"Pasión de los fuertes" de John Ford

“¿Qué le da el balón?
Alegría.”
Entrevista a Luka Modric.

Como todo el mundo sabe, las decisiones más importantes se toman siempre los domingos, pero sólo aquellos cuya desesperación es verdadera las llevan a cabo ese mismo día, después de haberlas tomado.
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Encontrar sin haber ido en busca. Es tan sencillo el sueño del que pasea.
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Primero una luz luego una colisión / así llegué solo a la conclusión: / se acabó a partir de hoy / la ilusión ya no la pongo yo. Banda sonora.
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Nadie va a hacer nada por ti que, sin tenerte siquiera en cuenta, no acabe haciendo el tiempo.
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“Me he obligado a preguntar a la gente siempre cómo está, aunque no me interese.” Andreu Buenafuente.
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Lo nuevo no es un valor, es un dato. A no ser para el escritor, para quien sí es verdaderamente valioso porque le permite renacer, o sentir al menos que renace, lo cual sugiere que lo que un escritor experimenta cada cierto tiempo es que algo en su interior que lo era todo se ha muerto antes que él.
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Los procedimientos. Título.
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Carlos cogió unos caramelos Pez y, zarandeado por lo que le inmovilizaba, se los metió con torpeza en el bolsillo, esto no debe de ser robar, robar es llevarte algo grande, dinero o anillos o collares, con pistolas o navajas, seguro, sólo son caramelos, si me pillan, estaba probándolos, es lo que voy a decir si me cogen, eso, que los estaba probando, no compres nada antes de saber si te gusta, me dice siempre mamá, pero para saber si me gustan primero los tengo que probar, si me obligan a pagarlos, diré que no me gustan, que los probé y no me gustan, que no los pienso comprar. Salió de la tienda así, deprisa y ensimismado, por lo que no pudo ver a Tuero, el de octavo, que le esperaba apoyado contra la pared con los brazos cruzados. Cuando Carlos pasó a su lado, Tuero le dijo: Dámelos.
Carlos se detuvo, como si acabara de descubrirse en un sitio en el que no sabía que se encontraba o vuelto de algún otro al que no recordase haber ido. Más sorprendido que asustado, dijo: ¿El qué?
Los caramelos.
No tengo caramelos.
Entonces dame algo para que los compre.
No tengo dinero.
Tuero, acercándose hasta él: ¿Cómo que no los tienes? Te vi por el escaparate. Eres un ladrón.
No soy un ladrón.
Tú no los pagaste y el viejo no te los dio. Eso es robar.
Carlos se volvió con brusquedad, entró en la tienda y, después de asegurarse de que nadie le veía, dejó los caramelos en la caja de cartón de donde los había cogido. Pero entonces el dueño le agarró por el hombro: ¿Qué haces? Sin soltarle, y sin esperar a que Carlos le hubiera respondido, le empujó y le llevó hasta el mostrador. La gente miraba. Carlos pasó mucha vergüenza. El dueño le dijo que se quedase allí y luego, después de pesar y cobrar unas aceitunas, le preguntó cuál era el número de su casa.
Aunque en un principio dudó, terminó por dárselo, total, mamá debe de estar trabajando
Pero fue su padre quien cogió el teléfono, en un momento pasaría a buscarle. Se quedaron allí los dos, el dueño y él, el dueño sentado en la banqueta alta que tenía tras el mostrador, él de pie, en el centro de la tienda. Le pesaba mucho la mochila, pero no se atrevía a decir nada. Después de un rato muy grande allí, quieto, con la vista en el suelo, veinte minutos por lo menos, el dueño le dijo: Anda, trae, y guardó la mochila en el almacén. Luego: ¿Vives muy lejos? Y, ante el silencio de Carlos, desanduvo sus pasos y le devolvió la mochila: Venga, ponte a hacer los deberes, porque tendrás deberes que hacer, supongo.
Carlos quiso decirle que iba a perder el autocar y que le iban a reñir, pero no se atrevió, en parte porque sabía que el autocar ya se habría ido sin él, pero sólo en parte. Sentado en el suelo del almacén y con la espalda apoyada en una estantería, sacó el libro de lengua. En realidad, le habían puesto deberes de matemáticas, inglés y lengua, pero eso el dueño no podía saberlo. Se puso a leer un cuento, una fábula, dice la profesora, qué diferencia habrá entre una cosa y otra. A Carlos no le gustaba especialmente leer libros, prefería los cómics, pero aquel libro era la mejor opción a su alcance. Al final de cada lección había un cuento que tenían que leer y luego comentar en una redacción que debía ocupar más de la mitad de la hoja, pero sin llegar tampoco a las dos hojas, la señorita nunca riñó a nadie por escribir más de una hoja, ni por no escribir nada en absoluto siempre y cuando hubiera hecho algo más importante en su lugar y saliera a la pizarra a contárnoslo a todos, por escribir menos, sí, normal, si te pones, ponte. En el almacén, aquella tarde, el cuento fue para Carlos menos que algo, ni siquiera una voz, un murmullo intenso, sin forma, o cuya forma sobrepasaba un contorno que no identificaba.
El dueño llamó dos veces más por teléfono y cuando, al final de la tarde, se puso a bajar la verja, le dijo: ¿Dónde está tu madre a estas horas?
Trabajando.
¿Y tu padre?
No sé.
Dijo que vendría. Tengo que cerrar. Trabajas y te vas a casa. Es lo que hacemos todos. O por lo menos algunos. ¿No trabaja tu padre?
A veces.
El dueño sacó otro llavero distinto, una arandela metálica muy grande y, a primera vista, más de una docena de llaves. Se detuvo delante de un coche azul, Carlos se detuvo también.
El dueño: Encima tendré que llevarte.
Carlos le dijo dónde vivían entonces. Una vez, al salir del colegio, jugaron contra la selección de cuarto. Perdían por seis a dos y él había metido los dos goles. Por eso, aquella tarde, no pudo coger el autocar. Cuando vio que no había nadie en la parada no supo qué hacer y, como siempre que no sabía qué hacer, se quedó donde estaba, sin hacer nada. No tuvo miedo. Se aburrió, eso sí, pero no tuvo miedo. La profesora de dibujo, al verle allí de pie y quieto a la entrada del colegio, dio la vuelta y subió a secretaría y llamó a su casa y se quedó a su lado, de pie y quieta también, ante la puerta. Carlos se aburrió todavía más que antes, cuando estaba solo. Era el suyo un aburrimiento raro, incómodo, lo que uno siente cuando ve tropezar y caer a alguien que huye y luego levantarse y seguir huyendo. El padre le dio las gracias a la profesora y dejó a Carlos sentarse delante, a su lado en la furgoneta. Lo que sucedió después, en casa, es algo que sólo con los años pudo comprender: su madre rio cuando le vio y le abrazó y empezó a llorar y se puso a gritarle y le obligó a aprenderse su dirección y su número de teléfono. Y él, después de repetírselo en voz alta, también tuvo que repetir sus dos apellidos. A partir de entonces, su madre le pidió que se lo repitiera muchas veces, sobre todo, cada vez que le dejaba en casa de sus abuelos o cada vez que empezaba un nuevo curso. También le obligó a aprenderse el número del trabajo, pero eso, el dueño de la tienda tampoco podía saberlo, además, eso no es mentir, ni siquiera me lo ha preguntado. Se sentó delante, la mochila en los pies. El coche arrancó en silencio. Llevaban recorridas un par de calles cuando el dueño le miró y le dijo: Ponte el cinturón. Carlos lo intentó, pero no pudo. El dueño negó con la cabeza y, cogiendo el volante con una sola mano y, con la vista fija en la carretera, se lo puso.
El dueño: ¿Dónde vives?
Carlos le volvió a dar su dirección.
Eso está muy lejos. ¿Por dónde se llega primero?
No sé.
¿Cómo no lo vas a saber? Si no sabes llegar a tu casa es como si no la tuvieras.
Conduce mi padre.
¿Y tu madre?, ¿tu madre no tiene carné?
Sí, pero nunca conduce. Yo voy siempre detrás. Bueno, casi siempre. Duermo o hablo con ellos o escucho la radio. Las canciones me gustan. Cuando hay canciones no miro por la ventana. Mamá, sí. Mamá mira todo el tiempo.
El dueño no dijo nada. Carlos tampoco. Avanzaban en silencio. El dueño dudaba en cada cruce. De repente, dio un golpe al volante y sonrió mientras asentía. Sin volverse hacia Carlos, le dijo: ¿En qué trabaja tu padre?
Tiene una furgoneta. Reparte.
¿El qué?
No sé, cosas, de todo.
En un semáforo, el dueño bajó la ventanilla y le preguntó algo a un taxista. Cuando el semáforo cambió, aceleró; el coche se puso en marcha y Carlos dio contra el respaldo. Todavía hoy no sabe si el golpe que recibió fue cosa del coche y la velocidad y sus efectos sobre él o si sencillamente había intentado impedir que retomaran su camino quedándose quieto por completo, ir hacia atrás incluso, y no había podido.
Al día siguiente, en el pasillo, Tuero le agarró por detrás, por el cuello: Cuando te diga que me des algo, me lo das. Le arrancó la mochila y la abrió y tiró todo lo que había en ella por el suelo. Cada vez que Carlos intentaba coger algo, Tuero le daba una patada. Los libros, las libretas, todo allí, por el suelo negro, lejos, o muy lejos. Cuando el estuche se abrió, se quedaron los dos mirando cómo salían volando el taja y el cartabón y el lápiz, algunos rotuladores y la goma de borrar. Tuero se fue, Carlos se agachó para recoger las cosas que tenía más cerca y le dio sin querer una patada a la goma. No fue tras ella. Con las manos sobre sus rodillas, vio cómo rodaba por el pasillo, rebotaba unas cuantas veces y caía por las escaleras.
Carlos y sus padres.
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deja que ese fuego se apague / quizá en su lugar aparezca una luz. Menos.
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Una mujer abandona la ciudad y se va a vivir a un pueblo de ocho habitantes para trabajar en la biblioteca. Reparte los libros a domicilio, en una furgoneta. Le va muy bien con su pareja, un pastor al que conoció allí, pero, debido a que ya no siente nada al leer, ha dejado de amar los libros, la razón por la que se mudó. Ese amor de antes es ahora un cariño que duele, ¿cómo convivir día tras día, durante una jornada completa, con lo que más daño le hace? Relato.
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Todo escrito que no encarne lo que presupusimos su ideal será un escrito fracasado.
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Se erige una vez más como única opción válida el viejo propósito: que el furor y el razonamiento actúen el uno sobre el otro igual que la llama y la madera se alían en nombre del incendio y no en contra del bosque.
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Pasó frente a él un autocar de una empresa de viajes y el escritor sintió como suya la soledad de la guía turística, sentada al lado del conductor y aun así separada de él, en una plaza exclusiva para ella, con el micro empuñado, hablándoles a aquellos a quienes no veía de cosas que iban dejando atrás.
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Chus Fernández es escritor