desperté y la cosa empeoró porque allí estaba el amo. El amo nunca está en mis sueños, es bueno que haya un sitio en el que pueda estar libre de él, aunque sea un sitio en el que pueda perderlo todo. Despierto y el amo es lo primero que oigo, por eso es el amo. Porque él habla y yo escucho y, cuando no escucho, le oigo.
La primera voz. Comienzo.
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Nada como la palabra te pesa y ya sólo el estilo te alivia. Dile adiós al ritmo y a los relámpagos, a la posibilidad de encontrar en cualquier parte un reflejo del amor. Que los demás esperen de ti lo que esperarían de una planta: compañía silenciosa a cambio de unos cuidados mínimos, un rincón bendecido por la luz y buena parte de su aire. El arquero mediante su postura adquiere la forma de su instrumento, así te dejas tú arrastrar, incorporando una por una todas las cosas.
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Chus Fernández es escritor