Fotograma de “Lucky” de John Carroll Lynch

Debe haber tristeza para que pueda haber elegancia.
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En el borde sólo el exceso tiene sentido, pero últimamente el escritor siente en su estómago la pelea, la desesperación del pensamiento que intenta desatarse y no puede. Hubo ya antes otro cambio: las palabras pasaron de ser la herramienta con la que construía o al menos representaba el mundo a ser lo único que le mantenía unido a él. Y ahora ya no hay palabras ni mundo, sólo fuerzas sin forma en su cabeza, interceptadas antes de cristalizar en la combinación. Está intentando aprender a pensar, necesita que aquello que antes simplemente sucedía pueda al menos ser entrevisto por él gracias a su voluntad: atravesar con la mirada un muro, eso es para el escritor razonar ahora, eso es para el escritor buscar la palabra exacta o recordar algo en concreto: extraer algo de algo que no ha agarrado aún, extraer algo de algo que ni siquiera ha llegado a localizar.
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“El futuro es un tiempo extranjero.”
El americano tranquilo. Joseph L. Mankiewicz.
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Sentado ya en la sala de espera, leyó DFR en su ticket y se dijo: Defenestrado. Sacó su móvil del bolsillo de su pantalón corto de chándal. Alzó la vista de tanto en tanto hasta que aparecieron esas mismas letras en la pantalla. ¿En qué pensó luego, mientras cruzaba el pasillo en dirección a la consulta?, ¿cuál fue su primer impulso mientras avanzaba por el camino del escorpión? No pensó en nada en especial, pero sí tuvo el impulso de dar la vuelta y salir de allí. ¿Asustado? No: cansado: le agotaba últimamente la sola anticipación de las luces, las camillas, las batas, las manipulaciones y sus consecuencias; le consumía la idea de empezar otra vez, el enternecedor intento de obtener a través del mismo plan un resultado diferente.
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No se puede ir así por la vida, tirando chistes como quien echa maíz a las gallinas.
Los hijos.
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La mujer reflejada en la ventana del tren a la que no encontró en los asientos más próximos cuando la buscó porque en realidad estaba en otro tren estacionado al lado del suyo.
Lo fantasmal.
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Danza la llama, es el fin de las creencias.
No sirve hoy mi voz porque el canto existe
para negar su improbabilidad.
Mi vida se convirtió en esto
para lo que aún no tengo un nombre,
esto a lo que aún no me atrevo a llamar de ninguna manera
porque también en su momento creí aquello insoportable.
Nunca podré separar la tristeza
de los coches que pasan
mientras suplican las gaviotas.
Si no tuviera esto, no me habría descubierto
uno más como todos: dueño único de algo
y a la vez de ese algo único desposeído.
Tú, que regresaste, dime si es peor el yugo
de quienes apreciaron en el vacío la belleza
o el de aquellos que desde muy pronto
vieron en la belleza el vacío.
Nos abandonamos a las preguntas
para que no sean tan dolorosas las certezas
y yo sufro ante los anaqueles
porque hay cosas
a las que nunca les supuse un reverso.
No pasa nada,
sigue viniendo a mi encuentro la paz
cuando aliso con la mano una tela.
Epílogo.
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La vida es dura pero yo no, se dijo mientras subía al tren, a la vuelta del hospital.
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A mejor no va a ir, pensó muy cerca ya de casa. Inmediatamente después, vio en lo alto del muro frente al portal un pájaro blanco y negro perfecto en la tensión provocada por su combinación de belleza y presagio, esa mixtura sagrada. Se quedó allí, quieto, contemplándolo, viendo cómo se desplazaba de derecha a izquierda dando saltos muy pequeños y echaba a volar, hacia abajo.
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Todo lo que se rompe nos lleva la contraria.
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Estaba escribiendo en la cama el sábado por la mañana cuando Marta encendió y apagó la luz del pasillo y luego la de la habitación. Pensé que nos habíamos vuelto locos, le dijo el escritor al verla con la balleta en la mano, tú por hacerlo o yo por imaginarlo.
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Por qué le irritará tanto que alguien de repente empiece a cantar en el tren.
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Voy hasta el salón. Enciendo la lámpara. Dejo la palma de mi mano abierta sobre el cristal de la ventana, la abro, la cierro. Tecleo en la pantalla mi fecha de nacimiento. El teléfono queda desbloqueado. Lo llevo hasta la altura de mis ojos. Los cierro. Grabo. Dejo de hacerlo cuando noto que empieza a faltarme el aire, que mi respiración se vuelve irregular, dolorosamente identificable, que vivir es más difícil. Un cable. El ordenador y el teléfono sólo ya una cosa. No hay transferencia sin el otro. Apago la lámpara. Subo al máximo el volumen de los altavoces. Miro. La forma es rara. No se corresponde lo que veo, una extensión clara, regular, con lo que esperaba ver: la oscuridad, lo que se une, las copas de los árboles, ramas verdes: una mancha negra en la multitud y en la distancia. Comprendo entonces lo que debe de haber pasado: en mi torpeza seguramente haya activado la función de enfocarse a uno mismo. Sonrío. Me gusta que durante un instante no haya apreciado diferencia alguna entre mi carne y la tierra, que haya dado por descontado que aquello que veía era todo lo que no era yo y que el hecho de que esa imagen no se correspondiera con lo que esperaba ver, en lugar de hacerme comprender lo que acababa de pasar, me haya llevado a pensar que algo extraño había sucedido, que se había producido un cambio, que no comprendía pero aceptaba, porque ponía algo en marcha. Grabo. Vuelvo a grabar. Lo intento de nuevo. La primera vez no sirve: las cortinas; la segunda, lo comprendo: el movimiento ha de ser siempre externo, lo fijo puede servir, pero no se deberá mover la cámara. Tal vez no aceptar más que el movimiento ajeno sea reconocer la vida como algo esencialmente extraño. Los tramos, en principio de veinte segundos, me parecen escasos en la imagen de las cortinas; en la imagen de la puerta y la pared, excesivos. El tamaño de la paciencia siempre está ligado al tamaño de la expectativa. Hay una fusión de las líneas, un velo que no se ve y pese a todo se nombra, un destello sin fuente. ¿Se piensa sólo en los que no están?, ¿construye la añoranza la memoria y la memoria, el tiempo común y representado, la ausencia? Cuando miro me siento atraído por el vacío, por lo estático. Sin embargo, cuando grabo, es decir, cuando miro a través del cristal, lo que tira de mí es el movimiento. Si hubiera mirado antes, habría grabado eso: un pájaro acaba de pasar por delante de mi ventana. Un cuervo, digo, aunque sé bien que no se trataba de un cuervo.
Lo fantasmal.
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Descubrió en el hospital los caprichos de las máquinas y ahora, de vuelta en el taxi, le viene a la cabeza el corazón sostenido de quienes frente al semáforo esperan el cambio de color. Es él mismo el coste y él mismo es el beneficio. Y ha dado el dolor por bueno porque el riesgo es alto y conlleva la extirpación. El taxi se acerca ya a la calle del escritor mientras él se pregunta cuánto sufrirá esta semana que ahora empieza, hasta dónde llegará la exacerbación de sus nervios, por qué rogará, qué dejará fuera su único propósito, si habrá alguna vez otra claridad.
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Más que una metáfora, el fantasma es la encarnación de un punto de vista, la ocasión ideal para que el lenguaje culmine.
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Chus Fernández es escritor