Te debía este artículo, Chus. La otra tarde, cuando me enteré de tu muerte, traté de escribir algo sobre tu inmenso talento y sobre todo lo que aportaste a nuestro cine, pero no pude. Algo me bloqueaba: las palabras se anudaban y se estancaban, no querían ocupar el espacio blanco de la pantalla de mi ordenador ni de los diversos cuadernos que están dispersos por el estudio y por el resto de la casa. Veía tus fotos (sola o en compañía de otras actrices: ¡ese mano a mano inolvidable con Rossy de Palma en La flor de mi secreto!), revisaba tus entrevistas y tus anuncios para la televisión, recordaba esos diálogos que todos tenemos en la cabeza de tus películas con Pedro Almodóvar, pero era imposible. Continuaba el bloqueo. Los espacios -la pantalla del ordenador, los cuadernos esparcidos por toda la casa- en blanco. Ahora, unos cuantos días más tarde, sé que lo que me ocurría era que estaba demasiado harto de tanta muerte, de que vayamos perdiendo a tantos artistas admirados en los últimos tiempos. Artistas de verdad: todos sabemos a lo que me refiero. Cómicos, si quieres, con mayúsculas. Y así, con esa palabra en mayúsculas, está dicho todo. De todos esos enormes artistas, quizá por tu sencillez y cercanía, tú ocupabas un lugar muy especial. Sabías, desde esa sencillez, convertir lo absurdo en algo completamente normal, lo surrealista en neorrealismo, lo disparatado en puro ingenio. Eras una grande y pasabas de ello, como tu personaje en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (la película de Pedro que más cerca está del neorrealismo y del señor Fassbinder: ay, si pudiésemos revisar El viaje a la felicidad de mamá Küster, como aquella lejana tarde de juventud en el teatro Campoamor) pasaba en un determinado momento de la Maura y la Forqué, vaya tres cómicas para un mismo plano. Y eso, precisamente, te hacía más grande aún.
Destacaría tus trabajos con Almodóvar, claro, pero también los que hiciste con Jaime de Armiñán, con José Luis Cuerda, con Antonio Mercero, con Luis García Berlanga, con Fernando Trueba, con Fernando Colomo… Con todos esos directores que, por derecho propio, están ya en la historia del cine español.
Te debía este artículo, Chus, ya está dicho. Y tantas horas de risas, de ternura, de evasión. Te bastaron apenas cinco minutos en Mujeres al borde de una ataque de nervios, esa comedia absolutamente redonda, para que todo el país se supiese de memoria el diálogo de aquella portera que no podía mentir (aquel otro mano a mano con el también inolvidable Fernando Guillén). Eso no le ocurre a muchas intérpretes. A ti, Chus, te sucedió.
Mientras termino de escribirte, me llega la noticia de la muerte de Ángel de Andrés López, aquel actor grandote y con cara de buen tipo (aunque, en pantalla, no siempre mostrase su lado más amable), curtido en teatros alternativos y adorado por el gran público a través de esas series de televisión (no es el momento para juzgar calidades) gracias a las que muchos actores sobreviven. Otra triste noticia.
Una noche de estas revisaré ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, y así el homenaje será completo.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades