Epígonos con gónadas pigmeas para saber ganarse los garbanzos de la gloria futura. Militontos de base en la mediocridad dorada y duradera del chocolate vespertino con leche, churro, porra o picatoste. Gregarios, garañones de boquilla, acólitos sin cola que sirven a sus amos haciéndoles de pajes, llevándoles epístolas en huecas cartucheras. Corifeos más que el grotesco Picio y más que al menos uno de los hermanos Calatrava. Testaferros de obesas vanidades y escuálidas virtudes, desdentados de tanta libación en flor extraña, sanguijuelas de glóbulos ajenos. Con fama insustancial y desabrida, del pico y de la boca del gurú toman veneno por licor süave: no es vir bonus, es melendi peritus. Agregados al facebook® del maestro, devotos de su verbo y de su twitter®, trolls de sus adversarios, minipimer® para batirse en duelo si es preciso por defender al amo y a su anillo. Onánica boñiga la doctrina que recrean sus heces sedentarias con trazas de gomina inmarcesible. Devotos de cesura y hemistiquio, cadavéricos vates, fans fatales de bardos veterotestamentarios, viejos popes de metáfora indoor. Hooligans del tergal y de la parka, semovientes estáticos, estetas nunca del todo destetados. Cursis animales domésticos, bienes del propietario del rebaño, relamidos, insípidos, sin nada distintivo que decir y sin embargo siempre con la palabra clara a punto de nieve congelándoles los labios en un rictus de holgada intrascendencia.

Javier García Rodríguez es escritor