“Escribir sobre escribir es tan absurdo ahora como antes. No hacerlo sería una manera de reconocer que algo por fin se ha terminado.»
Ray Loriga
La nube era una montaña más entre las montañas y la nieve exclusiva y ya antigua serpenteaba inmóvil ladera abajo como un río raro de otro mundo, una realidad regida por leyes alteradas.
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Insoportablemente solo cuando no está pensando en algo acaba de caer en la espiral perfecta: comprende que la única imposición verdadera es el dolor y le asombra que algo sea lo que él mismo genera, su propia causa y consecuencia.
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“Yo cojo el camino / me voy sin maleta / las flores del campo / no quieren maceta.” Kiko Veneno.
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El padre se apoya contra la marquesina. Cierra los ojos. En cuanto los abre ve a Teresa en uno de los asientos. La saluda y ella le devuelve el saludo. La semana pasada sonó el teléfono, Teresa quería hablar con su hermana. Después de colgar y con la mirada fija en la pared su mujer le dijo: Está embarazada.
Dale la enhorabuena de mi parte.
No sé, me pidió que no se lo dijese a nadie, que ya os lo contaría ella, más adelante.
Pues entonces no se la des.
El padre: ¿Qué tal?
Teresa: Bien. Mira al suelo, coge el bolso que hasta ahora estaba en el asiento de al lado y lo deja sobre su regazo. Él interpreta su gesto como una invitación, se sienta junto a ella y le dice: ¿Todo bien?
Todo bien. ¿Y vosotros?
También. Mira al frente: un coche blanco aparca en doble fila. Una rubia baja con una carpeta en la mano. Cruza la carretera corriendo.
¿Sigues en la joyería?
Teresa niega con la cabeza.
¿No?
Lo dejé en septiembre.
No lo sabía.
Eché una solicitud y me cogieron, como el padre de Víctor trabaja allí.
¿Y qué haces?
Estoy dentro, en una cinta transportadora, controlando que los cestos no bajen demasiado llenos, que vaya todo como tiene que ir.
¿Mucho trabajo?
Sí, trabajo hay siempre. Haces lo que puedes. Esta semana no fue mucho.
El padre asiente. El semáforo sigue en rojo. La rubia que había cruzado la carretera instantes atrás, la cruza en dirección contraria. Sin dejar de correr. Enciende el motor.
Él: ¿Qué estás, a turnos?
Teresa: Sí, pero yo estoy bien por las tardes y mi compañera está bien por las mañanas. Nos vamos arreglando.
Él no dice nada. Estira los dedos de sus manos y los recoge y siente una satisfacción en cuanto escucha el estallido de sus nudillos que al momento le parece absurda.
Teresa: Ahora voy al ortodoncista, porque se me movió la corrección. Si ves que hablo mal, es por eso, porque se me mueve el corrector.
Me da mucho miedo el dentista. Sácame sangre, corta por todos lados, haz lo que quieras conmigo, pero no me toques la boca. La boca no. No puedo. No lo llevo. A los quince me sacaron una muela sana. Me habían nacido dos en el espacio de una y me la arrancaron.
Eso debió de ser porque no te había caído todavía la de leche.
No sé lo que fue, pero nunca me hicieron tanto daño. Ni antes ni después. Al decir esto, la mira, sonríe, se encoge de hombros y añade: Bueno, ya sabes lo que quiero decir.
Teresa, desvía la vista: Yo voy al ortodoncista. Al dentista tengo que ir la semana que viene. Ya me hicieron de todo: endodoncias, empastes…de todo. Dos muelas me sacaron. Me puse corrector porque tenía los dientes muy juntos. Y porque no me gustaban.
Yo no creo que me lo pusiese. Tengo las paletas muy separadas y los colmillos muy pequeños, pero a estas alturas no voy a intentar cambiarlos. A mí también me hicieron una endodoncia, pero debieron de hacérmela mal, porque, a veces, al masticar, me duele. Y se supone que no me tendría que doler.
Sí, a mí me hicieron una y se rompió y tuvieron que quitarme la raíz.
Lo del aparato, ahora, no es como antes.
Yo sufrí muchísimo. Y más por el hambre que pasaba que por el daño que me hacía. El primer mes adelgacé tres o cuatro kilos. Antes de ponerme el corrector, me ponía unos cuantos empastes al año. Interdentales. Estaban tan juntos que no podía limpiarlos bien.
¿Cuánto cuesta ahora un empaste?
Unas siete mil. Es eso, más que el dolor, es eso, el precio.
Llega el autobús, se levantan todos y se mezclan con los que estaban ya de pie. El padre se fija en toda esa gente y piensa que así, a primera vista, no podría saber quiénes bajan y quiénes suben. Teresa le dice algo que no consiguió entender y él permanece callado, confiando en que no le haya hecho ninguna pregunta. Paga los billetes. Busca un asiento para los dos, o al menos para ella. No lo encuentra. Se conforma con un hueco ante la ventana. Suavemente se deja caer de espaldas contra el cristal mientras Teresa se agarra a una de esas manillas que a él siempre le hicieron pensar en los estribos de los caballos. Ella dice: Odio ir de pie.
El padre echa un vistazo rápido y comprueba que sigue sin haber ningún asiento libre. Mira por la ventana: el autobús se refleja en la cristalera de un banco y él intenta reconocerse entre las sombras sin conseguirlo, una rubia cruza la calle y él, pese a saber que no es la misma rubia de antes necesita, que lo sea; un niño suelta la mano de su padre y luego la vuelve a coger; un repartidor de pizzas acelera su moto en el momento en que él al ver ondear una bandera en la fachada de un hotel piensa que esa bandera acaba de dar la salida. Están ya en la segunda mitad de enero y continúan en lo alto las luces navideñas, el sol se reparte a la vez que se multiplica en el escaparate de una floristería, en una zapatería anuncian liquidación total por cierre.
Teresa: ¿Y tú qué tal?
Viajo. En cuanto ve la expresión de su cuñada, el padre comprende que esta quiere oír más, conocer algún detalle, que lo que le ha dicho no le basta porque ya lo sabe. Se alegra de que el tema del dentista haya quedado atrás y se alegra aún más de que Teresa, durante toda la conversación, no haya abierto exageradamente la boca para enseñarle la huella negra de algún empaste o mostrarle los avances de su corrector.
Teresa: Yo ahora quiero volver a estudiar. Tengo F. P. 2.: Técnico Informático. Y voy a ver si entro en algo. Quería hacer enfermería, pero en Comisiones me dijeron que, teniendo lo que tengo, mejor tiraba por Informática, que así podría acceder a otro puesto en la empresa.
Yo de ordenadores ni idea.
Ni yo, pero no sé, tengo tantas ganas que me da igual lo que sea. Si dejé la joyería fue para estudiar. No sabía que aquí había un área de programación, pensé que lo tenían contratado. Además, tampoco voy a coger muchas. Tres al año. Más o menos. Son trimestrales o cuatrimestrales, no sé. Iré de vez en cuando, para conocer a alguien que me deje los apuntes. Después de decir esto, se suelta y se cuelga de la otra mano.
Hay que tener mucha fuerza de voluntad para presentarte a dos o tres cada año si te paras a pensar en lo que te falta todavía.
Ya, Víctor siempre me dice que lo que me pasa es que no soy nada constante. Cuando dejé la joyería le dije que quería estudiar y él me dijo que mejor hiciese un módulo, que una carrera era mucho tiempo y mucho dinero, mucho sacrificio. Pero yo no puedo ir a clase seis horas diarias. Se lo dije. Y le dije que por qué no se matriculaba en algo que le gustase. Es que estoy tan ilusionada que animo a todo el mundo.
Él sonríe.
Ella sonríe también. Y luego dice: No debo ser consciente de la edad que tengo. Todo el mundo me está siempre diciendo: ¿Los críos para cuándo? Pero yo no tengo prisa. No pienso en ellos. Esas cosas las coges cuando vienen. No puedes ir a buscarlas. Hay que elegir: o los hijos o lo otro. En eso, soy muy egoísta. Hombre, si veo que cumplo cuarenta y no la acabé, pues no sé, a lo mejor me viene el instinto maternal de repente, aunque para entonces ya…hoy oí a la vecina riñendo con su hijo, que tiene catorce o quince años. Ella le decía: Ya la semana pasada no fuiste. Es el tercer viernes que no vas a clase. Y yo pensaba: Yo se lo diría de otra manera, pero luego me decía: Es que son tres viernes ya. Ríe.
El padre asiente. Después, Teresa dice algo más, pero él ha dejado ya de escucharla porque el autobús se está acercando a su parada y siempre se pone muy nervioso al tener que apretar el botón y abrirse paso entre la gente. Sonríe de nuevo y le dice: Bueno, yo me bajo aquí.
Teresa: Vale, hasta luego, dile que ya la llamo.
Los padres de Carlos.
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El humor es el error que celebramos, el accidente bendecido con nuestra risa.
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Contemplaba desde el Alsa los campos que al momento iba dejando atrás cuando la inesperada aparición de un coche negro fue vivida por él como una incongruencia, es decir, como una intromisión elevada a la totalidad de su potencial.
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Es como el viento, pasa de largo. Oído en el bar.
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Antes que incorporar lo ajeno fortalecer lo propio. Una de las innumerables razones para seguir leyendo a Clarice Lispector.
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El escritor se siente hoy como un personaje de una película animada en la que las cosas hablan y sufren y se alegran cuando alguien vuelve de muy lejos. En su película es una de esas aspiradoras pequeñas, no más grandes que un disco pero sí más gruesas, que van dando vueltas de un lado para otro, rebotando; un robot diminuto con su buen par de ojos que, cada vez que da contra algo que le impide ir más allá, una pared, el sofá o la lavadora, vuelve por donde vino, diciéndose: Bueno, por lo menos sigo en movimiento.
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Ojalá: principio y final de toda historia.
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Lee, rechaza a los que escriben para compartir lo que saben. Él siempre creyó que uno escribe para repartir con los demás la insoportable carga que supone todo lo que se ignora. O no se comprende: la más dolorosa forma de ignorar pues nos coloca a los pies de aquello cuyo significado se nos escapa.
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Marta dice: Para, para, que quiero ver las plantas.
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Chus Fernández es escritor