Los pasos son torpes, indecisos. La culpa es del suelo que está helado. Empiezan a revolotear algunos copos de nieve. Parecen minúsculos cuando los queremos atrapar con las manos y gruesos como bolas de algodón cuando los atraviesa la luz amarillenta de las farolas. Esa luz amarillenta que parpadea como si fuese la llama de una antorcha. Las calles aquí están desiertas. Supongo que la gente está de celebración en algún otro lugar. Cualquier disculpa es válida para beber vino y tratar de divertirse unas horas. Pero la noche, tan ajena, ya no es para nosotros. Aunque hace ya mucho rato que ha oscurecido y caminemos por una especie de territorios abandonados. En algunas ventanas sin luz hay figuras sucias y mojadas de Papá Noel que se han quedado inmóviles al lado de muchas banderas igual de sucias y mojadas. Quizá a estas horas la ciudad se divida entre los que duermen y los que están celebrando algo lejos de aquí. Entre los insomnes y los borrachos. Entre los afligidos y los que aún se ríen. O sea, entre los viejos y los jóvenes. Ninguna de esas edades nos pertenece. Por eso caminamos, cautelosos, sobre el suelo helado y nos dirigimos a nuestra casa. Somos conscientes de que este nuevo sendero (traspasados los cuarenta) es un sendero mucho más afilado que los anteriores, habrá que ir con cautela. El nuevo año ya ha comenzado. No sería conveniente empezarlo con una pierna rota.

Atrapemos, pues, todos los instantes de esta noche que para muchos empieza y que para nosotros está a punto de acabar. No estamos afligidos. Por lo tanto, reímos. Aunque no seamos tan jóvenes como los jóvenes que están, presumiblemente, al otro lado de la ciudad. O quién sabe dónde. ¿Nos gustaría estar allí? En modo alguno, respondemos casi al unísono. Nos gustaría estar en un tren, atravesando campos nevados y dibujando tonterías en los cristales empañados, a media luz. Viajar toda la noche, beber algo más de vino, leer poesía y llegar a una ciudad desconocida con las primeras luces del nuevo día. Sin equipaje. Mi abuelo siempre decía que un hombre con la cartera abultada puede llegar a cualquier parte. Pues eso. ¿Para qué perder el tiempo con equipajes? No estamos en edad. Desayunar en esa ciudad desconocida café muy caliente, pan recién hecho y zumo de naranjas amargas. Y luego dormir hasta el mediodía y despertarse con ese olor característico que tienen las sábanas de todos los hoteles del mundo. Abrir la ventana y respirar un aire diferente, purificador. Y caminar por esa nueva ciudad llena de gente hasta sentir un dolor intenso en las piernas y en la planta de los pies. Me temo que volvemos a estar soñando despiertos.

Quizá el próximo invierno todo pueda ser posible. (Anoto mentalmente en un margen: el próximo invierno). En eso pensamos antes de quedar definitivamente vencidos por el sueño. Siendo dos y siendo uno. Observando los reflejos de luz que se cuelan por la persiana, los copos de nieve gruesa (abultada por esa luz de la que siempre depende todo), los movimientos de esa mujer que en el piso de enfrente fuma tabaco negro y sufre el mismo insomnio de todas las noches, no importa el año.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades