Fotograma de la serie “Patriot” de Steve Conrad

Tendrías que habernos invitado el diez de agosto, Ruth, y no entonces, el diez de agosto caen las estrellas fugaces.
La casa Rohmer. Isaac.
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Imposible estar erguido, sentado o postrado sin pasar por el suplicio. El dolor es el himno que suena en los países invadidos: algo impuesto que celebra, constata y disuade.
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Sé bien lo que pensáis de mí, que soy voluntad tan sólo, que tengo el alma separada de las cosas. Estáis equivocados: ¿qué hace el corazón más que empujar, pese a todo? Distráete, me decís, muy bien, ¿con qué? Es lo que le intentaba explicar a Clara el otro día en el cine, que ya no soy capaz de entusiasmarse con nada, es como si ya no quisiera, simplemente eso, como si ya no quisiera. A qué se deberá esta insatisfacción común que no sabemos quitarnos de encima, cómo es posible que hayamos confundido el entusiasmo con la convicción y quién es capaz de aceptar que junto con el entusiasmo hayan desaparecido las razones, ¿eh, Ruth?
La casa Rohmer. Isaac.
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¿Por qué no escribes un ensayo sobre el dolor? R., al escritor, quince años atrás, más o menos.
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Se acercó hasta la claridad que le ofrecía la rendija sin saber que aquella claridad le llegaba a través de una rendija mayor.
Comienzo.
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Netflix pretende que sus contenidos nos gusten antes de haberlos visto y no después.
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Perdemos la capacidad de describir en cuanto dejamos de sentir algo por nosotros mismos. El insomnio, sin embargo, viene a ser la deformación de este hecho: porque no sentimos nada ya, describimos el mundo siempre y cuando no haya sitio en el mundo para nosotros. Igualmente el daño incesante acaba provocando en quien lo padece la indiferencia, pero no hacia el dolor, sino hacia su opuesto: el olor del pan y esa luz rara entre las cosas y uno, el fulgor que falta alrededor de las monedas del fondo. El insomnio es la reproducción cambiante de uno solo de nuestros rasgos, la ampliación máxima de un único punto, el fracaso de las imágenes.
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Cómo ser parte de lo exacto.
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Rechaza una estancia bajo un sol distinto y piensa en su reticencia a alejarse de casa, a desplazarse a cualquier sitio al que se tarde más de un cuarto de hora en llegar. Si ha de sufrir, será bajo techos y entre muros familiares; si han de verle caer, será el escritor quien elija los testigos, porque todo lo que no es propio no es nada o se alza contra uno, así están las cosas.
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Hoy al volver del bosque vi cómo se adentraban en él dos chavales. Una pareja, se notaba. Ella llevaba un gorro gris de lana bajo el que asomaban vivos mechones rubios; él iba rapado al cero. Caminaban juntos y no era la proximidad lo que los convertía a los ojos de cualquiera en una pareja, sino el ritmo, suyo, exclusivo. De hecho, apenas había proximidad entre ellos. ¿No te das cuenta, pensé entonces, que sólo los viejos vamos realmente pegados, que cuantos más años se tiene con más fuerza se coge uno del brazo del otro?
Lo fantasmal.
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La conducción es el nuevo pase filtrado; el pase filtrado, el nuevo regate: cambia el fútbol pero no cambian las necesidades del juego.
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“¿Pero qué ocurre cuando la gente pide cosas totalmente opuestas?, ¿cómo se puede contentar a todos?
Entonces uno depende del mejor amigo del hombre: el compromiso.”
El último hurra. John Ford.
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El análisis implícito puesto sólo de relieve para anticipar que se va a optar por una opción distinta, opuesta incluso, a la convencional. Leyendo un ensayo de Virginia Woolf.
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Vine aquí para saldar una deuda. Una deuda que no es mía. Alguien debe pagar y alguien debe cobrar y yo debo hacer que esas dos cosas sucedan.
La deuda. Comienzo.
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Los actores de antes, interpretasen o no diferentes papeles, representaban siempre el mismo concepto, eran algo antes que alguien.
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Tal vez sea el miedo nuestra última pasión.
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Como tantas otras veces antes de ir al hospital, pasó por el Carrefour a comprar mascarillas y se sorprendió al ver que habían sido sustituidas por productos gourmet. Más tarde, mientras pensaba en esto, le hizo gracia que hubieran reemplazado productos de primera necesidad por productos “de ninguna necesidad” y se preguntó si estaban anticipando o provocando el próximo movimiento de sus clientes, si pretendían con eso completar el recorrido del péndulo o simplemente favorecerlo.
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Nunca le ofrecí menos a nadie
pero si esto acabara conmigo mañana,
quedaría aquí lo que ningún otro le dejaría:
media docena de gorras, mis libros
mezclados con los suyos en los anaqueles,
los lápices que mi padre cogió para mí en el Ikea,
papeles, montones de papeles en un par de cajones,
citas del hospital clavadas en el corcho que ella me regaló
para que pusiera en él indicaciones, recordatorios y amuletos
y trabajase allí la estructura de mis proyectos, mi sangre,
los lunares blancos de la lejía, unos cuantos atriles
y una bombilla fundida, la bombilla de la lámpara de mi mesita.
Epílogo.
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Este cansancio se anticipa a los esfuerzos, impidiéndolos por tanto o convirtiéndolos en algo mucho peor. Sabes que no tienes ninguna oportunidad cuando ves en el más alto dolor una forma perfecta de la retórica. Antes el dolor generaba un canto o un discurso. Ahora sólo genera dolor.
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“Ya no siento cuánto tiempo llevo aquí. Ya no siento una cosa detrás de la otra.”
Lúa Vermella. Lois Patiño.
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El proyecto del que me habló Pedro la semana pasada es el primero que nace de una necesidad suya, de una imagen que él guarda, no sé si decir en la cabeza, y de la que quiere que yo parta, para luego filmarla. Una mujer tumbada en la hierba, junto a una fuente; un cubo vacío a los pies de la fuente. Un hombre aparece. Llena el cubo y lo vacía sobre la mujer. La mujer se dirige a su casa. Pregunta por su padre. Le dicen que está en el campo, herrando el ganado. La mujer se dirige a la iglesia. Una vez dentro se arroja al suelo. Eso es lo que Pedro ve a todas horas, en su pensamiento. Puede ser un punto de partida. Tal vez la historia entera. Le pregunté si la mujer al arrojarse se entregaba a Dios o renunciaba a él. Se entrega, dijo, pero no es creyente. Entonces estamos hablando de desesperación, dije, el guión no será la historia de su desesperación, sino la crónica. Sí, dijo él, no hay catarsis ni clímax ni redención. Sólo reflejos. Asentí. Levanté la vista. Un tío sentado en un taburete nos estaba escuchando. Había en su expresión cierta burla, cierta perplejidad, y la perplejidad siempre niega al otro, le impide la entrada. Pedro le sostuvo la mirada, retándolo. Yo sonreí, cansado.
Lo fantasmal.
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De nada le sirve elegir un tema, su única manera de escribir sobre algo es con ese algo en él.
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Bueno, se dijo a la vuelta del hospital y bajo el agua de la ducha, si el tratamiento dura un año, seguramente piensen que por lo menos un año me queda.
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Chus Fernández es escritor