Juanjo Artero y Lola Herrera / © FOTO: DANIEL DICENTA HERRERA

Volvimos al Campoamor. El motivo era la nueva obra de Lola Herrera y Juanjo Artero, ‘La velocidad del otoño’, dirigida por Magüi Mira. Apenas hora y media de magnífico teatro. Dos personas -una madre y un hijo- hablando sobre la vida, el arte, el paso del tiempo, la libertad de decidir (la libertad, a secas: dejémoslo así), las contradicciones del ser humano y los temores que siempre acechan. Sobre la belleza de ese instante en el que escuchamos el canto de unos pájaros al otro lado del cristal o contemplamos las hojas de un árbol que nos da sombra y nos acompaña en soledad o en compañía: en nuestras cavilaciones y desvelos, en nuestros  días de celebración y algarabía. (Hay algo tan hermoso en ese gesto de buscar complicidad en ese árbol cercano como en los cuentos de José Ángel González Sainz, ‘El viento en las hojas’, un escritor que al que habría que leer y reivindicar más, por cierto). Sobre la vejez. Sobre el proceso de vivir y llegar a ese tiempo, el de la vejez, con todos los miedos y las incertidumbres. También con toda la sabiduría acumulada. La vida es un continuo aprendizaje y la vejez no deja de serlo también. Aprender a ser viejo y aprender a comprender a quien lo es antes que nosotros. Aprender a respetar las decisiones de quien aún tiene la cabeza en su sitio y decide esperar a la muerte donde mejor le parece. Al lado de ese árbol (sin ir más lejos), escuchando música clásica, recordando con serenidad y esa mueca de satisfacción que se dibuja en los labios de quien -pese a todo: recordemos que la perfección no existe, y está bien que así sea- se siente satisfecho con el viaje realizado. Aprender a respetar. Echar la vista atrás y comprender que eso, respetar al otro, quizá sea la mejor lección que esa madre -inquieta, curiosa, sabia, tolerante- pudo enseñarle a su hijo. De todo esto trata ‘La velocidad del otoño’, exquisito texto de Eric Coble que Estelle Parsons estrenó en Broadway y que a Lola Herrera, tan sabia como su personaje, le sienta a la perfección. Juanjo Artero no se queda atrás y juntos componen una pareja de baile inolvidable: esa madre y ese hijo hablando durante escasa hora y media, echando la vista atrás, reconociéndose en los recuerdos, las risas y las mochilas que llevan a sus espaldas.

Escribió Hölderlin: “A menudo quien interrogó a su corazón dice de esa vida que genera palabra”. Algo así podríamos decir de esta obra, de sus protagonistas. De interrogar aquel corazón, surgieron estas palabras.

Escuchemos el canto de esos pájaros, contemplemos ese árbol. No busquemos más allá: ahí está la armonía precisa.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades