Lo luminoso y lo áspero. El lujo y la sordidez. La noches de cena en Maxim´s y las noches en lo más crudo de las calles parisinas. Sobre todo eso, los bajos fondos de la ciudad, cerca o lejos del Sena. La muerte de un desconocido allí, a orillas del Sena. El frío y la niebla inundando la fotografía, el instante detenido, el cadáver cubierto con una manta o un abrigo. Quién sabe los motivos de esa muerte. El fogonazo de la cámara lo atrapa antes de que vengan a recogerlo, ante la expectación de la gente que merodea por allí. ¿Y después? Después, nada. El frío y la niebla campando a sus anchas, empapando el ambiente. Circos de gatos, cabarets, hoteles con mala reputación, rincones más siniestros que pintorescos, marineros buscando calor en los cafés, amantes que se refugian de la lluvia, amantes que no disimulan la furia del deseo y amantes enfadados sin que nadie repare en los motivos, y también rufianes y maleantes tramando de las suyas. Y las prostitutas, claro, entre ese frío y esa niebla, con sus rostros demacrados, los dientes deteriorados, la sonrisa torcida, la pobreza adherida en la piel, la miseria marcada en la carne rasgada por las cicatrices y la lluvia que golpea como un animal salvaje. La noche y la búsqueda. La noche y la desolación. La noche que puede durar semanas enteras, meses enteros, años enteros. La noche como forma de vida, como una manera de ir consumiéndose rápidamente. La noche devorándolo todo, incluso a sí misma, sin contemplaciones, para volver a renacer de sus cenizas, de sus escombros. La noche cuando ya no hay retorno, cuando la salida sólo es un espejismo. La noche como un viaje a ninguna parte o un viaje al fondo del precipicio. Todo ese vértigo. El París de los años treinta retratado por el fotógrafo húngaro Brassaï (1899-1984), que puede verse en la Fundación MAPFRE (Madrid) hasta el dos de septiembre. El París de la luz del día y de la luz de la noche. Y en el contraste, no hay lugar a la duda, siempre gana la partida la oscuridad. Como si ella, la oscuridad, se burlase de todo. Y lo engullese sin piedad.
Carteles de películas, cristales destrozados por las balas, las joyas de las damas decadentes, los cuerpos de mujeres desnudas reflejados en los espejos y los hombres que los miran sin disimulo. El deseo que nunca desaparece, abriéndose paso entre las sombras y las balas. Y hombres, también embargados por el deseo y el descaro, que besan a otros hombres porque consideran que ese París homosexual “se burla de la corrección burguesa”.
También hay autorretratos y retratos de personajes emblemáticos: Dalí y Gala, Picasso, Ionesco, Lawrence Durrell, Henry Miller, Jean Genet… Están llenos de fuerza, pero son retratos más luminosos que los realizados a los paisajes de los bajos fondos de París y sus habitantes. Paisajes que, a partir de cierto momento, el fotógrafo ya no retomó, pero que constituyen la parte esencial de su obra. Allí donde el viento rugía con fuerza y lo más vulnerable del ser humano quedaba al descubierto, sin máscaras ni cortapisas.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades