Fotograma de "Atlanta", serie dirigida por Donald Glover

Marta dice: Me gusta más Marta que M. M. me recuerda a 007.
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Estaba escuchando un programa sobre Qué verde era mi valle mientras tendía la ropa cuando lo comprendió de repente: No trabajas con historias sino con argumentos. Así fue hasta ahora sin que ni siquiera te hubieses dado cuenta de ello y así será a partir de hoy porque así lo quieres.
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Si ganas tú, sigues; si gano yo, no sigues.
¿Vuelvo?
No.
No me parece un juego justo.
Ni a mí. Pero ¿de quién son las cartas?
El centro y la llanura.
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No le asusta el fracaso, le asusta la decepción.
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Si talamos el árbol, la raíz queda. O lo que es lo mismo: la casa es el lugar de los cuidados.
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Qué tendrá 2001, que cualquier película posterior de ciencia ficción, con tal de soñarse grande, acepte no ser más que un parecido, algo vaporoso que no alcanza a ser una forma.
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Explorar la relación entre intensidad y fragilidad.
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El desplazamiento interior que de repente se produce en el lector, eso es lo que distingue y caracteriza al relato.
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¿En qué momento dejó de hacer las cosas para convertirse ante sí mismo en ese que las hace?
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El cliente le dijo a Carlos: A ver si cortamos el pelo. Y luego, mientras le miraba otra vez, con más detenimiento, añadió: No, di que no, así estás bien.
Carlos se volvió hacia el botellero y dijo: Cuanto menos tengo, más largo lo quiero.
El tipo de al lado, con gorra de repartidor de periódicos y que llevaba un rato en la barra con una revista abierta por la misma página y un café intacto, dijo: Qué va, tú no tienes problema, tienes mucho, tienes un don. Ya podía tener yo lo que tú tienes.
El cliente, mientras Carlos iba del botellero al lavavajillas y de las neveras al estante de las patatas dijo: Yo me echo una crema, escuece, pero parece que va saliendo pelusilla.
El repartidor de periódicos asintió y, dirigiéndose a Carlos, dijo: Yo, cuando se me caiga más, me afeito la cabeza, al cero, lo tengo muy claro. Dignidad. Es una cuestión de dignidad.
Carlos miró los tiradores de cerveza y, pendiente de una gotera que no acababa de caer, una gotera que le hizo pensar en una araña pequeña colgando de un hilo muy grueso, una araña que cuestionaba algo y no cambiaba nada, asintió y fue pasando la bayeta por la barra hasta llegar al otro extremo, donde quiso quedarse y no se pudo quedar aunque nadie se lo impidiera.
El repartidor de periódicos negó repetidamente con la cabeza y solemnemente dijo: No te estás quedando calvo, se te está cayendo el pelo, que no es lo mismo.
El cliente: Claro. Se te tienen que caer entre setenta y ochenta pelos al día. Lo leí en una revista.
El repartidor de periódicos: ¿En cuál?
El cliente: No sé, en una.
El repartidor de periódicos: ¿En la peluquería?
El cliente: En el dentista, en una de esas revistas científicas.
El repartidor: Ah, ya. Y luego, volviéndose hacia Carlos: Si te lo dejas más largo, te van a pasar tres cosas, te aviso: Primero: lo vas a acabar atando y, como lo vas a estirar, te va a picar la de Dios, sobre todo en la coronilla, pero no te asustes, no es que se te esté pudriendo. Segundo: para dejarlo largo, tendrás que echarle algo: si no echas gomina, echarás espuma y cualquiera de las dos opciones es mala, lo mires por donde lo mires. Y tercero: los pelos que vas a ver en el lavabo serán mucho más largos y te volverás loco porque te parecerá que se te está cayendo mucho más que antes.
Carlos se encogió de hombros, en silencio, contempló los efectos de la luz de las lámparas sobre la barra húmeda.
Más tarde, aunque no mucho más tarde, el cliente, le dijo: ¿Cómo no te apuntaste al campeonato de futbolín? Nunca había visto por aquí a los que ganaron. Cogieron la pasta y no volvieron.
Carlos: Tenía que trabajar, estaba aquí, trabajando, no me fijé.
El cliente: Ah, claro, uno de ellos decía que había jugado el campeonato de España.
El repartidor de periódicos: No sabía que lo hubiese.
El cliente: Ni yo, pero por lo visto lo hay. El tío ese también me contó que el futbolín había nacido en los orfanatos, porque no había dinero para las pistas y tuvieron que inventar algo parecido al fútbol, un fútbol en miniatura.
El repartidor de periódicos: Yo había oído que había sido porque alguien había visto a un crío cojo y se le ocurrió por eso, para que pudiese jugar también. A lo mejor era un crío de ese mismo orfanato.
El cliente: Seguro. ¿No ves que en algunos sitios los muñecos del futbolín tienen un solo pie? Seguro que es por eso.
El repartidor de periódicos: Seguro. Y seguro que el parchís se inventó en Francia. No sé, digo yo. Con ese nombre dónde se iba a inventar.
El cliente: No, el parchís es italiano: “parchise”.
El repartidor de periódicos: Pues la mayoría de los juegos de mesa son chinos, ¿o no?
El cliente: Sí, los complicados como el Risk o el Monopoly son todos chinos. O japoneses.
El repartidor de periódicos: Hombre, ya ves tú lo complicado que es el Monopoly.
El cliente: Bueno, ya, pero más que el parchís, sí.
El repartidor de periódicos: No creas, el parchís tiene su cosa.
El cliente: Bueno, pues más complicado que la oca sí es, ¿o también la oca tiene su cosa?
El repartidor de periódicos: No, la oca no. ¿Tú sabes dónde se inventó la oca?
El cliente: No sé, en España, supongo.
El repartidor de periódicos: No creo, aquí decimos pato, no decimos oca. Si lo hubiésemos inventado nosotros, se habría llamado el juego del pato.
El cliente: Ya, ¿y qué dirías, de pato a pato y tiro porque me toca?
El repartidor, miró fijamente al cliente y dijo: Es verdad; no rima. Después, se volvió hacia Carlos y le preguntó: ¿Tú sabes dónde se inventó el juego de la oca?
Carlos dijo que no, que no lo sabía, y recordó la vez que le había dicho a su padre que se le estaba cayendo el pelo, lo que su padre le había respondido: Eso te preocupa hasta que te pasa. Luego, te jodes. Encendió las luces y les dijo a todos que se fueran de una vez, sonriendo, como si estuviera bromeando.
Unos diez minutos más tarde comprobó mediante seis tirones exactos que había cerrado la puerta y se fue calle arriba. Antes de subirse a la furgoneta, llamó a Ruth: Llego ahora. Un beso. Aparcó. Ladeó la cabeza a un lado y al otro con violencia, hasta que su cuello crujió. En la calle tan sólo se oía el zumbido de las farolas. Se fijó en aquella luz que caía sobre la nieve de las aceras. Se asustó al apartar la vista de la luz y ver la carretera desierta. Las marcas de los neumáticos no le hicieron pensar en nada pero sí sentir algo, profundo y lento, que había sentido antes, no recordaba cuándo. Vio las manos húmedas y todavía negras de su padre al volver del baño y luego las de su madre, rojas y blancas, extendiendo el mono azul de trabajo recién lavado sobre la cocina de carbón. Se fijó una vez más en la carretera. Pronto amanecería y la luz de las farolas, a pesar de seguir siendo la misma, se iría debilitando, adquiriendo un tono extraño y cambiante hasta que con un temblor, seco, se apagase. En cuanto metió la llave en la cerradura del portal, se dio la vuelta y vio su propio rastro en la acera, la larga hilera de huellas. Entró, dejó la mochila en la mesa de la cocina y despertó a Ruth, que dormía en el sofá. Le pidió que fuese con él, que le acompañase.
¿Ahora?, ¿a dónde?
Ven. Un momento, sólo un momento. Por favor.
En silencio empezaron a caminar por la calle nevada y desierta. Antes de doblar la esquina, Carlos le preguntó a Ruth si tenía frío y ella, aunque le dijo que no, elevó ligeramente los hombros y pegó los brazos al cuerpo. Carlos se quitó su parka y se la puso por encima, cubriéndola y entonces, sin detenerse, se volvió y contempló el rastro que crecía en dirección contraria al anterior, las huellas que de alguna manera les seguían, aquellos dos pies que flanqueaban los suyos. Carlos y Ruth.
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Se había propuesto recuperar la alegría, pero ¿alguna vez la había llegado a tener? De ser así, ¿en qué momento y por qué razón la había perdido? Si nunca había llegado a tenerla, ¿qué le hacía creer que el hecho de encontrarla le permitiría salir adelante, que evitaría que cualquier instante en el que se encontrara consciente (desde un punto de vista físico y desde el que quiera que sea el otro) fuera vivido por él como un suplicio?
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Obligación: elevar lo corriente a la categoría de común.
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Si el tiempo es un martillo, qué seremos nosotros, el clavo o la pared.
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“Ahora estoy bien.” Accattone. Pier Paolo Pasolini. Título.
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Vuelvo a dar un salto hacia atrás desde el borde de la piscina del hotel de Túnez donde fuimos de vacaciones hace tanto ya y doy luego otro y a cada salto la felicidad consiguiente, no simultánea ni reemplazada por el vértigo o cualquier manifestación de la intensidad, sino inmediatamente posterior a haber saltado, una felicidad que se debía a la consciencia de haber tenido el deseo de hacer algo y haberlo hecho, aunque no supiera cómo, ni antes de decidirme a intentarlo, ni luego mientras lo hacía, ni ahora, tanto tiempo después, al recordarlo, aquí estoy, y tú no. La casa Rohmer. Carlos.
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Lo que cualquiera que se dedique a la música, a la escritura, al cine o demás disciplinas en las que el talento es el camino único hacia algo pero no más que un camino, espera que alguien diga al referirse a él no es que es bueno, sino que es otra cosa.
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sólo si una madre grita el dolor es real
pero eso que sólo es real ahora
se vuelve además lo único
cuando la madre le pide a su hijo que rece
menos.
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Chus Fernández es escritor