Fotograma de "La ley de la calle" de Francis Ford Coppola

Nunca dejaré de lamentar el día que llamé a su puerta. Comienzo.
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Piensa en su material y aplaude el juego que ya termina, su ley esencial que sólo ahora vislumbra: que la tensión, para ser perfecta, debe anularse a sí misma.
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El hechizo de una llave antigua, de cualquier cosa indispensable cuya desmesura no entrañe ostentación.
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“Un hombre aquí sólo puede hacer una cosa: encontrar algo que sea suyo y hacer una isla para sí mismo. Si nunca los conozco en esta vida, déjenme sentir la carencia.” La delgada línea roja. Terrence Malick.
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Ninguna de las cosas dichas o escuchadas le parecen falsas ahora al recordarlas pero sí dichas o escuchadas por otro.
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Sabemos que nuestra prisa es real, que es verdadero nuestro vínculo con aquello que nos reclama, cuando caminamos por las escaleras mecánicas ya en movimiento, cuando no nos basta ser llevados.
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Como las vías del tren, que sólo vibran antes y después de que les pasen por encima. La profesora, a propósito de sí misma. Inmortal.
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Le dolía la cabeza, la zona izquierda, y no recordaba si había tomado o no la medicación por la mañana. La volvió a tomar, por si acaso, y también un Neobrufen, a ver si había suerte. Se preguntó qué quería hacer esa tarde, qué tenía que hacer. Y sólo más tarde, ya en la calle y a punto de entrar en un bar, se preguntó qué podía hacer.
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Mujeres con las que se cruza y a las que no recuerda si besó, si ampliaron juntos la noche que ahora es bruma.
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Tan peligrosa es la comodidad como su contrario, se trata de sincronizar el placer con el esfuerzo en favor de la naturalidad. Quien nada ha de poner algo de su parte para no hundirse y avanzar sin que el reto elegido, utilizar un solo brazo por ejemplo, dificulte gratuitamente su progreso. ¿No debe ser siempre el rumbo el fruto de combinar con exactitud motivaciones y recursos? También el nadador ha de poner algo de su parte, es cierto, pero la recompensa que para él supone la posibilidad de permanecer en el agua supera con mucho el esfuerzo que su pasión le exige.
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Si finalmente va a escribir a pinceladas, estas deberán emular el paso por la carne de un bisturí.
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“Los relojes miden el tiempo.
No, se imitan a sí mismos. El referente de un reloj es otro reloj.”
El hombre de la tierra. Richard Schenkman.
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Damos por supuesto que la luz de la rendija es luz que entra pero ¿y si fuera al revés? La vida es un lujo y un hecho, grotesco el cruce entre nuestra edad y las ropas que llevamos. No pasa nada: la insistencia, antes que empeño, fue siempre inseguridad, falta de confianza ante los recursos que uno de repente descubre a su disposición. Y está bien que así sea, ¿acaso de la lejía no nos espanta en primer lugar su olor y no su posible y blanco avance en los tejidos? Poniendo orden, intentando crear un espacio, frente a las estanterías se dio cuenta: a su lado permanecían los autores, no los libros. Iguales a la vista el polvo y el óxido comprendió que profundizar implica formar parte, que para deshacerte de algo no basta con que lo empujes lejos de tu lado, debes además introducirte en ello. ¿Para recuperar lo perdido? No. Para que emerja lo suplantado. Se pregunta si el óxido será la evolución oscura del polvo. O su anunciación. Quedaron tras la purga amigos y héroes, cómplices de las otras formas.
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La relación entre forma y fondo habría que abordarla diciendo, en lugar de fondo, emoción. Y no contenido.
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¿Qué te pasa?
Nada.
Se te ve triste.
No estoy triste, estoy cansado.
¿Y no es lo mismo?
Diálogos.
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La insistencia. Título.
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¿Es la mejor forma de abordar un ensayo no saber absolutamente nada acerca de aquello de lo que se pretende hablar? Cómo decir algo acerca de algo y por qué no decir ninguna otra cosa.
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Salvo lo que sacia, todo es futuro, ilusión de uno todavía en el mundo. Leyendo a Don DeLillo.
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Si el fantasma dice: Ahora quiero vivir, ¿desaparece?
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Uno por uno es uno. Título y epifanía.
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La vieja que, en el supermercado, después de coger una cereza de la cesta, se alejó unos pasos y se la llevó a la boca. La mujer de gorra negra y pantalones cortos muy atractiva que al hablar con la cajera se volvió vulgar de una manera que le hizo perder casi todo su atractivo. El tipo con camiseta negra del Atlético de Madrid y aro en la oreja que mientras esperaba en la cola se peinó y, prolongando ese mismo movimiento, se pasó la mano por la sien y el cuello como si se estuviese rascando. Qué a gusto está aquí el escritor, en la inexistencia, en la acción pura, frente al espejo.
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El escritor fue esta mañana a otra ciudad, en busca de algo que sólo al encontrarlo sintiera que había estado siempre en él. El sol templó a través de la ventana sus párpados y el gesto y la temperatura fueron una especie de afecto, lo que tal vez, sin saberlo, esperaba encontrar frente al mar. Pero no pisó la arena y sólo inmóvil es parte de lo que gira. El olor de la naranja partida en dos, el nudo aún haciéndose de los cordones, el simple hecho de ir, esas cosas traen paz. Por qué no hará falta ninguna para llevársela.
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Chus Fernández es escritor