Algunas veces, cuando en el escenario de los teatros hay una figura muy poderosa, una figura que podríamos considerar mítica por diferentes razones, un silencio respetuoso y sobrecogedor lo atraviesa todo, ni una tos, ni un carraspeo, ni un murmullo, ni una palabra susurrada, ni un suspiro a destiempo, ni un papel de caramelo, sólo ese silencio que es casi tan poderoso como la figura que está sobre las tablas ofreciendo lo mejor de sí misma, y luego, al final del espectáculo o entre canción y canción si la emblemática figura es cantante, ese silencio se rompe violentamente y estallan unos aplausos que no cesan y que retumban en las paredes del teatro, unos aplausos que, ahora sí, desbordan la emoción contenida durante la interpretación, y que no son más que continuas muestras de veneración y respeto. Así sucedió aquella noche, en el teatro Jovellanos de Gijón, cuando Chavela Vargas repasó todo su repertorio ante un público completamente entregado, como no podía ser de otro modo.
Allí estaba ella, Chavela, la mujer que había amado y sufrido con pasión y desmesura, que había bebido lo que no está escrito y un poco más, que había luchado por su libertad con todas las armas y las consecuencias, que había sobrevivido a peleas y luchas internas. La cantante de arrugas marcadas, poncho rojo, pelo cano y voz desgarrada y volcánica que con su presencia llenaba aquel escenario y otro que hubiese tenido el triple de dimensiones. Chavela, sí. Chavela Vargas, la leyenda. Y pocas veces esa palabra, leyenda, estuvo tan bien sugerida.
Era Chavela y éramos nosotros, y eran también aquel puñado de canciones que se referían a unos sentimientos de los que casi nadie podía escapar. La soledad, el desengaño, el amor, el desamor, el deseo, el aullido, lo prohibido para las mentes estrechas, las derrotas, las luces de la luna, las manos que se ponen donde la piel abrasa, las madrugadas tristes, la rebeldía y el último trago, que siempre es el penúltimo. Sueños imposibles que, a pesar de todo, seguían buscando la noche: sin miedos, con firmeza, con valentía. La noche, las noches: en todas y cada una de sus variantes y sugerencias.
Se cumplen estos días cien años del nacimiento de la cantante, y justo es volver a recordarla. La voz honda que acompaña soledades, que alivia heridas, que recorre espacios oscuros y jugosos (la piel que se eriza y se abre), que nombra sin temores todas las maneras de amar. La voz que desafía.
Pasarán otros cien años y su figura seguirá siendo recordada. Los aplausos de quien se deje llevar por su voz y todo lo que hay detrás de ella serán, estoy seguro, tan poderosos como los de lejana aquella noche, en un teatro que todavía conserva entre sus paredes lo que allí se vivió.
Nuestra memoria.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades