[PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LAESCENA EL 8 DE ENERO DE 2017]

La noche del jueves 29 de diciembre, en el Teatro Campoamor de Oviedo, el público asturiano que abarrotaba el coliseo pudo disfrutar de una de las representaciones más aclamadas de la temporada: Incendios, versión escénica de Mario Gas de la obra Incendies, del canadiense de adopción, nacido en el Líbano, Wajdi Mouawad. Esta obra, coproducida por Ysarca y Teatro de la Abadía en colaboración con Teatro del Invernadero, volverá a las tablas asturianas el 31 de marzo, al auditorio del Niemeyer de Avilés, y los días 1 y 2 de abril, al Teatro Jovellanos de Gijón. No hay excusa para asistir en esta ocasión y sobran razones para ello. Al menos 10 razones para ver Incendios:

1. Ver en escena una de las obras de Wajdi Mouawad:

Wajdi Mouawad es uno de los más conocidos dramaturgos canadienses de la actualidad y uno de los nombres de referencia en la dramaturgia del siglo XXI. Su vida y la de su familia son el sustento de sus obras, que convierten sus vivencias y las de tantos otros en materia poética de aliento universal. Nacido en el Líbano en 1968, su familia se ve obligada a huir y buscar refugio primero en Beirut y más tarde en París, tras el recrudecimiento de la guerra civil, para instalarse definitivamente en Quebec en 1983. Como el propio autor señala, «en el exilio, tuve que buscarme algo con lo que recrear el espacio de felicidad de mi infancia, algo que volviera a ponerme en relación con la naturaleza», y así fue como llegó al teatro. Obtuvo el diploma de la Escuela Nacional de Teatro de Montreal en 1991 y participó como actor y director en varios grupos teatrales canadienses, llevando a las tablas obras de Sófocles, Cervantes, Shakespeare, Wedekind, Pirandello, Chejov, Louise Bombardier, Ahmed Ghazali, Irvine Welsh o Edna Mazia, entre otros, mostrando ya en esa heterogeneidad una voluntad que emana en todas sus creaciones: la necesidad de acercar dos mundos, el occidental y el oriental, que convergen en él y en su vida de modo natural. En 2005 creó dos compañías complementarias, una en Quebec, Abé Carré Cé Carré, y la otra, Au Carré de l´Hipotenuse, en Francia, dedicadas ambas al teatro contemporáneo, fundamentales para su desembarco en Europa.

Conocer la vida de este autor ayuda a comprender mejor el sentido de su obra; acercarse a sus textos es adentrarse en su historia personal y en la de muchos otros. En su Beirut natal, en el que estuvo hasta los ochos años, al comienzo de la guerra civil libanesa, vio cómo un autobús repleto de refugiados palestinos era acribillado por las milicias cristianas. Algo de esa vivencia, y de la invasión del ejército israelí, las matanzas de 3.500 mujeres y niños en los campos de Sabra y Chatila, están sin duda en Incendios, que evocan igualmente la Siria de ahora y sus atrocidades.

2. Vinculación de la obra con Asturias:

Aunque Wajdi Mouawad recibe el premio de la crítica de Quebec a la mejor producción del año por su obra Willy Protagoras enfermé dans les toilettes en 1998, su éxito internacional le llegará de la mano de la tetralogía Le sang des promesses, compuesta por Littoral (1999), Incendies (2003), Fôrets (2006) y Ciels (2009). El hecho de que el Festival de Aviñón de 2009 programara en secuencia la representación de las tres primeras, durante once horas y con actores canadienses y franceses, hizo que los textos llegasen también a nuestro país y que algunos iluminados pensasen en la necesidad de traducirlos al castellano. Esta fue la importante labor que se hizo en nuestra pequeña región, con el certero y delicado trabajo de uno de los nombres y hombres del teatro en Asturias, Eladio de Pablo, traductor de toda la tetralogía, y con la edición de una de nuestras editoriales más cuidadosas, KRK Ediciones. Juntos publicaron desde 2010 hasta 2013, a libro por año, cada una de las obras de Wajdi Mouawad, en la colección «A Escena».

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3. La bondad y el aliento poético de un maravilloso texto:

La misma belleza que vio de seguro Eladio de Pablo en los textos de Wajdi Mouawad se puede apreciar en el caso particular de Incendios. El texto es desde luego grandioso. Y no sólo por lo que cuenta, como veremos, sino sobre todo por cómo lo hace. Al despliegue narrativo que aúna verdad y poesía, realidades concretas y simbologías universales, se le suma el dominio del género dramático, en el cuidado de la estructura global de la obra y de las partes en que se divide en perfecta y milimétrica artesanía, en la fuerza del diálogo y en la construcción de la tensión dramática a través del suspense narrativo y del manejo absoluto del ritmo escénico. Y se remata con la bondad desnuda de su lenguaje, un lenguaje que, él solo, construye historias, crea vidas, genera significados y vaticina sentidos; un lenguaje que traslada crudeza y belleza, que destila poesía, que penetra en el espectador y se queda, retumbando, hasta despertar las conciencias dormidas.

4. El universo narrativo de la obra:

Precisamente por la dimensión que alcanza el lenguaje, Incendios no es una simple historia, sino muchas; o una historia que acoge todas las posibles. «La infancia es un cuchillo clavado en la garganta. No se lo arranca uno fácilmente» (Incendios es la historia de una vida, la de Nawal, y todas las historias de todas las vidas que implica contar esa historia, porque conocer la historia de Nawal es también conocer la verdadera historia de sus hijos). «- Se la oye respirar. – ¿Escuchas el silencio? – Es su silencio» (Es también la historia de un silencio impuesto durante años a unos hijos y de un modo de ser con ellos, de un silencio incomprensible que termina no sólo por comprenderse sino por sentirlo como propio). «Esta sí que es buena. Sus últimas voluntades… Encuentra a tu padre y a tu hermano. ¿Por qué no los buscó ella si era tan urgente?» (La obra cuenta la historia de una relación filial defectuosa y carente de amor, de los reproches de un hijo a su madre, de una madre que parecía tener «un ladrillo» por corazón pero que al final demuestra ser la persona con mayor capacidad para amar en el peor contexto imaginable). «Ahora que estamos juntos todo va mejor. […] Siempre estaremos juntos. […] Donde quiera que yo esté estarás tú. […] Cuando vea un océano, estallará en tu cabeza» (Incendios es también la historia de un amor negado, que las personas y las circunstancias no permitieron, pero cuya verdad, su fruto y sus consecuencias, se perpetuará en la vida de sus protagonistas, incluso más allá de sus propias vidas). «No soy yo quien llora. Es toda tu vida que se escapa» (Y es la historia de una mujer, y de tantas mujeres, obligada a no ser: a no ser mujer que ama, a no ser madre y a no ser quién quiere ser).

«Somos del mismo país. De la misma sangre. Y nosotros les aplastábamos el cráneo y luego les quitábamos los zapatos» […] «Estamos al principio de la última guerra del mundo. Hermano contra hermano. Hermana contra hermana» (Incendios es además la historia de una guerra civil, de su devastadora crueldad y sus encontradas y duras emociones). «Cada pueblo es responsable de su pueblo, de sus derrotas y victorias. Yo soy responsable de usted y usted de mí. No amamos la guerra ni la violencia pero hemos hecho la guerra y hemos sido violentos» (El texto de Mouawad es también la historia de una responsabilidad colectiva, que así entendida no se sirve de bandos ni de facciones, sino de víctimas y verdugos, que como seres humanos deben explicaciones a los que les siguen y deben esforzarse por hacer que nada de lo que han vivido se repita en ellos y después de ellos).

Incendios es del mismo modo la historia de las dos posibles respuestas que caben ante el horror, más horror y odio, o el amor. Y aunque el personaje de Sawda diga: «¿Cómo amar aquí? No hay amor. No hay amor», esta obra es ante todo la historia de las vivencias de amor que tienen cabida en un mundo y en unas vidas asoladas por el dolor: el amor puro de Nawal y Wahab, el amor de la abuela por su nieta que la hace romper la cadena de lo esperable, el amor de dos amigas, Nawal y Sawda, y el amor de madre. Y también porque muestra el valor, la eternidad, y el refugio y consuelo, de las palabras dichas con la verdad del amor («Pase lo que pase, te amaré siempre. Pase lo que pase te amaré siempre»), y porque al final la obra muestra cómo la naturaleza del ser humano es amar, incluso cuando el horror, el odio y la rabia están instalados en él. El odio en contextos tan atroces es algo normalizado y que tiende a perpetuarse, a no ser que se combata con amor y con la educación. «Cogería granadas, dinamita, bombas… Pero hice una promesa. Una promesa a una anciana. Aprender a leer, a escribir, a hablar, para salir de la miseria. Salir del odio. Y voy a cumplir esa promesa. Cueste lo que cueste. No odiar a nadie jamás». (Incendios es así la historia de las promesas, del compromiso con los seres queridos, más allá de su muerte, y de la dificultad de llevarlas a cabo pero la convicción y amor que las dirige).

El texto de Wajdi Mouawad es también la historia de dos actitudes ante los horrores vividos: la asunción y el olvido («Olvida. Todo eso no es verdad. Lo has soñado»), o la imposibilidad de conformarse («Eso es cielo. Pero no me dicen nada sobre el cielo. Eso es el viento. Pero no me dicen nada sobre el viento. […] El mundo está mudo») y la necesidad de soñar («La cabeza en las estrellas siempre») y rebelarse («Rebélate. No cedas nunca. Pero para rebelarte hay que saber hablar. Aprende a escribir. Aprende a contar. Aprende a hablar. Aprende. Es tu única posibilidad de no parecerte a nosotras. […] Es preciso romper el hilo de la rabia. Aprende y vete. Deja el pueblo. Tú eres el sexo del mañana, Nawal. Arráncate de aquí»). Por eso Incendios también es la historia de una esperanza. Como dirá Sawda, «¿Qué clase de mundo es este en el que los objetos tienen más esperanza que cada uno de nosotros?».

Quizá esta obra no sea original en su argumento o en las realidades que lo sustentan pero sí desde luego en crear un verdadero universo narrativo que supone uno de sus mayores aciertos, y también uno de sus mayores peligros. El teatro suele asfixiarse cuando lo que se pretende contar es demasiado, como en este caso, pero Incendios ha resistido el pulso. Además de la bondad del texto y del propio suspense narrativo, han sido fundamentales para ello la eficacia de la dramaturgia, su impecable estructura, el papel que juega la escenografía, la inteligente articulación de luz y sonido, y por supuesto la magnífica labor de los actores.

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5. La dramaturgia de Mario Gas:

Cuando Nuria Espert vino a recoger su premio Princesa de Asturias de las Artes 2016, dijo en el Teatro Jovellanos que para ella éste era, hasta el momento, el mejor montaje que había hecho Mario Gas. Y conociendo la dilatada y plural trayectoria de este actor, actor de doblaje, director de cine y director de teatro, una de las figuras más relevantes de las artes escénicas en nuestro país, es decir sin duda mucho. Ahora bien, la actriz sabía lo que decía, desde luego. Contar todo lo que cuenta la obra de Wajdi Mouawad, respetando ese modo especial de contarlo, mezclando la dimensión íntima e histórica, y lograr mantener la tensión y la emoción del espectador durante tres horas, no es un reto fácil.

Pero Mario Gas tiene clara cuál es la esencia dramática de la obra, algo fundamental para que ni el montaje ni el espectador se pierda en una odisea narrativa como la que se nos cuenta. La representación empieza con una muerte y con la lectura del testamento y las últimas voluntades de esa persona, que parecen caprichos veleidosos de una mujer que no despierta ni la compasión en sus hijos («no tenía un corazón. Tenía un ladrillo. No se llora por un ladrillo»). La función dramática del resto de la obra es explicar el sentido último de ese testamento: de cada frase, que contextualizadas lo convierten en un texto de vida más que de muerte; de cada petición de búsqueda, que se revelarán después como verdaderas necesidades; de cada gesto y detalle que se exige para el entierro, que comprendidos se convierten en símbolos de una vida y de otras muchas; del porqué de ciertos objetos legados, que después de todo pasarán a ser historia viva.

Incendios es un viaje al conocimiento, al modo de las tragedias griegas, que Mario Gas conoce tan bien; un viaje en el que creyendo conocer al otro y su verdad, terminamos por conocernos a nosotros mismos. Ese es el sentido último de toda odisea, el retorno hacia uno mismo. Por eso la obra se clausura con la lectura de otros textos: las tres cartas que cierran la vida de esa mujer y de su historia (al padre de sus hijos, al hermano de aquéllos, y a sus propios hijos), y que abren las nuevas vidas e historias de todos los implicados en su vida, abrazados bajo un toldo blanco, que a modo de paraguas improvisado, los cubre de la misma lluvia. La historia de una vida implica la historia de otras muchas.

6. La arquitectura narrativa y dramática:

El dominio del director de escena sobre su montaje se demuestra en muchos aspectos, pero es desde luego en su estructura donde se evidencia el mayor número de ellos. La obra se divide en dos partes técnicas, por la necesidad de un descanso, dada la duración de la misma, y en cada una de ellas se representan dos «incendios», a los que se añade esa especie de coda o epígono que cierra la obra y en la que ya sólo existe el tiempo presente. Cada incendio se introduce por intertítulos («Incendios», «El incendio de la infancia», «El incendio de Janaanee» y «El incendio de Sarwan»), proyectados en la placa central que ocupa la escena, y en todos ellos se combina la inteligente narración al tiempo de historias del presente (en el que los protagonistas son los hijos de Nawal, Jeanne y Simon) y del pasado (en el que claramente la protagonista es la propia Nawal): la lectura del testamento y la historia de Nawal joven, en el primero; la decisión de Jeanne de ir en busca de su padre para entender su propia historia y el regreso de Nawal al pueblo y el viaje con Sawda, en el segundo; las pesquisas de Jeanne y el descubrimiento de su enigma al conocer la identidad de su padre, y la historia que hace que Nawal acabe en prisión y Sawda muerta, en el tercero; y la decisión de Simon de buscar a su hermano, su viaje y su anagnórisis, y la historia del francotirador, en el cuarto.

Para conseguir un buen ritmo escénico es fundamental el trabajo de las transiciones entre escenas, ya sea a través del convencional uso de la luz (como cuando se pasa del entierro de la abuela al entierro de Nawal), a través de la continuidad de un actor que cambia de rol (como el enterrador que se convierte en enfermero de la madre) o el más usado y logrado en este montaje, la superposición de escenas, haciendo que entren los personajes de la siguiente antes de que finalice la que está en ese momento en acción. Otro recurso fundamental y bien resuelto en la obra es el de las escenas simultáneas: las más buscan romper las barreras del tiempo y representar acciones distintas en tiempos diversos (como cuando se hacen coincidir el presente de los hermanos en el que Jeanne queda en silencio, con el pasado de Nawal y Sawda, o la lectura del cuaderno rojo por Simon en el presente con el testimonio en el juicio de Nawal); pero también se usan para mostrar espacios y personajes diversos en tiempos iguales (como la genial solución escénica que representa la reacción de los dos hermanos ante el testamento: Simon en su entrenamiento de boxeo y Jeanne en su clase de matemáticas).

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7. La magnífica escenografía de Carl Fillion y Anna Tussell:

Las exigencias narrativas que alternan o simultanean dos líneas temporales, y el valor poético que alcanza el conjunto, no podrían desarrollarse si no fuera por las eficaces, bellas y sorprendentes soluciones técnicas que en este caso ofrece el quipo encargado de la escenografía del montaje. La protagonista del espacio escénico es la placa que ocupa el centro del escenario, en la que aparecen los títulos de las distintas partes y sobre la que se proyectan fondos, imágenes o luces que configuran los distintos decorados de la obra, ya sean del presente o del pasado, abiertos o cerrados, occidentales u orientales: un despacho de notario, la casa de Nawal de niña, un cementerio, la pantalla de un teatro, el soporte que permite ver cómo una fotografía de época cobra vida en escena y se convierte en carne y en sangre; la entrada de un pueblo, la celda número 7, otro pueblo, la sala de un juicio, la caseta de un francotirador o el enfoque de su objetivo, un cuartel o una cárcel.

Este elemento funciona además como divisor del escenario en partes. En algunos casos la acción se sitúa a su derecha y a su izquierda, sobre todo en las escenas simultáneas, y en otros ayuda a espacializar verdaderos triángulos temporales (como cuando al final de la primera parte aparecen tres mujeres diciendo la misma frase: la joven Nawal, Jeanne y en el fondo la anciana Nawal).

Es esencial también el papel que juega la escenografía en los cierres de cada incendio, momentos en los que Mario Gas orquesta todos los componentes teatrales para conseguir la mayor fuerza e intensidad, consiguiendo crear verdaderos cuadros visuales e instantes escénicos que serán difíciles de olvidar: la escena de los entierros de la abuela y de la propia Nawal, el relato que hace la joven Nawal de la matanza del autobús y la espectacular quema de la fotografía, el parlamento de Nawal en el juicio ante su verdugo y otros dos con los que se abre y se cierra, respectivamente, el cuarto incendio: la aparición del personaje del francotirador y el parlamento de Nihad en el juicio. Todos son episodios narrativamente esenciales en la obra, no tanto por lo que cuentan como por lo que generan en el conocimiento de los personajes: la unión entre la abuela Nazira y su nieta Nawal hasta en la muerte, la necesidad de acción de Jeanne y luego de Simon, y la anagnórisis trágica final de Nawal.

8. El espacio sonoro de Oreste Gas y la iluminación de Felipe Ramos:

En este montaje se pueden ver integrados aspectos como la luz y el sonido, ambos fundamentales para ayudar en los grandes retos escénicos y narrativos que plantea la obra, de ahí que sean esenciales, junto con la escenografía, en la recreación de ambientes y tiempos distintos o en las transiciones escénicas. Asimismo, los dos elementos trascienden su funcionalidad para convertirse en materia artística, sobre todo cuando crean emociones o amplifican los valores poéticos de la palabra en escena. La música es además especialmente relevante en la obra a nivel argumental: el enfermero le ponía música a la anciana Nawal, «la mujer que canta» primero era Sawda y luego será Nawal, y el francotirador escucha música a un nivel de ruido para aislarse de la realidad y crear la suya propia. En la obra, la no música o la no palabra, el silencio, en definitiva, es también materia narrativa (la obra no hace sino explicar por qué Nawal llevaba cinco años en silencio total) y materia poética (el silencio se apodera de cada personaje cuando acceden a su trágica verdad). Por eso el silencio de un ser querido grabado en cintas deja de ser objeto de estudio obsesivo para convertirse, en el cierre mismo de la obra, en dulce música que acompaña.

9. El trabajo actoral integrado de distintas escuelas y generaciones:

Ocho actores de escuelas claramente diferentes pero bien cohesionados son los que dan vida en escena a los veinte personajes que en ella aparecen, incidiendo así en la densidad de las relaciones propia de la historia y mostrando los distintos roles que puede adoptar una misma persona. Ramón Barea, como el notario Hermile Lebel, que consigue un logrado contrapunto de desenfado al tono trágico de la obra y evidencia la presencia de la cotidianidad de la muerte en la vida de los humanos, también interpreta al Médico del orfanato, a Abdessamad (anciano que guía a Jeanne) y a Malak (el campesino que crió a los hijos de Nawal). Los personajes de Jeanne y Simon, verdaderos protagonistas occidentales de la obra, en tanto que representan cómo sus vidas no están tan al margen como creían de ciertos acontecimientos, los representan una genial Carlota Olcina y un Alex García que se encarga de encender la dureza de obra, además de dar vida a El guía. Alberto Iglesias es sin duda el actor polifacético del montaje, pues por él pasan seis personajes secundarios distintos: Ralph, el enfermero que cuida a Nawal, que se convertirá luego en el actor Antoine, el Miliciano, el Conserje, El hombre periodista y Chamseddine, encargado de revelar la verdadera identidad del hermano buscado. Laia Marull resuelve con soltura el personaje de la joven Nawal, uno de los que lleva el peso dilatado de la obra, y con mayor número de registros, con momentos dramáticos intensos pero también con parlamentos reflexivos cuyo reto es revivirlos escénicamente. Siempre junto a ella, Lucía Barrado, que aparece en las tablas primero como Elhame (la mujer que se lleva al hijo de Nawal), pero que encuentra un feliz acomodo en el personaje de Sawda. Por su parte, Germán Torres se enfunda en la piel de dos personajes muy distintos y fundamentales en la obra, ambos de esencia trágica: Wahab y Nihad. Y por supuesto Nuria Espert, que borda la interpretación de tres mujeres de la misma familia y de tres generaciones distintas: Nazira, la abuela, Jihane, la madre, y Nawal, nieta e hija de las anteriores, y protagonista en última instancia de la obra.

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10. La intensidad de Nuria Espert en escena:

Mención aparte exige, por su expectación, la actuación de la gran dama de la escena española. Nuria Espert, con sus tres personajes, que le vienen y los hace «como anillo al dedo», en apariciones puntuales pero siempre de signo dramático y muy intensas, se convierte en una especie de crisol humano en el que converge la carga emocional de la obra y en catalizador de los mayores valores poéticos de la misma. Sus personajes exigen de esa intensidad que la actriz conoce tan bien al haber representado personajes de Lorca o de Shakespeare, de esos que se interpretan desde dentro. Es genial en el personaje de la abuela Nazira, donde la actriz se siente especialmente afectada y naturalmente convencida por una mujer que defiende el amor y la educación como respuesta a un mundo en el que «no hay belleza a nuestro alrededor. Sólo señales de odio en cada esquina»; un personaje sabio que justo antes de morir lega a su nieta la necesidad de rebelarse y aprender: «Es tu única posibilidad de no parecerte a nosotras. […] Es preciso romper el hilo de la rabia. Aprende y vete. Deja el pueblo. Tú eres el sexo del mañana, Nawal. Arráncate de aquí».

Pero también se encarga del personaje contrario, la madre de Nawal, Jihane, quien con su dureza representa la crueldad de ese mundo contra la mujer, obligada por sus madres a no ser. Una Nuria Espert rígida de ira afecta sus parlamentos de la crudeza y virulencia que el personaje requiere, como cuando resuelve el embarazo de Nawal escupiendo «Este niño no existe» que hiela la sangre o al hacerla elegir entre la humillación o la claudicación («quítate la ropa o arrodíllate»). Ésta es la mujer que elige el odio para responder al odio.

Y luego la anciana Nawal, que aparece en tres ocasiones sin contar la aparición en la coda, donde el personaje ya no es la persona sino la voz con cuerpo de la mujer muerta. Sorprende cómo la sola presencia de la actriz genera una inquietud en el espectador, como se observa al final del primer incendio, donde ocupando un lugar escénico discreto, y desde el fondo del escenario, resuelve la emoción del cuadro con sólo una frase, «ahora que estamos juntos todo va mejor». Si ya así su presencia escénica es poco disimulable cuanto más cuando ocupa el primerísimo plano, como en el parlamento en el que ofrece su testimonio en el juicio y ante su verdugo, uno de los momentos interpretativos más vehemente del montaje. La fortaleza de una mujer que controla su odio y lo canaliza en expresión cívica se convierte en terror y fragilidad en la siguiente aparición de Nuria Espert. Registros todos que requieren un dominio de la interpretación y una resistencia emocional para cambiar de uno a otro que sólo parece estar al alcance de algunas musas de la escena.

 

Se podrían señalar más razones, y para cada una seguro que alguno tendrá un pero, un algo mejorable, yo también los tengo, Es un montaje que invita a hablar de él, y eso es algo bueno. Pero es incuestionable que esta relectura del Edipo Rey de Sófocles, con otro lenguaje y otra peripecia, y con protagonista femenina, rezuma calidad y buen hacer, y una firme voluntad del autor y director, y de sus actores, de acercar algo de aquella tragedia griega a nuestro teatro. Todos los Incendios parten de una llama, como en Antígona, la de una muerta que quiere encontrar descanso, y hasta el público sube en ocasiones a escena convertido en coro. Somos testigos de la lectura del testamento escondidos tras el «ustedes» al que recibe el notario (y es que ese testamento no es sólo el de la vida de una persona a sus hijos sino el de un ser humano a toda la humanidad); somos alumnos de la clase de matemáticas de Jeanne, asistimos a su «teoría de la soledad» y descubrimos con ella que «la imposibilidad de dibujar el polígono k es lo verdaderamente bello»; somos los niños que llegaban al orfanato de Kfar Rayat y que acabaron en los campos de refugiados del sur, en el recuerdo del médico; somos el verdugo al que se dirige Nawal en el juicio y somos las víctimas potenciales que aparecemos en el objetivo de mira del francotirador; y en definitiva somos jueces y jurado ante los que habla Nihad, al que también nosotros debemos juzgar, y al que la obra nos hace ver como verdugo pero también como una víctima. Lo dicho, sobran razones!

Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com