Imagen de "Knight of Cups" de Terrence Malick

«Crucé un prado salpicado de rocas / en las que se amontonaba la nieve. Seguí / hasta llegar al acantilado. / Desde allí pude ver el mar, el cielo y / las gaviotas girando en círculo sobre la playa blanca, / allá abajo. Todo encantador. Todo bañado en una luz / fría y pura. Pero, como siempre mis pensamientos / empezaron a dispersarse. Tuve que obligarme / a ver lo que estaba viendo / y nada más. Tuve que decirme a mí mismo «esto» es lo que / importa, no lo otro.»
Raymond Carver

¿Y ahora qué hacemos?
Lo mismo. Pero de otra manera.
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Al lector le interesa qué son las cosas para el autor; al autor, quién es él ante las cosas.
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“Sois demasiado impacientes para ser revolucionarios.”
La guerra ha terminado. Alain Resnais.
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Consiste el asedio en el ataque a un solo punto desde múltiples ángulos, quizá esto sea por tanto lo contrario, una invasión o, mejor: una conquista.
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No puede exprimir ya lo que un día fue su vida porque hoy es su vida lo que le oprime, lo que ejerce una presión sobre él que le empuja a la renuncia. Se pregunta si desconocía el significado de palabras fundamentales como paz, alivio, descanso, mañana o si lo conocía mejor que ningún otro, si esas palabras eran unas veces el dolor y el resto de las veces el daño. Nunca llegó a saberlo, es verdad, pero de algo está seguro: no hay alivio si el alivio es pequeño. En cuanto a las otras palabras, mejor dejarlas a un lado por ahora.
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Incluso a respirar debió aprender, a devolver a su sitio las vísceras. Fueron las consecuencias del veneno y del ansia, la carta cuyos signos tardaron décadas en revelarse.
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“Quién va ganando?
Nadie. Solo que unos pierden más que otros.”
La noche se mueve. Arthur Penn.
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Confiemos en la belleza, que todo lo transforma.
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Fue tan sencillo su anhelo: hacer algo distinto cada vez y seguir siendo el mismo. Quiso ver en la apertura del cielo un remedio y no tardó en sentir que aquello era simplemente el bálsamo, el resto de algo, un punto luminoso anterior a la condensación. Porque rodeó la hoguera no merece hablar del fuego. El furor era sólo un hilo del que tirar después y la vida fácil se volvió cruel ante sus ojos porque íntimamente nunca dejó de reclamarle aquella facilidad inicial. Una nevera que alguien no cerró bien durante la noche y da luz a cambio de que todo se pierda, así el escritor ahora. Queda la fe cuando el entusiasmo es reemplazado por las razones. Se asombra en el recuerdo, eso quiere decir que no está preparado, que no le corresponde la imagen. Si las palabras bastaran, no le habría superado la vida. Ojalá fuese verano, cuando no implica el abandono una fuga. Está lloviendo y nuestro pequeño edén se muestra sin ofrecerse al otro lado de la ventana, así se siente siempre el escritor, aunque no llueva.
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Asiste a la urdimbre. Y añora ser él quien la lleve a cabo.
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No desapareció. Lo que pasa es que de vez en cuando aparece.
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Por un instante no supo si era aún muy pronto o todavía no se había dormido.
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Frente a la ventana de la cocina se preguntaba en qué se habían convertido las mañanas o más bien qué habían dejado de ser desde que no podía sentarse a escribir. Entonces vio su aliento extendiéndose a lo largo del cristal, una mancha blanca crecía como la arena cuando se está retirando el agua. Pensó brevemente en esa imagen y concluyó que aquello también era escribir: propagarse un poco en lo que se expulsa y por un momento formar parte de otra cosa.
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Le van acorralando las horas y comprende: lo que no puede permitirse ahora es el sueño y no que el sueño no vaya a cumplirse.
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Se cansa uno de jugar siempre fuera de casa. Pero qué otra cosa es envejecer.
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Más veloz que el dolor y más profundo que la agonía es el miedo y ahí sigue.
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Feliz en lo provisional, intentó hacer de la excepción la constante y fue cayéndose todo.
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“Deberíamos hacer un viaje. Vayamos a alguna parte.
¿A dónde iríamos? ¿A Vermont? ¿A ese lugar que conoces?
Tal vez.
¿Cómo se llega?”
Upstream Color. Shane Carruth.
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Su cabeza, su cuerpo, un diamante que invirtió su ciclo, algo que por sí mismo se multiplica para que no haya ningún rincón sin ocupar.
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Nunca ya fuera de sí, queda saber si disolverse es pasar a formar parte de todo o que todo pase a formar parte de uno; si el globo que se eleva en la engañosa amplitud del cielo se pierde debido a la pujanza de su impulso, al nudo que ha acabado por deshacerse o al descuido de quien hasta ahora lo sujetaba; si se debe a su vida el dolor o ha determinado el dolor su vida.
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El invasor no pretende hacer más grande su casa sino convertir al vecino en un sirviente.
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Sucederán a la tregua las pruebas y ya se verá. Mil nombres le dio al dolor y con un millón de cosas lo comparó. Porque nunca supo decir qué era, se conformó con replicarlo. Seguirá haciendo eso. Darle nombre a lo que ya tiene un nombre. Mientras pueda.
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Ni una sola vez ha gritado, mejor habría sido eso que este lamento continuo, inaudible en el que nunca llega a disolverse.
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Por qué en el mal sueño le falta lo mismo que no tiene despierto, por qué luchamos todos por una vida opuesta a la nuestra cuando lo que necesitamos es la nuestra retocada, la línea que puede ser una pantera en el cielo suspendida.
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El destino es un umbral interminable; la voluntad, una llave equivocada. Cambia de postura, gira y confórmate con un dolor distinto, el mismo tal vez en otra parte.
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Necesitado como nunca antes de la fluidez, justifica su recelo ante la dificultad: hay una resistencia ahí que no puede pasar por alto, el dolor no admite sinónimos y no sabe si este de ahora es fruto de la succión o de la irradiación mediante la cual eso que llamamos espíritu intenta dejar atrás su carne condenada. ¿La oscuridad que nos rodea en cuanto arremete el dolor es todo lo que hay cuando tomamos conciencia de nosotros mismos o se trata quizá de un límite, de algo casi físico que intentamos atravesar en busca de un alivio inconcebible? Cuanto arde lo hace en su nombre.
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Chus Fernández es escritor