Fotograma de la película "El soldadito" de Jean-Luc Godard

Cuando se sienta a escribir después de unos días sin haberlo hecho siente que vuelve a integrar en sí mismo algo que, pese a no ser el mundo, lo representa. Su trabajo consiste, a partir de entonces, en hacerse un hueco en la apariencia.
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Le alegró el diagnóstico porque gracias a él la enfermedad era al fin algo sobre lo que actuar y no sólo algo que padecer.
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La carencia de la que tan consciente es ante cada nuevo trabajo se convierte en su fuerza cuando la voz halla el molde al que se debe.
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La madre estaba en la cocina, los brazos cruzados y los codos sobre la mesa, la gabardina abrochada.
El padre: ¿Qué pasa?
La madre se levantó cogió el vaso, lo llenó de agua y lo metió en el microondas. Dijo: Voy a tener un hijo.
El padre, después de observar durante unos segundos cómo giraba el vaso en aquella luz amarilla, apartó la vista y, mientras el zumbido del microondas ocupaba toda la cocina, levantó la mano por encima de su cabeza y dijo: Va a ser así de grande.
Y luego la abrazó.
Ella, dejándose abrazar, hundió su barbilla en el hombro de él y dijo: ¿Qué voy a hacer?
Él la apretó con fuerza.
Ella: Todavía no. Todavía no.
Él se apartó para poder verle la cara y para que ella le pudiese ver la suya.
Ella: Tienes que estar siempre.
Sonó el timbre del microondas: la luz amarilla se apagó y el vaso dejó de girar.
Él: Claro, sonriendo mientras le acariciaba la cara.
Hay que comprar una cuna. Cómprala tú, por favor. Yo no puedo. Son jaulas. Son jaulas pequeñas.
¿Cuándo te hiciste la prueba?
Lo sé. Estas cosas se saben.
Él sacó algo de la nevera y lo puso encima de la mesa. Le tendió una loncha de queso pero ella lo rechazó.
Él: Vuelvo ahora.
Caminó por las calles vacías, la luz de las farolas caía sobre la acera, las hojas volaban y rodaban alrededor de los bancos de piedra y el suelo crujía bajo sus pasos. Vio, apagada, la cruz verde de la farmacia; pegado en el cristal, el papel en el que se podía leer cuáles estaban esa noche de guardia. Decidió ir andando. Se detuvo frente a un cajero. No sabía cuánto le haría falta. Sacó de más por si acaso. Al volverse vio, en un coche negro, a un tipo durmiendo: un brazo contra la ventanilla y el otro contra el volante, la cabeza caía y luego volvía a subir, rebotaba. Se preguntó cuánto tiempo llevaría esperando y a quién esperaría. Por qué había ido a parar allí, al coche, si es que en realidad no estaba esperando. Pasó junto a unos sacos con ladrillos y no supo si se trataban de los ladrillos con los que alguien construiría una casa al día siguiente o los restos de alguna casa que acababa de derrumbarse, tres contenedores de tres colores diferentes, una bolsa negra enorme apoyada contra una marquesina, una chica con mallas blancas que corría sin moverse del sitio mientras esperaba a que cambiase el semáforo y, en una mueblería, un salón y en el salón, una mesa y sobre la mesa, una lámpara encendida, el respaldo de cuatro sillas y una vajilla detrás de un cristal, dos extraños jarrones o, quizá, dos extraños floreros, una estantería vacía, un caballo de madera, la funda de una almohada y un edredón cuyo dibujo eran las piedras lisas de una playa. Un gato saltó y se metió entre las rejas que rodeaban una casa y él, en cuanto lo vio, se detuvo. Hizo un guante del puño de su jersey y, después de estirar el brazo, arrancó una de las rosas que asomaban a través de las rejas. Se preguntó quiénes vivirían allí, quiénes mirarían cada día las flores sabiendo que nacían por ellos y para ellos. Siguió caminando. Una parte de la acera estaba reservada para una mudanza: la cinta rojiblanca unía tres árboles delgados y temblaba bajo las farolas. Vio la cruz verde, parpadeante, reflejada en la ventanilla de un coche. Llamó al timbre. La chica que apareció detrás de la verja le miró a la cara, luego se fijó en la mano en la que llevaba la rosa y después le miró otra vez a la cara.
El padre le dio las buenas noches y le pidió lo que había ido a buscar.
Tenemos varios.
Uno, no sé.
La chica, sacando un par de cajas de un cajón y enseñándoselas al padre: Tenemos este que es el que más se vende y este que es igual, pero más barato. Sólo cambia la marca.
El que más se vende.
A continuación metió la mano por uno de los huecos de la verja y pagó. La chica, metiendo su mano por el mismo hueco por el que el padre acababa de meter la suya, cogió el dinero y después le dio la caja, envuelta en papel blanco.
El padre entró en casa y al ver el pasillo iluminado supo que su mujer seguía en la cocina. Dejó la rosa sobre la mesa y luego, después de dejar la caja a su lado, dijo: Toma. Hay que estar seguros.
Los padres de Carlos.
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Más fiel a la batalla que a ninguna clase de bando ruega que su vida vuelva a encarnarse en una causa. Pero no hay causa si no lleva su nombre y su nombre, que ya no designa a nadie, tampoco sirve para hacer referencia al agua ni a la piedra. A qué precio tan alto aprendió que un enlace es siempre una combinación, que se expande lo que desconoce o no se conforma. Extremadas por igual la dificultad y la decepción, progresa en su contra la inercia pero nunca es tarde para huir de los espejos y su retórica.
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Lo único que exigía Carlos es que fueran coherentes. La coherencia para él no consistía en hacer siempre lo mismo, sino por la misma razón. Eso es lo que les pedía Carlos a los demás miembros de la banda. Que todos, incluido él, fuesen coherentes. Y no lo habían sido. ¿Cómo puede sentirse quien no pide más que una cosa y esa cosa es la única que no puede ofrecer? La casa Rohmer. Carlos.
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Cada momento inventa su réplica.
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En Ikea, camino de la caja, se descubre todavía incapaz de separar el dinero del frío de los almacenes. Antes, poco después de su llegada al centro comercial, leyó en el cartel de un escaparate: hoy es el día. ¿Significaba eso que el anterior no lo había sido ni lo iba a ser el siguiente?, ¿Qué el escritor iba a tener muy pronto el cartel y el escaparate en su pensamiento mientras intentaba encontrar las diferencias entre uno y otro y otro? Se abrió algo en él hace mucho y sigue sin saber cómo cerrarlo, el mundo, a su espalda, nunca está cuando se vuelve.
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Con los años la intuición se convierte en intención y se gana tanto como se pierde con el cambio.
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Su nariz, sus pómulos, sus ángulos, se aliaban porque sí, formaban parte de una trama urdida por alguien que iba a llevar siempre las de ganar, pero sólo en un primer momento, en el plazo más corto, es poderosa la belleza, pero no tanto. Quien no lo sabe, lo acaba sabiendo. A propósito de Ruth. La casa Rohmer.
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Continuamente se dicen en el bar: Gracias y perdón. Pero lo que en verdad se repiten, lo que le dicen siempre al que se va o se queda es: Descansa, sólo eso, descansa. De vuelta, las calles desiertas, una pregunta: Qué hago aquí en la noche todavía.
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Chus Fernández es escritor