Fotograma de “El ángel ebrio” de Kurosawa

Le abruma tanta bandera; tanta proclama en las mascarillas, en las pulseras, en los pendientes; tanto signo innecesario pero no gratuito. Sin embargo, ahora, mientras apunta esto, piensa que tal vez se esté volviendo contra quienes la exhiben el mensaje que pretenden transmitir; que tal vez estén igualando una cosa con otra, es decir, que tal vez estén dejando claro a su paso que una bandera es siempre un complemento y la estética una ideología.
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Escribe para seguir en casa.
Pero últimamente apenas escribe.
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Pienso ahora en el tren que me trajo hasta aquí. En el momento en el que, en cuanto levanté la vista del libro que estaba leyendo, mis ojos se encontraron con la fábrica tras la ventana, sus luces blancas, repartidas e inmóviles, sostenidas por algo que no alcanzaba a ver, distribuidas con un fin que desconocía, siguiendo un plan que se me escapaba. Pero no sólo las luces me causaron esa impresión, sino también el lugar que ocupaban en lo otro, no respecto a lo otro, y cómo lo otro influía sobre ellas, sobre las luces blancas, rectangulares, cuyo inesperado fulgor interior anulaba la función fundamental que las distinguía. En el instante en que las vi deseé describirlas y no pude. Y porque no pude tuve el impulso de cogerlas con la mano.
Lo fantasmal.
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Cómo le sorprendió a Marta que el escritor llevara siempre dos monedas de veinte céntimos para pagar el viaje de ida (y, en caso de ser necesario, el de vuelta) cuando tuviera que coger el autobús porque le asaltase de repente la fatiga, cuando sufriera uno de sus cada vez más frecuentes apagones.
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La senda de los cobardes, así llamabas, Cristina, a la ruta que hacíamos cuando llovía, la otra ruta, la de los soportales, después de la operación de columna que me dejó cerca de un año sin tocar, sin correr, sin hacer prácticamente nada, yo en chándal y tú tan guapa que parecías el recuerdo de alguien. Si llovía, llevábamos a cabo aquel recorrido una y otra vez hasta el tedio, hasta la súplica del cuerpo. La senda original, la única en realidad, estaba al borde de la carretera y yo, al recorrerla, siento que iré siempre hacia delante. Una mañana, durante nuestro paseo diario, me asusté en el momento en que te miré y tú me miraste y no nos dijimos nada. Mi miedo desapareció o dio paso a alguna clase de consuelo cuando, al detenernos y levantar la vista hacia el cielo gris rayano en la blancura, vimos a un pájaro negro interrumpir también su vuelo y mantenerse suspendido en el aire, ascendiendo y descendiendo repetidamente. Alguien debería decirnos qué tiene que ver el mundo con nosotros cuando se dan momentos así, momentos como aquel que los dos compartimos entonces, fascinados y sin apartar la vista de aquel pájaro que ascendía y descendía, aquel pájaro que interrumpió su vuelo cuando interrumpimos nuestro paseo, aquel momento durante el cual nos miramos en silencio, apartamos la vista el uno del otro y permanecimos allí, contemplando aquel pájaro negro que ascendía y descendía frente a nosotros hasta que finalmente volvió a volar en círculos y desapareció tras las nubes ya encima y tan bajas.
La casa Rohmer. Sergio.
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Como si algo, uno tal vez, crease a partir de sí mismo una espiral que al desaparecer se hiciera más compacta que nunca.
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“Saliste a buscar un motivo para volver a esconderte.”
Bo Burnham: Inside.
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El plan más difícil / de ejecutar / siempre se deja / para el final.
Banda sonora.
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Membrana: De no ser por esa gasa, nadie habría podido jamás hablar de sí mismo. Inventario.
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Ni siquiera tuviste tiempo de sentirte decepcionado. Fuiste la persona más desilusionada del mundo, sí, pero la desilusión es un sentimiento juvenil, una fuerza que se vuelve contra uno, mientras que la decepción, el sentimiento adulto por excelencia, conlleva en el mejor de los casos una alegría discreta que se desprende de una derrota razonada, una alegría en cierto modo elegida. Estar decepcionado y pese a todo decidir continuar, eso es realmente vivir, con los pies en la tierra.
Y ahora nos alzamos y estamos en todas partes.
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Quisiera ser alguien mucho más sereno, alguien capaz de recordarles a todos que uno sólo es uno en relación con los espacios, que uno camina como respira y respira como canta. Quisiera ser una especie de Henry Fonda, siempre de camino y solo, sin expresar cuánto le afecta eso ni hacer nada para cambiarlo, alguien que encuentra en su vulnerabilidad la fuerza necesaria para seguir adelante.
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Piaba la gaviota de la azotea con el pico abierto y la cabeza echada hacia atrás como haría frente a un árbol y bajo un nido o, quizá, en un nido y bajo el cielo.
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El silencio es la fluidez perfecta.
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La pregunta ya no es cómo puede aguantar, sino cuánto deberá seguir aguantando.
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Describen estos días las purgas
y la implícita fe de las enfermeras.
Lo que evita la caída impide el vuelo,
así de sencillo.
Acepté el precio a pagar
cuando comprendí que la puerta
no se rompería ante mis patadas,
pero yo sí.
¿No suenan ya mis pasos por la habitación
o he dejado al fin de oírlos?
Igual que un nervio aparecerá el ramal
y confirmará lo inevitable
como la mejor de mis opciones.
Es el destino de la realeza, no sé decirlo mejor.
Ni siquiera la añoranza prospera en el insomnio,
rellano blanco donde miro mis manos y olvido los nombres,
espacio inhabitable en el que descubro la neutralidad
de la carroña, su virtud insospechada.
Tiene un coste la permanencia y soy yo.
Estaría bien hablar ahora de los caballos inmóviles
pero se acaba aquí el tratado.
Sólo habrá a partir de hoy reverberaciones y ecos,
reflejos de algo que un día se desprendió
y no pudo volver a su sitio
ni ir más allá.
Epílogo.
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Si quieres hacerte una idea acerca de cuánto hemos cambiado, compara lo que suponía para ti un domingo hace veinte años con lo que supone ahora.
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¿Cuándo me dijiste que volvías?
Título.
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No deja de repetirse el daño, como si fuera su dolor la obsesión de alguien.
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Se ha ido ya el chaval de la entrevista, Carlos me dijo que se llamaba, en fin, yo contaría mi vida si alguna otra cosa me importara. ¿Y eso que suena al fondo, eso que se parece tanto al zumbido que, más que oír, siento continuamente dentro de mi cabeza?, ¿tiene la cámara un oído que capta el tiempo, ruido neutro sobre el que proyectar nuestras necesidades aportándole así convenientes aspectos de significados, o, como mínimo, parecidos, recuerdos que se hacen pasar por apariciones? El ojo es una mano que todo lo roza. No sé qué hacer con esta distancia en que se ha convertido mi voz. Como las hélices, estoy ya moviéndome cuando todo en mí permanece aún quieto y sigo en movimiento cuando el resto de mí ya se ha detenido. Nuestras vidas son pies de fotos en las que no salimos. He de decirlo: odio esta existencia sin borde. No se mira para formar parte de lo visto, sino para desaparecer en ello. Lo fantasmal.
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Tienes que ser más práctico, me decías a menudo, y yo me preguntaba si para ser más práctico no debía ponerme en manos de cierta clase de abandono, porque sí, Ruth, hay hombres así, hombres dichosos que destinan sus fuerzas, todas sus fuerzas, a abrir simas en su interior a las que poder arrojarse. ¿Sabes qué es lo peor de dormir en un sofá?, que no puedes girar sobre ti mismo, si lo haces, caes, o das contra el respaldo, mientras que, si giras sobre ti mismo en la cama, tienes a alguien, o un poco más de cama. Hablábamos, y mucho, antes de dormirnos. Sobre todo yo, que al día siguiente no tenía que madrugar. Concreta, me decías cuando me iba por las ramas, sé directo, y yo sonreía, casi siempre, y a veces pensaba que para concretar, para ser directo, como tú me pedías, tendría que tener un objetivo, algún sitio al que llegar, que sólo entonces podría aspirar a algún tipo de desarrollo, que yo para describir el faro necesito hablar de la niebla que lo rodea.
La casa Rohmer. Carlos.
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Quizá haya algo después de todo y ese algo sea lo que siempre faltó en él.
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Chus Fernández es escritor