Creía que se habían puesto ya en marcha y sólo era el autocar de al lado, que retrocedía.
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Quien ama la intensidad apuntala el límite.
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No preferiría estar haciendo cualquier otra cosa pero podría estar haciendo cualquier otra cosa y no echaría de menos estar haciendo esto: seguir aquí, sentado en una de las neveras con la vista puesta en el escenario mientras el público corea una canción de toda la vida.
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Cuando leía y era feliz muchas veces durante un instante, cuando escribía y nunca era feliz pero sentía que avanzaba decidido y sin oposición hacia algún sitio en el que lo sería para siempre.
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El punto de vista, los personajes, la estructura, quién podría haberse imaginado que todo se acabaría reduciendo a una simple cuestión de energía, que sería ese y no otro el final, que la voz necesita lo que no es capaz de exigir: algo físico en lo que encarnarse.
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No sé si es de ingenuos o de afortunados creer que aquello que hacemos nos debe dar un sentido en lugar de pensar que somos nosotros quienes debemos darles continuamente un sentido a lo que hacemos.
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El escritor caminaba por el rastro sin prisa y sin interés cuando alguien alzó el brazo tras él. Tuvo miedo. ¿Cómo supo que era miedo lo que acababa de sentir? Se descubrió de pronto dispuesto a golpear. Así fue como lo supo.
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Centro de adiestramiento de perros de Getafe. Escenario para El centro y la llanura.
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La ternura inmediata que despierta en él cualquiera que vaya por ahí con su perro en el regazo.
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Que frágil tiene que ser su engranaje para que ante la imagen de una fragua exista para él sólo un hierro contra un hierro y no la materia candente en tránsito hacia la forma nueva.
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“Creo que Rohmer lo dijo una vez: El genio de Rossellini es su falta de imaginación.” François Truffaut.
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El error no fue habernos creído en algún momento en lo cierto sino no habernos imaginado jamás que pudiéramos estar equivocados. Quizá sea eso la soberbia: una ignorancia que se ignora a sí misma.
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Cómo puede estar ya tan cerca del final si ni siquiera cree haber comenzado.
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Apiadémonos del primero en bajar del autocar al llegar al área de descanso donde harán una pausa y apiadémonos aun más del que sólo baja cuando todos se han ido.
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En la cama y con el edredón cubriéndole la barbilla, las cosas le parecían a Carlos muy distintas de como se veían a la luz del día. Todo, incluso lo más cercano, se había vuelto amenazador. Sólo una parte de la pared estaba iluminada y los objetos se proyectaban sobre ella adoptando formas alargadas más allá de la razón, indomables, inauditas. Carlos evitaba los extremos de la cama. Cruzaba las manos sobre su pecho, pero luego recordaba que así era como las tenían los muertos de las películas y entonces las sacaba por fuera de las sábanas y extendía los brazos. Pero los extendía siempre lejos de los extremos: aquellas orillas tan raras que, si bien bordeaban un peligro semejante, eran lo opuesto a un abismo. Y así permanecía hasta que la amenaza se le olvidaba y volvía a cruzarlos y volvía a acordarse y volvía a sacarlos y se volvía a asustar. Miró el techo. Se puso muy triste al ver la bombilla apagada. La tristeza que sentía al mirarla no se parecía en nada a ninguna clase de tristeza que hubiera sentido hasta entonces. Y sin embargo no era otra. Era distinta. Pero no otra. Tenía miedo. Se asustó más todavía en cuanto empezó a oír aquellos ruidos. Primero en el columpio. Luego en la entrada. Y después en el columpio otra vez. Había pasado la mayor parte de su vida en aquel columpio, hacia atrás y hacia delante, impulsado por los suyos al principio y al final ya por sí solo, no había día que no volviese a casa con las palmas de sus manos sucias por el roce de las cadenas. A no ser que lloviese. Podía reconocer sin dificultad el chirrido del columpio cuando alguien se balanceaba en él. Aunque aquella noche los chirridos le parecieron más fuertes, más agudos, más profundos que nunca, como si algo se estuviera abriendo paso a través de algo, como si aquellos chirridos fueran el sonido de alguna clase de desgarro. Pasaron varios minutos entre unos ruidos y otros, no sabría decir cuántos, pero fueron unos minutos muy largos, sin principio ni fin, como si en realidad fueran un único minuto. Un minuto que no terminaba. O que no dejaba de comenzar. Muerto de miedo, Carlos se preguntaba si los ruidos del columpio los habría hecho el mismo (fuese quién fuese, fuesen cuántos fuesen o incluso fuesen lo que fuesen) que hacía los ruidos de la entrada. No suenan los pasos sobre la nieve. Y si suenan, no se oyen estando tan lejos. Eso lo supo luego, con los años. Pero entonces le resultaba más sencillo imaginarse extrañas criaturas capaces de saltar del columpio a la entrada y de la entrada al columpio. Extrañas criaturas que no tenían nada mejor que hacer un sábado de octubre, de madrugada, a cuatro grados bajo cero: la temperatura que en el telediario de la noche anterior habían dado para los próximos días. Quién sería y qué querría de ellos, qué debería hacer él y, sobre todo, qué sería capaz de hacer. Comenzó a repasar mentalmente los pocos objetos que tenían de valor y que podrían interesarles a los ladrones: los trofeos, la hucha, la bici grande, el balón tricolor, los prismáticos, la tele, el vídeo, la cadena de música, su guitarra, su cuaderno de escribir, los pendientes de mamá que sólo se ponía cuando le dejaban en casa de los abuelos y que ya nunca se ponía aunque le siguiese dejando allí a dormir de vez en cuando. Qué podría querer el ladrón, si es que era un ladrón y si era sólo uno. Cómo podría moverse en silencio del columpio a la puerta y de la puerta al columpio, ¿por qué no se iba de su jardín?
Salió de su habitación y fue corriendo a la de sus padres. Al pasar por el salón pudo ver el abrigo del novio de su madre colgado del respaldo de una silla. Empezó a golpear en su puerta. Asustado. Y muy enfadado. Acababa de comprender que si aquello hubiese pasado cuando su padre todavía estaba en casa, su madre no le habría dicho que nunca se le ocurriese entrar en su habitación sin llamar primero y él no estaría aporreando aquella puerta pidiendo que le abriesen.
Respecto al novio de su madre, Carlos no tenía opinión alguna. Pero sí una sensación, amarga, que se manifestaba de las maneras más sorprendentes. Desde su aparición, las cosas para Carlos habían dejado de tener relación consigo mismas, es una forma de decirlo. Su madre repetía que no sabía cuánto tiempo estarían juntos, pero que sí sabía cuánto tiempo estaría sola si aquello tampoco terminaba saliendo bien. Se lo dijo por teléfono a alguien, seguramente a su tía. Cuando su madre hablaba de su nuevo novio, se giraba y le daba la espalda a Carlos y empezaba a hablar un poco más bajo hasta que se ponía a hablar de algo distinto y entonces volvía a hablar normal, como antes. Cuando hablaba de su padre, el de Carlos, no se giraba y no sólo no bajaba la voz sino que a veces incluso hablaba más alto, cerraba el puño o empezaba a enrollarse los dedos con el cable del teléfono, hasta que lo soltaba. También arrastraba una y otra vez por el suelo la puntera de su zapatilla, como si intentase apagar algo, o alejar algo de ella. Cuando la llamaba su novio, le decía que esperase un momento antes de colgar y después hablaba con él desde su habitación. Cerraba la puerta y Carlos ya no podía escucharla, o al menos no como antes, sin nada que se interpusiera entre él y la voz de su madre. Salió de la habitación el novio, el nuevo, a ver qué pasaba. Carlos le dijo que quería hablar con ella y él se quedó mirándole. Parecía no saber quién era, qué hacía allí y qué le estaba diciendo. Asintió, se volvió y entró en la habitación. Unos segundos más tarde la cabeza de la madre asomaba tras la puerta. Le preguntó a Carlos qué pasaba y él, aunque tardó en responderle, le habló de los ruidos, de alguien, y del miedo, suyo. La madre, sin salir de su habitación y asomada aún tras la puerta, le dijo: Los ruidos están en tu cabeza. Y para que sean ruidos tienen que estar en tus oídos. Si no, no son ruidos, son pesadillas. Carlos volvió a su habitación. Pero esta vez sin correr. Deslizándose contra la pared del pasillo. Sin mirar atrás, pero tampoco al frente. Pendiente del suelo, simplemente del suelo, del espacio que iban ocupando sus pies. Estaba descalzo, pero su madre no se había dado cuenta. Se metió en la cama. Contempló las sombras en la pared, la lámpara apagada, pegó los brazos a su cuerpo y cerró los ojos.
Volvió a llamar a la puerta de su madre. Esta vez fue ella la que salió de la habitación. Se abrochó la bata y se pasó la mano por el pelo y le dijo: Muy bien, hay algo en el jardín, o alguien, pues vamos a ver quién es, y le decimos que pase, que hace mucho frío ahí fuera. Carlos le dijo que no quería ir, que tenía miedo. Ella se volvió hacia la habitación y, subiendo la voz, dijo: O mejor vais vosotros. Así me defendéis. Acompáñale, le dijo a su novio pero su novio tampoco quería ir. Carlos se preguntó si también tendría miedo al oír su negativa, sus protestas. Era más grande que él, por supuesto, porque era mucho más viejo, pero no le parecía muy fuerte, no más que su padre. Sin darse cuenta, Carlos empezó a retroceder, diciendo: No. Yo no. Yo no. Y su madre, ya desde su habitación, le dijo: Tú sí. Fuiste tú quien oyó esos ruidos, y es a ti a quien le preocupan. Así ves por ti mismo que no hay nadie. Ni nadie ni nada.
Una valla rodeaba su jardín. Una valla muy baja. Era la única casa con jardín de toda la zona. Parecía un parque dentro del barrio. Un parque sólo para ellos, al otro lado de la puerta. En la parte de arriba estaba el tendal; en la de abajo el árbol, inclinado, con el tronco retorcido. Un poco más allá, el columpio. Su padre y su madre se descalzaban antes de entrar en casa y se ponían las zapatillas una vez dentro. De modo que recorrían descalzos el medio metro escaso que separaba la puerta del mueble de los zapatos. A veces le obligaban a descalzarse, pero no siempre. En verano el suelo estaba frío y en invierno, caliente. Se obligaba a recordarse eso tantas veces como pudiera, a cualquier hora, estuviese donde estuviese, a no ser que estuviese en casa. La noche que Carlos y el novio de su madre salieron al jardín todavía estaban junto a la puerta las botas de su padre. Unas botas de cordones. Negras. Que se ponía para trabajar, para ir a la montaña o para ir a comprar el periódico. En verano iban a la montaña. Sólo en verano. A su madre le gustaba mucho la montaña pero no tanto como a su padre, suponía Carlos, pues era él quien preparaba los bocadillos que metía luego en la mochila negra con la que durante todo el día cargaría. A Carlos no le gustaban aquellas excursiones. Había que caminar mucho y después, si tenías suerte y no te perdías, debías volver por donde habías ido. A veces tenían que avanzar de uno en uno, pegados a la montaña, igual que haría después al volver a su habitación aquella noche. Prácticamente igual. Pero no igual, cayó en la cuenta al recodarlo todo muchos años después: en la montaña, cuando se pegaban a la pared, se cogían de la mano. Su madre le dijo que se pusiera el anorak. Y luego le dijo que se pusiera las botas de agua. Carlos rezó porque su hermano, que dormía en su cuna en la habitación de sus padres, despertara y empezase a llorar.
Pero eso no sucedió. El novio de su madre iba delante. Se quedaron en la entrada, mirando a su alrededor. Carlos buscó el columpio con la vista y no pudo verlo. La luz no llegaba hasta allí. Unos metros más allá estaba el árbol que habían plantado sus padres cuando se mudaron. Lo plantaron en esa zona del jardín porque les habían dicho que de esa manera, en invierno, como no tendría ya muchas hojas, dejaría pasar el sol y les daría sombra durante el verano, cuando ya le hubiesen vuelto a salir. También les dijeron que procurasen plantarlo en un sitio definitivo, que ese tipo de árboles sufrían mucho al ser trasplantados. Le tenían mucho miedo al viento. Lo podaron solamente una vez. Un sábado, al final del verano. Su madre empezó a hacerlo por la mañana y su padre terminó por la tarde. Pero ya no lo volvieron a podar. Así celebraron su tercer aniversario y la compra de su primera casa: con unas semillas, un poco de tierra y unas cervezas que habían traído esa misma tarde del Hipercor. Compraban a menudo allí porque no tenían que pagar hasta el último día del mes siguiente. Carlos había escuchado muchas veces aquella historia, la del árbol y las semillas y las cervezas. Al principio la contaban juntos, más que a la vez entre los dos. O se la contaban ellos mismos, el uno al otro. Luego no. El columpio lo puso su padre cuando Carlos nació. Era un columpio pequeño, rojo. Con un solo asiento. Unas veces su padre columpiaba a su madre y otras era ella quien le columpiaba. Pero casi siempre le columpiaban a él. A menudo su madre todavía se columpiaba sola, o empujaba distraídamente el columpio vacío.
Carlos sabía que estaban allí, pero no podía verlos. Ni el columpio, ni el árbol. El novio de su madre miraba a un lado y a otro, sin demasiado interés, con un fastidio evidente y expresado mediante continuos resoplidos y movimientos de su cabeza. No se veía a nadie. No se oía nada. La verdad es que no habían caminado mucho. Su exploración se había limitado a encender la luz de la entrada y mirar a su alrededor. Ya estaban dando la vuelta para volver a entrar, cuando las vio. Recientes. Tenían que ser suyas. Parecían marcar una ruta. Una ruta muy clara a pesar de la oscuridad. Una ruta que ninguno de ellos dos había seguido. Del columpio al árbol. Del árbol a la puerta. De la puerta al columpio. Carlos no dijo nada. Ni miró atrás antes de entrar en casa. No lo hizo. Tenía muchísimas ganas de hacerlo, pero no lo hizo. Su madre estaba sentada en la cocina, tomando un café. Cuando le preguntó, Carlos le dijo que no había nadie. Ella, mirando a su novio, dijo: ¿Nadie? Y su novio, negando con la cabeza, dijo: Nadie.
Ya no parecía enfadada. Estaba normal, como siempre, o esa fue la impresión que tuvo Carlos. No le riñó. Le dijo que fuese a acostarse. Que era tarde. Muy tarde. Se durmió enseguida. Fue echarse y quedarse dormido.
El sábado siguiente su padre le pasó a buscar. Mientras arrancaba, dijo: A la montaña. Pero, papá, dijo Carlos, es invierno. Nunca vamos a la montaña en invierno.
El verano está muy lejos, dijo su padre, falta mucho para el verano. ¿Por qué no vamos a ir ahora si ahora es que cuando queremos ir? Ya está bien de esperar. A lo mejor el próximo sábado no vengo solo, a lo mejor vengo con una amiga, camarera. Tiene dos hijos, uno de tu edad y otro más pequeño.
¿Cómo se llama?
Verónica.
¿Es guapa?
Mucho.
¿Más que mamá?
No.
¿Desde cuándo sois amigos?
Desde el domingo pasado.
Pero eso es muy poco. Cuando empecé al colegio, me dijisteis que ya iría haciendo amigos, que la gente tenía que conocerse para ser amigos, que llevaba su tiempo.
Ya nos conocíamos, Vero trabajaba en un bar enfrente de la nave. Me daba de comer. Estos últimos meses estuvimos un poco enfadados. Pero ya nos hemos vuelto a amigar.
O sea, que ya erais amigos.
Sí, pero ahora más.
¿Y por qué os enfadasteis?
Había una cosa. Pero ya no la hay, ya no está. Después de decir esto, se quedó callado durante unos segundos. Y luego dijo: Pero qué más dará eso ahora. Lo que importa es que volvemos a ser amigos. ¿Cómo estás tú, Carlos, estás bien?
Carlos no respondió. Y su padre no volvió a preguntárselo. De hecho, no hablaron durante el resto del viaje. Al bajar del coche, Carlos pensó que la nieve olía como sólo huele la nieve, que aquel olor le llenaba. Su padre sacó del maletero una mochila nueva, verde, que nunca le había visto, cerró el coche con la mano libre y después, posando esa misma mano en el hombro de su hijo y mirando hacia arriba, le dijo: Venga, vamos.
¿A dónde?
No sé, allí, dijo él, mostrándole un área de descanso que se veía a lo lejos. Y luego, mientras se esforzaba en señalar algún lugar que se encontraba un poco más allá, añadió: Cuando nos cansemos, paramos. Y cuando esté oscuro, volvemos.
Carlos y sus padres.
*
Caminar, al principio, no es más que caminar. El paso exige un tiempo para que uno vaya deshaciéndose de algo a la vez que le va haciendo sitio a algo, distinto, a la pura posibilidad de otra cosa. Sólo entonces será el momento de fluir sin más objetivo que seguir fluyendo, el ritmo es eso, y no hay ya más objetivo que el ritmo.
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La obra por hacer aspirará a representar aquello que alberga su cabeza. ¿Lo que piensa? No, la forma de su pensamiento.
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la noche se cierra y eso es envejecer
ya por siempre en el centro de un destello antiguo
se disuelve en el dolor nuestro nombre
así caemos
consumidos en el fuego que se consume
concentrados en la verdadera comunión
en esa crudeza que un día se creyó hondura
también un anillo empieza en algún punto
bajo la nieve todos los árboles parecen vencidos
Menos.
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Y fue un correr, dijo la vieja en la cola del Alsa.
La responsabilidad de la descripción, de la oportunidad de crear algo que ya existía sin nosotros.
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Ruido es cualquier cosa cuyo cese conlleve el alivio de otro.
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Esa es la belleza de la ficción, de cualquier forma de la apariencia: cuanto más exacta, menos verdadera.
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El momento en el que bajo el agua de la ducha dices: Qué bien.
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El deterioro consistió en dejar a un lado todo esfuerzo inútil. O tal vez el inútil fue el escritor, que ya nada pudo ser sin el ímpetu de siempre. No puedo con esa carga, se dijo camino de casa al imaginarse a sí mismo leyendo, con ese esfuerzo, añadió inmediatamente después. Me queda tan poco, se dijo luego, ya escribiendo. Su cabeza le suplicaba una cosa y él le exigía la contraria, le vino a decir a su madre, por teléfono, los destellos son cada vez más infrecuentes y menos intensos. Como si supiera lo que le esperaba y refiriéndose también al aburrimiento inmediato que le alcanzaba como un calambre cada vez que intentaba leer, la noche anterior le había dicho más o menos a Marta: Es como si tuviera sed y me dieran un zapato, llevo casi media vida diciendo que esto se acaba, a lo mejor tengo que empezar a decir que esto se acabó, escribir sobre eso. Pero estaba equivocado. Si de algo debería hablar en este momento es de lo que siente, que esto se ha acabado, y que no sabe cómo vivir ahora, sin ello.
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Más allá, siempre más allá, sobre todo cuando intuyas que más allá no hay nada.
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Chus Fernández es escritor