En el hospital, el escritor, frente a la puerta de ingresos, dice: Qué perdidos estamos todos.
Marta: Eso es bueno.
¿Por qué?
Porque quiere decir que no estás acostumbrado a estar por aquí.
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Camino del banco de sangre, la vieja en silla de ruedas dice: ¿Y los nervios, dónde los dejamos?
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Vuelve del baño y permanece sentado en el borde de la cama escuchando los ronquidos de su compañero de habitación perfectamente integrados en el zumbido continuo de los hospitales con la vista fija en el punto rojo de la televisión. A oscuras todo salvo el punto rojo ahí arriba mientras algo muy pesado a su alrededor desciende. Se pregunta si la noche antes será la última noche. Quiero volverles a ver, cuídalos, dice en su pensamiento y sobre su frente se hace la señal de la cruz.
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Descanso es renuncia y dimisión, dice el narrador de Nemo, la novela de Gonzalo Hidalgo Bayal, y el escritor asiente a la vez que deja de leer. Minutos antes, esta misma tarde, había decidido parar, detenerse, dejar de ir por ahí, cuando por ahí no se le daba ya paso. La humillación es la distancia entre el hueso de tus hombros y la costura de tu chaqueta. Pueden ser sólo centímetros, sí, pero tampoco necesita mayor tamaño la herida para ser la herida final. Una verruga, lo que en un primer momento fue una mancha, está acabando con él. Aunque en su pensamiento no hubiera sitio más que para una brecha, siente en alguna zona concreta de sí mismo otra clase de presencia, un desconocido que saca de su bolsillo una llave y te abre la puerta de tu casa invitándote a su vez a entrar. Es rara la vergüenza del enfermo, rara y más poderosa que ninguna otra experimentada antes por el escritor, la vergüenza de haber fracasado en lo único que no se puede fracasar. Sólo el suelo le retiene. Se alarga el mientras tanto. Sin contrapartida ni esperanza, concentra en el calvario sus sentidos, en lo que DFW llamó la religión de lo físico, y espera a la víspera, a la noche en que le acoja la blancura, a la dulzura previa, al momento en que bajo la luz le quemen y le salven.
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No abrirá los ojos intacto y, encontrándose él aún al otro lado, alguien habrá de decirle si, arrasado, le falta algo, si se abrió paso el ácido o entró en juego el acero y también deberá ser educada su carne.
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Oye su nombre como quien ve algo. Así le despiertan, gritando en alto su nombre. Hoy no le pueden operar. No hay tiempo. Tendrá que volver al final de la próxima semana.
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Se prepara para el ingreso. Otra vez. Guarda en la bolsa de Marta la ropa que ella misma dobló y dejó sobre la cama. Las zapatillas también, todo salvo el neceser y el cargador, que guardará junto al resto de las cosas mañana. Compartieron la desgracia y la desgracia se multiplicó. Se ha dicho mil veces: un cuerpo es una casa. Y no hay casa sin fantasmas. Quizá debiese agradecer el escritor un dolor como este que no deja sitio en su atención para el miedo o la pena. Aunque, se da cuenta ahora, en nada se diferencia lo que siente hoy aquí de lo que suele sentir en los aeropuertos: una intensidad ralentizada, una tristeza a medio camino. Como si dudara entre disolverse o espesar. Qué espera de él quien decidió que no se acabaría la tortura.
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Estas subidas de calor anticipan las nevadas, viene a decir la taxista, quien prefiere “hospitalización” a “admisiones”. Estás haciendo un alto en el camino, le dijo su madre cuando en la lejanía le hizo saber su renuncia, su voluntad de no seguir escribiendo o al menos, si fuese posible, no lo mismo ni de la misma manera. Despertará mañana y seguirá sin saber si esto en él es material para la obra, si continúa siendo demasiado poco, o simplemente demasiado. Frente a las puertas rojas espera. Alguien dirá su nombre y él se pondrá en pie y dejará que le lleven.
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Gracias al error revive: dijeron su nombre y no era él a quien llamaban. Le pareció extraño. Pero no tanto. Igualmente ya sólo le hace disfrutar el conocimiento y sin embargo la comprensión siempre le termina decepcionando como si tuviera una y otra vez ante él una evidencia que no fuese capaz de reconocer bajo otras formas.
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Le pregunté si venía solo porque me daba pena, le dice la mujer sentada frente al escritor a su marido, ya de nuevo junto a ella. El escritor sonríe y sólo después comprende que el orgullo es lo que arde cuando el fuego ha sido apagado, y no ve ahí un signo de la resistencia sino de la vanidad, del ego, del motor que desde siempre le activó aunque nunca haya logrado ponerle en movimiento. Del mismo modo que les explicó por qué los suyos no estaban y cuándo vendrían o habían venido podría haberles dicho que se había empeñado en que nadie que no fueran ellos le acompañase, pero no lo hizo, ni se le ocurrió siquiera.
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Un tipo se sienta a su lado y le pregunta si también él viene para dentro. Dice que sí, sonríe, desvía la mirada. Lee el periódico, los diarios de Piglia en el móvil, el cuello estalla, el dolor se concentra en un punto de su cabeza que parece absorber el mundo entero. El tipo se levanta, da vueltas a su alrededor. Él escribe, espera, mantiene la vista en el móvil, se le está acabando la batería. Media vida haciendo esto, instintivamente, como si supiera que, de hablar alguien con él, estaría arrancándole algo sin lo que luego no podría pasar. La realidad entra en el escritor y él sufre y es menos poco a poco, incapaz, ahora sí, de soportar que esto vaya a ser siempre la consciencia: un estado inseparable del dolor, y el dolor la medida de la paz.
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A primera hora este olor, el que desprende un cuchillo con el que acabamos de trocear una manzana. La vida, la nuestra, eso que un día cualquiera y sorprendidos descubrimos que tanto nos importa, nunca fue más que la coartada de su contrario. ¿Y cuál es su contrario? Eso ya depende de cada uno. Por otro lado, antes que la sensación que despiertan en él las cosas, lo que le permite sentir la posibilidad de describirlas.
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Está bien si después de todo sólo somos materia alrededor de una herida, quizá esa herida en su expansión se revele como la única vida que hubo en nosotros.
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Estáis aquí, no os preocupéis. Caeré en la oscuridad cogido de vuestras manos.
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Al mediodía se puede ir para casa, se lo acaba de decir el médico. Su compañero de habitación, con el que apenas ha intercambiado un par de palabras a lo largo de su estancia en el hospital, le da la enhorabuena cuando el escritor, camino del baño, pasa por delante de su cama.
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Hospital.
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Chus Fernández es escritor