No es gran cosa pero eso tampoco tiene por qué ser algo negativo, se dijo el domingo en la cocina al pensar en su trabajo mientras merendaba bajo la recuperada luz de la tarde.
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Marta: Momento Pokémon, ¿qué prefieres?, ¿instinto, sabiduría o valor?
El escritor: Valor.
Marta: Yo, sabiduría.
Conversaciones.
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El recelo ante los objetos pensados para la comodidad.
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Vergüenza: Esa dolencia del nombre. Inventario.
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Estoy enfermo, suele decirse en algún momento del día con estas palabras u otras muy parecidas, debo conformarme con sufrir lo menos posible. ¿Es peor no tener ya expectativas o tenerlas cada vez más bajas?
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“Cuando envejeces, empiezas a darte cuenta de que…ya sabes… tú y tu cuerpo ya no son lo mismo.” Jockey. Clint Bentley.
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Descansé al fin esta noche / soñé que me moría / hubo miedo hubo reproches / el peso de una vida. Banda sonora.
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No te pases, me dijo el negro antes de colgar, quiero mi dinero porque es mío y porque me hace falta. No hay ninguna lección que podamos darle. Ni enseñanza alguna que deba sacar él de todo esto. Ese dinero es mío. Y lo necesito cuanto antes. Pero no te pases. Te lo digo en serio, Fernández, no te pases.
Cruzo el pasillo en dirección a la cocina pensando en la conversación que acabo de tener con el negro, en todo lo que el negro hizo por mí a lo largo de estos últimos cuarenta años, en lo que yo nunca tuve que hacer por él, en lo que nunca me pidió. Hasta ahora.
Abro la nevera y bebo un buen trago de leche directamente del cartón. Frente al espejo del baño, reparo en cómo ha cambiado mi figura, la distribución de mi materia, mi peso, pero no exactamente mi peso. A primera vista parezco un ascensor antiguo, uno que sólo puede bajar. Y algo que sólo puede bajar, algo que nunca puede subir, ¿no es algo que está siempre cayendo? El pelo más largo cuanto más escaso. La edad tal vez no te vuelva respetuoso frente a los que te precedieron, pero sí comprensivo. La barba fue un acierto: no tengo ya que afeitarme y cubre la papada, qué habrá pasado conmigo para que las decisiones sobre mi aspecto ya sólo aspiren a la compensación o al disimulo. Los ángulos de mi rostro, donde están, en qué momento y por qué fueron pulidos, cuándo empezaron a apuntar a lo llano, a lo esférico, a lo neutro.
Mis padres viven en León, a las afueras, se fueron allí hace unos años en busca de un clima más seco, más conveniente para su salud. Irene se quedó en la casa que durante tantos años compartimos en Oviedo con los chavales hasta que ya mayores se marcharon, felices ante los caminos que se les abrían. Fue lo que ellos quisieron en su momento y tanto a Irene como a mí nos pareció bien, los hijos tienen que vivir con su madre, en eso estábamos de acuerdo. Desde que me jubilaron en el ejército con menos de treinta años, el dinero nunca fue un problema, así que fácilmente pude hacerme cargo de la pensión que debía pasarle a Irene y alquilar una casa junto al mar, en Gijón, al final de la curva. Los gastos fijos me impiden hacer una buena cantidad de cosas, es cierto, pero no pasa nada, nunca hubo demasiadas cosas que me apeteciese hacer. Cuando pienso en ello, me resulta imposible no ver esta etapa de mi vida, el resto de mi vida quizá, como una prórroga, una prolongación que todavía no sé si terminaré agradeciendo o lamentando. En cuanto a mis hijos, Rosa, la mayor, aún sigue en Estados Unidos, dando clases en la universidad, que yo sepa no vive con nadie. Miguel y Sandra se fueron al campo hace un par de meses, en cuanto supieron que iban a ser padres. No me dejaron ayudarles con la mudanza, gracias a Dios. Con todo esto quiero decir que los míos están bien, que doy esta vida por vista, que recuperaré el dinero del negro y hasta aquí.
El día es fácil si le das una estructura. Por las mañanas camino a buen ritmo por el paseo de la playa. El ritmo es importante, ayuda a que las cosas se equilibren por sí solas. Luego me tumbo en el sofá y leo hasta la hora de comer: primero los periódicos, después Kafka para no olvidarme de los callejones sin salida que hay al final de cada razonamiento aplicado a partir de una lógica pura y luego Walser para contrarrestar el efecto del anterior y porque hay en todos nosotros una luz que, si no la renovamos cada día, al oscurecer, cuando realmente nos hace falta, termina consumiéndose. Leo a otros autores también, por supuesto, pero a los que acabo de citar los leo todos los días. Por las tardes bajo a tomar un café, camino un poco más y, a la vuelta, hago la compra. Si hay partido, lo veo en casa, mientras ceno. Lo haya o no, doy por concluido el día viendo una película. Después, sentado al escritorio en mi despacho y bajo la claridad exacta que me ofrece una lámpara azul, escribo en mi diario esta segunda memoria mía que debo ir llenando al final de la jornada para que lo visto o pensado o sentido hoy por mí siga a mi alcance mañana, y también para retener y conservar lo inasible, lo que aparece cada vez con menos frecuencia y más difuso, diluido en algo. Para arrebatarle, en fin, fragmentos de mi pasado a la negrura, para corroborar de alguna manera mi existencia. Este tiempo, el tiempo durante el cual escribo en mi diario, también me parece una prórroga.
Llamo al negro sin saber muy bien qué voy a decirle, por dónde empezar, qué me está pidiendo exactamente, en qué consiste su encargo, sé que debo recuperar su dinero pero no sé por qué no lo intenta recuperar él, por su cuenta. Me ha elegido a mí porque no me puedo negar, los dos lo sabemos. Pero por qué precisamente ahora y por qué precisamente este favor y no otro. Nuestra amistad abarca ya cuatro décadas y nunca antes el negro había acudido a mí en busca de ayuda. Si tenía algún problema, por muy serio que pudiera ser, nadie sabía de su existencia hasta que lo había solucionado o había quedado claro para él que no había solución posible. Y sin embargo me acaba de pedir algo, algo muy concreto que, o eso me parece a mí, podría llevar a cabo él mismo sin necesidad alguna de ayuda por mi parte. Ese es el tema. Por qué he de ser yo y no otro quien lleve a cabo esta misión. ¿Misión? Encargo. Mejor mantenerse a ras del suelo, sobre todo a la hora de pensar. Si estuviera contándole esto a alguien sería legítima la épica, con su énfasis y su literatura, al fin y al cabo, humanos somos todos y para que nuestra historia merezca ser contada deben ser los dioses quienes la protagonicen, o como mínimo, esos seres a medio camino a los que les damos el nombre de héroes. Así que pensemos con toda la complejidad a nuestro alcance y hablemos con toda la sencillez de la que seamos capaces.
En cuanto a la llamada, después de varios tonos, salta el contestador. No dejo ningún mensaje. En lugar de eso, me quedo aquí, inmóvil frente a la ventana con el teléfono en la mano. Dándole vueltas a lo que acaba de pasar. He llamado al negro y el negro no ha cogido el teléfono. Definitivamente, nuestros papeles han sido intercambiados. No por mí. Ni por él, seguramente. Al menos, no debido a su voluntad. Esto último es sólo una conjetura, pero me inquieta. Me pregunto si debería ir armado y me echo a reír. Pese a ello, en el último momento guardo un cuchillo en mi mochila. Son tan hermosos los cuchillos, los puñales, las navajas, todo lo que aúne un filo y un destello. Ya en el rellano, comprendo que en el aeropuerto ese cuchillo va a ser un problema y que su uso exigiría una distancia mínima entre mi oponente y yo, una intimidad que tal vez no llegue a darse. Entro de nuevo en casa, guardo el cargador de mi teléfono y mis auriculares en uno de los amplios bolsillos de mi parka y dejo la mochila con el cuchillo, el diario, el bolígrafo, la ropa y el neceser encima de la mesa. No me hace falta llegar a la calle para comprobar lo bien que me sienta irme sin nada hacia lo desconocido. ¿Hacia el peligro? Sí, claro, ¿no acabo de decir hacia lo desconocido?
La deuda.
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El día que, durante la entrevista para empezar a trabajar en la Fnac, el que sería su jefe le pidió al escritor que se describiera y el escritor dijo: Soy muy inseguro, tiro las faltas pero no los penaltis. Recuento.
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“Tus lágrimas me dicen que no hay manera / De resolver tus problemas con palabras.” Nick Drake.
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El dolor es el tiro al aire y los tiros que se pretendían evitar disparando.
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“Toda mi vida me ha dado miedo vivir. Ahora toca lo contrario.” La balada de Cable Hogue. Sam Peckinpah.
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Puede que esto (ya reemplazaremos esto por el conveniente enjambre de palabras más o menos afortunadas a la hora de destilar el fruto echado a perder) sea la consecuencia de tu empeño en seguir con vida, algo que, a la vista de lo que últimamente obtienes de ella, inspira por igual ternura y rechazo como si fueras ese jugador veterano que corre cuando antes no corría para llegar donde antes sí llegaba. Gimes, ayer gruñías, por qué no ver aquí un avance. El santo tras la mascarilla te pareció el mismo que te había dado en su día la noticia (porque un cambio es siempre una noticia y hasta entonces no había conocido tu organismo un cambio como aquel ni había condicionado tus horas ninguno como el que estaba por llegar) y esa mañana, tres años después de la primera sangre, interrumpía el tratamiento y ponía fin al remedio en cuanto vio en la pantalla el tejido abrasado que aun bajo la apariencia del rosal sigue siendo tu cuerpo, esta masa absurda que no sabe ya cómo tratar de llenar el espacio que debería ocupar el pensamiento. La carne tras el fuego, podría ser ese el título de un canto nuevo y también su línea final.
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Chus Fernández es escritor