Fotograma de “El amigo americano” de Wim Wenders

Si al menos aceptara el dolor otro nombre.
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El mundo siempre será de los fuertes pero sólo porque el mundo es lo único que los débiles no necesitamos.
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Me arrancaron los caminos
y no siento ya el amparo de los ángeles,
pero al menos siguen aquí los perros ladrando a la entrada del Alimerka,
aquella flor en mi oído y la graciosa velocidad de los lagartos.
Remite el dolor ante los opiáceos y la cortisona,
pero sé bien que no es paz este alivio
porque no puede haber en la paz tanta pena.
Ojalá me equivoque.
Ya una vez me pareció importante
la visión de mis pies
a través de las aguas del río.
Duele preguntarte quién eres tú sin el pensamiento
y aún duele más comprender que el mundo para ti no es ya nada sin él.
Después vendrá la morfina.
No importa.
Puede ser también algo la cáscara.
¿Por qué si no iba a sentirme en paz durante las comprobaciones,
durante el acomodo bajo la lente en busca de la posición original,
durante el intervalo entre el sonajero y la retirada de las ventosas?
Recógeme.
Se me salió la cadena
y no volará sobre esta zanja la alondra.
Epílogo.
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Que nadie en mi hora me cierre los ojos, quiero devolver esa luz que ignora mi falta. Se ha vuelto algo físico la distancia entre lo que veo y cualquier cosa que yo pueda decir sobre ello, entre la palabra y mi voz, si es que esto es mi voz y no un simple tono. La consecuencia de mirar no era ver, sino decir, hablar siempre fue mi manera de dar las gracias. En otro tiempo. En otra vida. Digo basta porque me he vuelto incapaz de incorporarme a mi pensamiento. Recuerdo algo que escribió Chèjov, en una carta, me parece: Cuando llegue al otro mundo quisiera pensar esto de la vida: no han sido más que maravillosas visiones. También yo lo quisiera. No concibo mayor derrota que ir en busca de la imagen en lugar de ser ocupado por ella. La vida es una continua puesta en escena. Y un final sin nosotros. Conocí, como todos, la pérdida, el tedio, y seguí, ¿qué otra cosa podría haber hecho? La memoria es una habitación vacía que recorre cada día un hombre distinto. Nos equivocamos. Una y otra vez. Desde el comienzo. Buscamos en el lenguaje algo que nos prolongase en lugar de algo que nos completara. ¿Cómo no iba a renunciar a la palabra, yo, que de pronto comprendí que todo cuanto pudiese nombrar carecía de significado? Sufrir es ser separado de la imagen. Quizá morir también lo sea.
Lo fantasmal.
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“Lo quieres más oscuro / Apagamos la llama.”
Leonard Cohen.
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Depresión: Me siento como si no tuviese nada de lo que necesitara convencerte.
Inventario.
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En el vídeo la tensión no está relacionada con el conflicto, con el cruce de los intereses de unos y otros, sino con la coexistencia, con la convivencia de todas las fuerzas para las que somos algo ajeno, en bruto, sin resonancias. ¿Qué es el reconocimiento cuando no hay reciprocidad? Toda imagen es fantasmal pues lo retratado sigue teniendo una influencia sobre ti cuando ya no puedes tener ninguna influencia sobre ello. La vibración es el reverso del zumbido. Una frontera, la vacilación elevada a forma de vida, el resultado de una destilación perfecta, eso es un fantasma.
Lo fantasmal.
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Quizá esto simplemente consista en encontrar esa postura en la que no quiera uno ya darse la vuelta.
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Un día más es un día de triunfo, le dijo un viejo a otro en la cafetería mientras se sentaba a tomar un vino con él.
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En el salón a oscuras
se arrodilla un hombre
ante el televisor
apagado
pero aún tibio.
Epílogo.
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Es todo porque es lo único. ¿Cómo va a resignarse a perderlo?
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“Dónde está tu sol ahora?”
Gallipoli – Peter Weir.
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Nuestra edad va en una dirección y nuestra supuesta madurez en la contraria, somos posos, sobras, restos, y a cualquiera que nos escuche le damos la brasa con los noventa como a nosotros nos la dieron con los sesenta, fíjate: hace ya tanto de lo uno como hacía entonces de lo otro, sólo queremos volver a nuestro agujero, supongo, ocupar en la tierra el lugar que nos corresponde. Estábamos tan perdidos que creíamos saber perfectamente dónde estábamos, nos sentíamos tan plenos que creíamos que aquella plenitud era mérito nuestro, o, peor aún, nuestro privilegio natural. Agotamos el primer tercio acostumbrados a interpretar las ventajas como un derecho y los inconvenientes como una afrenta. Ya sé que todos piensan que su quinta supera a las demás pero nosotros de verdad sentíamos que la nuestra era la elegida. Tal vez lo haya sido, no te digo yo que no, lo que pasa es que ninguno llegó a saber jamás para qué. Pobres de nosotros, que nos buscamos unos a otros durante el ascenso pero no durante la caída; pobre de nosotros, que tuvimos que pasar por lo que pasamos para comprender que es el logro y no el intento lo que trae implícito el fracaso. Estábamos perdidos, pues claro que lo estábamos, ¿acaso no busca siempre el fondo la mano? Lo quisimos todo. El prestigio era el reflejo de nuestras aspiraciones, o sea, de nuestras carencias; la imagen propia que idealizada nos mejoraba. Nos exigimos aquello de lo que nos sentíamos merecedores: una excelencia sin virtud. En el afán de notoriedad hay implícito un deseo de cambio: se confunde la atención aumentada con un puente hacia alguna clase de reconocimiento que contradiga la propia valoración que uno ha hecho de sí mismo. ¿Cómo no iba a irme, si sólo yo parecía ver que la música había dejado de ser un fin en sí misma para convertirse en un medio?, ¿cómo no iba a irme si eso únicamente a mí, en el caso de que también vosotros os hubierais dado cuenta, parecía atormentarme?
La casa Rohmer. Isaac.
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“¿Qué más echarás en falta de tu vida de atleta profesional?
Lo pensaré mañana, después de la última prueba.”
Nadia, Butterfly. Pascal Plante.
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Pidió en secretaría cita para que le dieran los resultados de una resonancia que le habían hecho tres meses atrás y en cuanto salió de allí, miró su mano y pensó: Más papeles para el corcho.
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En cuanto se fue a vivir con Ruth, Carlos se tatuó un ancla en el dorso de su mano izquierda. Cuando se separaron, al día siguiente de dejar sus llaves en la mesita y llevarse todo lo suyo en unas cuantas bolsas de basura que estuvieron meses en la parte trasera de la furgoneta, se tatuó un remolino en el dorso de su mano derecha. Son cosas que se hacen, dejémoslo estar. En la estantería, entre las guías de viaje y los libros de cocina, Ruth tenía un pequeño tiovivo de madera, con sus cuatro caballos de colores. Cada vez que discutían, o desayunaban en silencio, Carlos solía quedarse mirando aquel tiovivo, aquellos caballos inmóviles y atravesados. ¿Quieres ver las naranjas nuevas?, le preguntaba Ruth, al comienzo. Carlos se acercaba entonces hasta la terraza y se arrodillaba junto a su mujer mientras ella le enseñaba los frutos todavía verdes o ya amarillos, las flores incongruentes, las hojas perforadas, devoradas por los insectos. Nunca hacía referencia alguna a las naranjas en sí, la plenitud se daba por supuesta.
Lo fantasmal.
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Las historias sólo son historias cuando están terminadas, cuando ya no pueden hacer más por uno, convertidas en algo definitivamente exterior; las canciones permanecen siempre abiertas, las historias, cerradas para siempre, ya sabes.
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Lo que le vino a decir la doctora: El dolor, en principio, podría ceder, pero a costa del razonamiento.
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Es el momento de la retirada. Está claro. Pero no te recrees. No te esfuerces en recordarlo tal y como lo ves ahora mismo. Estuvo bien. Nunca tuviste nada que decir y no dejaste de hablar hasta el final.
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No quiero verlo sola, me decías en el mensaje que me habías dejado en mi buzón de voz, por favor, no quiero verlo sola. Y allí estaba yo, la noche del eclipse, camino del palacio. El semáforo cambió a rojo. Fui de una emisora a otra en busca de alguna música benigna. Me sentía mal, culpable, al pensar en la entrevista de aquella misma tarde, al recordar que, aunque en un principio no hubiera sido mi intención, había centrado mis preguntas en las razones que habían llevado a aquel escritor a desaparecer del mundo editorial, a guardar silencio. Quise ir más allá. Y luego me arrepentí. El semáforo cambió a verde. Avancé unos metros, me hice a un lado y di la vuelta. Cercano ya el alba apenas había nadie en la carretera. Desandaría el camino, pediría disculpas, mostraría el respeto que no había mostrado. Llamé. Nadie me abrió. Así que rodeé la casa. Mientras lo hacía recordé algo que había visto en un documental sobre Nick Drake: un amigo suyo decía que otro amigo común había ido a ver al músico y que, después de llamar a su puerta sin obtener respuesta alguna, había rodeado la casa y lo había visto, a través de una ventana, quieto, frente a una pared. Me sorprendió que todas las ventanas estuvieran abiertas salvo la del salón. Entré por una de ellas, la que daba a una habitación, grande, sin muebles, a oscuras salvo por la luz que acogía la pared. Era una casa de una sola planta, abierta la ventana no había que hacer ningún esfuerzo para entrar o salir de ella. Cuando le vi tumbado en el suelo, inmóvil, pensé que aquel cuerpo a mis pies era un cuerpo sin vida. Lo rodeé. Me quedé mirándolo. Dije su nombre. El del escritor, quien se encontraba en el centro de la habitación, en posición fetal: todo él lo más cerca posible de él, como si quisiera entrar en sí mismo, mientras era bañado por las imágenes que se proyectaban, sin interrupción, sobre la pared, y parecían atravesarlo. Quería pedirle perdón, deshacerme de algo. Y no sólo eso. También quería preguntarle por qué. Por qué escribía. Por qué había dejado de escribir. Y cómo había podido seguir después con su vida. Dije su nombre. Otra vez. Sin respuesta, sin reacción. Permanecí allí, quieto, con la vista puesta en él. Hasta que lo vi parpadear. Entonces, aliviado, miré al frente, a la pared, a la pantalla improvisada. No me pregunté por el origen de la luz, desde dónde estaba siendo proyectado todo aquello. Fui atrapado por un tejido extraño, que no llegaba a envolverme al encontrarme ante él aunque sintiera que eso era precisamente lo que me estaba sucediendo, que estaba siendo envuelto por lo que veía. El tejido estaba hecho de texturas, sombras superpuestas, entremezcladas y, sobre ellas, de vez en cuando el rostro de alguien, fijado, durante un tiempo para mí interminable. Desde los altavoces colgados de las paredes laterales, me llegaron voces, gritos, susurros, ronquidos, llantos, nanas, melodías silbadas, aullidos, fragmentos de conversaciones, algo que sonaba como el papel al arder pero que tal vez no lo fuera, el sonido del viento, el sonido de una alarma, el sonido de una silla al ser arrastrada, el sonido de unas llaves abriendo y cerrando una cerradura, el sonido de las olas al romper, el sonido de un globo estallando, el sonido de una máquina de coser, el sonido de un motor al arrancar, enumeraciones de cosas, propósitos que siempre comenzaban por la palabra “mañana”, remembranzas que comenzaban siempre por la palabra “recuerdo”, números aislados, el martilleo de un reloj, cantos de pájaro. Me vino a la cabeza lo que el escritor me había dicho durante nuestro encuentro, la única vez que al responder había esbozado algo parecido a una sonrisa: Las palabras son calles, las cuerdas de un cuadrilátero, no te imaginas lo duro que pelea uno cuando se queda quieto, cuando no le sirve su voz. Tenemos las imágenes, añadió, las imágenes son el regazo que nos queda. Una serie de polaroids en cuyo margen blanco creí reconocer las diferentes entradas de un alfabeto se proyectaba ininterrumpidamente sobre la puerta. Antes de irme, tuve el impulso de encender la luz y de alguna manera acabar con todo aquello. Pero no lo hice. Entré en el salón. Encendí la lámpara. Reconocí las huellas del escritor en el cristal de la ventana. Miré a través.
Lo fantasmal.
*
Deja de avivar este fuego
y trata de encender otro en otra parte.
¿No ves que los días son los restos de un cartel de circo
y tu cuerpo esta húmeda caja de cartón cada vez más oscura?,
¿que todo se debe a la torpeza de tus mensajeros,
de tus vigías equivocados?
Como una herida se extiende la llanura,
y tú sigues en el centro, es verdad
pero también se puede hablar de otras cosas,
ni siquiera es necesario prestarles atención,
con abrir la mano basta.
Epílogo.
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Cuida del castillo, le dijo Marta antes de irse a pasar la noche a casa de su madre recién operada de cataratas. Pues claro, pensó el escritor más tarde al recordarlo, ¿no hace siempre eso un fantasma?
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Chus Fernández es escritor