De una calle esperamos que desemboque en la sobrenatural apertura del mar o en el regazo que siempre fueron los jardines.
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Sea cual sea el gesto con el que alguien pretende dotarse de un sello característico, una impronta que le distinga, termina siendo ridículo, pues a ese gesto es precisamente a lo que acabará viéndose reducido. Y no podría ser de otra manera: no se construye la identidad a partir de una imagen, sino la imagen a partir de una identidad.
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Los interludios en El ángel ebrio de Kurosawa: la constante como metáfora y las variaciones de esa misma constante como augurios, como avances anticipados de la trama.
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Sólo el animal pierde su nombre.
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El tipo que estaba delante del escritor en la cola del supermercado dejó dos latas de cerveza de marcas distintas en la cinta de la caja. El fulgor que ambas emitían a la luz del mediodía enfatizaba las diferencias que a simple vista había entre la una y la otra. El tipo, alto, llevaba varias bolsas en la mano más alejada de la caja y de una de ellas sobresalía lo que en un primer momento al escritor le pareció la empuñadura de un bate de béisbol. Luego, al ver el pantalón gris oscuro con fina una raya lateral, comprendió que aquella vestimenta en realidad era un uniforme. Ahora sabía de qué trabajaba aquel tipo, estaba claro, pero ¿llevaba dos latas de marcas distintas porque él tomaba una y su compañero o compañera de turno tomaba la otra?, ¿qué debía pensar de alguien que bebe cerveza y empuña una porra?, ¿por qué al plantearse el caso contrario, el supuesto en el que la cerveza estuviera destinada para el momento exacto en que alguien concluye su jornada y vuelve a guardar su porra en la bolsa, lo que sentía el escritor ya no era indignación sino ternura, una comprensión purificadora?, ¿qué derecho tenía el escritor a pensar algo acerca del tipo que tenía delante?
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“Se empiezan a escuchar motores que se encienden para mantener la temperatura de los propulsores.” Oído en la retransmisión del Gran Premio de Portugal de F1.
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Mientras espera por la amiga que esta misma tarde leerá algunos de sus poemas en Gijón, el escritor repara de pronto en que no compartió tantos techos con nadie como con ella. Cuando te escucho pasan cosas, se dice ya en el acto, tú no lo sabes, pero cada cierto tiempo me recuerdas qué es la poesía, no a través de su forma o apariencia, sino de su efecto, de lo que solamente la poesía puede hacer conmigo.
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Se oyen bailes en cubierta. Título.
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Las palabras hieren, pero no dañan. Y esa, al contrario de lo que en un principio pudiéramos pensar, es la razón de su poder.
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El escritor: Voy a prepararme un café.
Marta: Ya lo tienes hecho.
El escritor: Para mí prepararme un café es echarlo en la taza.
Conversaciones.
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La angustia: en el centro del desorden está su origen, tu corazón, el saturado nombre. Puedes creerme: se utiliza a sí mismo el cuerpo como coartada frente al impulso, tan frecuente, de acabar con él.
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Una noche el escritor vio algo, en Días de cine. Estaban haciendo un repaso rápido a lo más destacado de la filmografía de David Fincher cuando en la pantalla aparecieron unos soldados corriendo por un bosque. De repente la imagen avanzó hacia atrás, es decir, esos soldados, guiados por el mismo impulso de ataque, retrocedían, con idéntico gesto, con el mismo ritmo con el que un instante antes avanzaban contra su enemigo. El escritor no pudo dejar de ver esa imagen en su cabeza, de pensar en eso, la idea de retroceder contra alguien, atacar así, contra aquel del que te alejas. No tenía sentido. O sí. Sí que lo tenía. Algo como eso puede tener todo el sentido del mundo. Pero sólo sí aquel del que te alejas, aquel con el que quieres acabar, eres tú mismo. Le quitó la voz a la tele. Le gusta hacerlo porque en silencio la gente desesperada parece feliz y la gente feliz parece desesperada y eso, que estén de una manera o de otra, depende de ti, por lo que nunca estás solo, de la otra manera, la que duele. La melancolía es lo hecho desde la convicción de que el dolor es inseparable de la belleza.
Lo fantasmal.
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“Tantos detalles que se me pasan rápidamente. Demasiado rápido para verlos todos ahora, demasiado rápido para aferrarse a ellos…”
Royal City. Jeff Lemire.
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En tu pasión por la quietud, no confundas el desinterés con la indiferencia. Ahonda en lo que entre sí las distingue y aguarda como espera otro clima quien dice esperar la siguiente estación. Después, pregúntate en qué se distinguen la ilusión y la esperanza.
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Nada tan íntimo como lo que vincula al pensamiento con la propia y recién descubierta mortalidad.
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Yo tampoco dije adiós. Título.
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En forma de flor renació mi asesino,
y se adelantan al fuego las visiones:
la luz en lo alto, las manos en el pecho, las palabras de ánimo, el verde revoloteo alrededor de la camilla, el zumbido de la máquina, eso es lo insoportable: el zumbido previo a la invasión.
Algo en mí para reinar brota:
un nombre en la oscuridad, una anomalía revelada como pauta.
Habían vuelto días atrás las canciones.
Quién podría haber visto en su regreso un presagio,
quién no relacionaría hoy mi ceguera inesperada
con las cápsulas, el retiro y mi renovada unión con la paciencia.
Si oscilaran los umbrales, podríamos suponer otro recorrido
porque esto nunca fue una batalla y de la tierra sólo el peso me asusta.
Rodearán los santos mi cuerpo inmóvil
pero tal vez no sirva de nada
que arda la flor
y viva yo al calor de los rescoldos.
Es así. No hay grandeza en mi fatiga,
tampoco rigor en la austeridad que me exige.
Quizá el impulso natural de permanecer
o la bruma tras el dolor y los fármacos
puedan justificar mi incomprensión,
pero ahora sé que los pájaros con su silencio
y los ángeles con su ausencia
se ofrecen como únicos modelos posibles
y me señalan el camino a seguir.
Epílogo.
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En qué momento el testimonio dará paso a la recapitulación.
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Chus Fernández es escritor