Tienes trece años y quinientas pesetas en el bolsillo. Ese dinero supone toda una fortuna en el tiempo en el que tienes esa edad. El abuelo te dio ese billete de color azul el fin de semana. Cuando te preguntó qué ibas a hacer con él, dijiste que no tenías ni idea. Aunque lo cierto es que sí lo sabías. Lo sabías perfectamente. Días atrás habías estado con tu madre en aquellos grandes almacenes (Galerías Preciados: hoy desaparecidos) y sabías que cuando el abuelo te diese algo de dinero, como hacía todas las semanas, irías a buscar aquel disco que costaba trescientas pesetas. Un disco que recogía algunos de los grandes éxitos de Aretha Franklin. Habías oído hablar en algún sitio de aquella mujer de piel negra y físico rotundo. Puede que fuese en ‘La bola de cristal’, aquel programa que no te perdías ningún sábado por la mañana. Puede que fuese en alguna otra parte: la memoria siempre tiene sus límites, brechas que hoy no hace falta rellenar con palabras inventadas ni convencionales. Aretha y su pelo cardado de los 70 en la portada. La gran dama del soul, apuntaban en las revistas que estabas empezando a descubrir. Te gustaba aquella voz y querías tener aquel disco.

Con aquel billete del abuelo, sería tuyo. Sólo había que esperar al lunes. Después del colegio, irías a buscarlo. Tus padres no te dejaban alejarte demasiado de casa, pero aquellos grandes almacenes estaban dentro del territorio permitido. Llegó el lunes, se acabaron las horas de colegio y Aretha entró definitivamente en tu vida por trescientas pesetas. Llegaste a casa y lo pusiste en el tocadiscos. Entendías alguna de las cosas que cantaba, aunque no comprendieses el significado completo. Pero entender o no aquellos significados era lo de menos. Lo importante era el cúmulo de sensaciones que te producía aquella tremenda voz. Fue sólo el comienzo de una relación duradera e inquebrantable. La voz de Aretha siguió sonando en los años siguientes: en los momentos de euforia, en los preámbulos de noches largas, en las madrugadas tristes y también en las madrugadas salvajes, que de todo hay en la vida de quien se va aproximando a los 50. Aretha sonaba en casa (de día y de noche) y sonaba en los bares en los que te gustaba tomar copas (de noche y de madrugada), cuando ya conocías el significado completo de aquellas letras y las auténticas dimensiones artísticas de aquella mujer, Aretha, que entró en tu vida, con su pelo cardado de los 70 y su arrollador poderío, por trescientas pesetas, se acaba de ir. O eso dicen. Porque aquí, ahora, mientras escribo esto y a punto está de estallar otra tormenta, sigue sonando como aquella tarde de lunes, después del colegio, y las sensaciones, aún con tantas cicatrices a cuestas, son muy parecidas a las de entonces. Ahora que, comprendiéndolo casi todo, cada vez entendemos menos cosas.

Canta, Aretha, canta. Estamos solos y con los pies descalzos.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades