"Bajo el peso de la ley", Jim Jarmusch

Escribir es oír que alguien te dice: Cállate, y seguir hablando.
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La buena ambición: cuando a la necesidad se le añade la idea de logro; la otra: cuando al posible logro se le añade la expectativa de beneficio.
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Las mujeres no pueden permitirse tener miedo; los hombres no pueden permitirse decir que lo tienen. Unos y otros desean más que nada en el mundo entregarse a lo que les supera.
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Hay canciones que debes dejar de tocar / cuando empiezan a tratarte de usted / cosas que aprender a decir / cuando estás contra la pared.
Banda sonora.
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Las cosas se pierden, por sí solas, así es como nos desprecian, y ni siquiera eso.
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¿Por qué la respuesta iba a ser clara cuando la pregunta nunca lo fue?
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“Marguerite Duras: —¿Cuál es, según usted, el criterio de la categoría a la que llegamos, el de la calidad ya literaria?
El editor: —La inteligencia. La amplitud del relato. El dominio del caso particular por medio del estilo. A partir de ahí, el autor escribe lo que él es, y no lo que sabe.”
Taller.
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A veces ve la tele como el que mira por la ventana.
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no es mucho lo que pido, / que la sangre corra por el pensamiento, / soy muy pequeño / para contener la vida entera, / pez que boquea en la palma de una mano, / así me veo / día tras día, / luego al fin ya no, / pero si soy yo el pez, ¿de quién es la mano / con quién comparto pese a todo el aire?, / si es mía esa mano, ¿quién es el pez / y para qué su desgracia?
Menos.
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Tengo que decirte algo bueno y algo malo: mejorarás con el tiempo, pero no lo suficiente.
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Esa humillación, tan grande, que te dejen y no te dejen por nadie.
Mientras tanto, Irene.
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El padre estaba hablando por teléfono con Bárbara cuando llamaron al micro. Dijo: Espera, están picando. Apoyó el teléfono en el brazo del sofá y cruzó el pasillo. Dijo: ¿Sí?
Al otro lado: Soy yo.
Sube.
Abrió. Dejó arrimada la puerta. Volvió a coger el teléfono. Bárbara le preguntó quién era. Y él dijo: Publicidad. Luego añadió: Ya hablamos, que tengo que ir al baño. Un beso. Y yo.
Intentó ordenar un poco el salón. Se echó el pelo hacia atrás en cuanto oyó cómo se cerraba la puerta. Desde el pasillo, su mujer dijo: Hola.
El padre, con un cojín en la mano y sin saber muy bien qué hacer con él, dijo: Hola. Dejó el cojín en el sofá y se tumbó. Se volvió a echar el pelo hacia atrás mientras la miraba: vestido negro, muy corto, sin mangas, y un cuello que se cerraba con tres pequeños botones. Las sandalias eran también negras, en una mano llevaba una bolsa de Alimerka. La encontró más delgada y a la vez extrañamente más fuerte. Hermosa. Como si su belleza de siempre hubiera encontrado una manera nueva de revelarse. Le dijo que pasara. Tiró el edredón al suelo para hacerle sitio y le ofreció sentarse a su lado mediante una palmada en el sofá.
Ella dijo: Deja, da igual, y se sentó en el sillón, después de apartar un periódico y dos sobres rasgados. Se fijó en la mesa: más periódicos, un tenedor, migas de pan y un vaso sucio. Sonrió y dejó la bolsa sobre la mesa, encima de algunas de esas cosas en las que se acababa de fijar. En la bolsa había media docena de cervezas. De su marca de siempre. La de los dos.
El padre asintió. Abrió la primera. Después de mirarla con una expresión a medio camino entre el asombro y la gratitud, le dijo: Están frías.
Ella, asintiendo: Las compré la semana pasada.
Él le ofreció una y dijo: ¿Quieres?
Ella: No. ¿Te encuentras bien?, ¿saliste ayer?
El padre limpió con un dedo la espuma repartida por el borde de la lata y dijo: No. Lo que pasa es que no puedo dormir. Llevo semanas sin dormir. Y cuando duermo, tengo pesadillas. No sé qué es peor.
La madre se inclinó hacia él y luego volvió a echarse hacia atrás. Se alisó el vestido, dijo: Tienes que ir al médico. Hay pastillas. Algo podrá darte.
Él: Son los vecinos de arriba, todas las noches lo mismo. Primero se oyen un montón de monedas contra el suelo. No sé de dónde salen. No tengo ni idea. ¿Tú sabes lo raro que es eso? Todas las noches, una detrás de otra, un montón de monedas rebotando en el techo. Pero hay más. Y es todavía peor: luego, después de las monedas, o lo que sea que se les cae, si es que no lo tiran, que ya no sé, empiezan a arrastrar muebles por todo el piso, de un lado a otro. Da igual que intentes dormir en la cama que en el sofá, te persiguen con sus muebles, toda la noche, todas las noches, una tras otra.
¿Hablaste con ellos?
Sí, bueno, no. Subí, pero no abren la puerta. Cuando les digo que ya está bien, que quiero dormir, que dejen los muebles quietos de una vez, la vieja dice: No, nosotros no. Nosotros no. Y, por detrás, se oye al viejo decirle: Ven, déjalo.
La madre, después de limpiarse las tiras de sus sandalias con un pañuelo de papel que acababa de sacar de su bolso, dijo: No sé. Es muy raro. ¿Para qué van a mover los muebles cada noche?, ¿no será que tienen un perro o un gato y le dan algo para jugar? A lo mejor no quieren que nadie sepa que tienen un animal y por eso no te abren la puerta. ¿Se lo contaste al dueño?
Él: No. Le volvió a ofrecer una cerveza y cuando ella la rechazó apuró la suya y abrió la otra para él. Dio un sorbo muy largo. Luego dijo: Eso puede explicar lo de los muebles, pero ¿y las monedas?
Ella: No sé, cuando doblas los pantalones para colgarlos en una percha, se te cae lo que tenías en los bolsillos.
Él: Se te puede caer una vez, pero no se te va a caer siempre. Después, bebió.
Ella le miró sin decir nada.
Él: Voy a mear.
Ella encendió la televisión. Al oír el sonido de la cisterna, la apagó. Él se sentó. Abrió otra.
Ella: No. Espera. Y le quitó la cerveza y la dejó sobre la mesa. Miró al suelo. Él le cogió la mano, apretándola durante unos segundos. Ella, suavemente, la retiró. Pasó por encima de sus pies descalzos y se acercó hasta la ventana. Dijo: Tiraron la fábrica. ¿Qué van a construir aquí?
Él, mirando al frente: No lo sé. Hace mucho que no vienes.
Ella, de espaldas a él, sin dejar de mirar por la ventana: Vives lejos. Estás lejos de casa.
Él se levantó y se puso a su lado. Empezaba a oscurecer. Apoyó una mano en su cadera y la fue deslizando hacia dentro, poco a poco. Ella se apartó con lentitud. Volvió a mirar por la ventana. Él también miró y le extrañó que las únicas luces que llegasen de la calle fueran las que separaban unos edificios de otros. Pensó en pasillos iluminados y habitaciones oscuras. Se dijo que debería ser al revés. Después, arrastrando los pies hasta el sofá, se sentó.
Ella cogió el bolso y se fue.
Él encendió la televisión. Abrió otra cerveza.
Unos minutos más tarde, llamaron al timbre.
En el rellano, con los pies sobre el felpudo, ella dijo: No quiero joderte. Tengo que seguir. Tenemos que seguir.
Él no dijo nada.
Ella: Puedes ver a Carlos cuando quieras.
Él: Muy bien, ya pasaremos a buscarlo.
Ella, sorprendida, retrocedió, pero al momento asintió y dijo: Vale. Y, después de un largo silencio, añadió: No le hables mal de mí.
Esa noche el padre fue de un canal a otro. En la mesa, las latas vacías, al lado de las arandelas de plástico. Mientras veía los resúmenes de los partidos de segunda, llegaron los sonidos del piso de arriba. Al principio, trató de ignorarlos. Luego, después de contemplar el techo, se levantó.
No subió corriendo, pero sí con prisa. Aunque tampoco con una prisa exagerada. Sintió el frío en las plantas de los pies. Se detuvo frente a la puerta de los vecinos. La miró. Siguió mirándola. Se dio la vuelta y comenzó a bajar, muy despacio, las escaleras. Antes de entrar en casa, oyó cómo se abría la puerta del portal y cómo se cerraba. Alguien encendió la luz. Y luego esa luz se apagó.
Los padres de Carlos.
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Permanecía en él la película de Hitchcock que acababa de ver cuando se dijo que las películas de los maestros, las que todavía no había visto y las que ya no recordaba, eran un tesoro que aún le reservaba la vida, y le pareció bien estar vivo.
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El primer borrador ha de responder a las necesidades del autor; el segundo, a las exigencias del texto.
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Espero que, si alguien lee algún día esta serie de cartas, comprenda la razón de un empeño tan fuera de nuestro tiempo por mi parte, llevo mucho tiempo aquí, entre estas cuatro paredes, sin pisar la calle, y una carta te lleva siempre con alguien, en manos me pongo de una compasión desconocida. Comienzo.
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Los muertos hablan solos. Título.
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Chus Fernández es escritor