Dice Peter Handke: «Para que algo suceda, otro suceso tiene que modificarse; o algo, que hasta ese entonces estaba sin movimiento, debe moverse. Si algo continúa estando quieto, no sucede nada; o bien se mueve por sí mismo, o algo exterior a ello lo pone en movimiento: entonces habrá sucedido». Bien. Con movimiento o sin él, todos los años, en octubre, cumplo años. El viernes cumplí cuarenta y cinco años. No sucedió nada. Nada nuevo, quiero decir. En los doce meses previos sí sucedieron cosas. Muchas cosas. Algunas están anotadas en un diario que se publicará próximamente. Entre ellas, mi rostro ha comprendido que cuarenta y cinco son unos cuantos años ya. Lo ha comprendido mejor que yo. No es que quiera ser Peter Pan ni nada de eso, pero levantarse cada madrugada y ver tu nuevo rostro en el espejo es una tarea, digamos, más difícil de digerir. Ahora que ya hay que eliminar unas cuantas cosas -por salud, básicamente-, no sería mala idea deshacerse de los espejos. O asumir definitivamente lo que hace algunos meses comenzó a transformarse. Complicados movimientos, señor Handke.

Se ponía unos zapatones negros, una especie de camiseta de rayas alargada, una nariz roja y salía a la pista, que era el escenario de los payasos. A todos nos toca un papel en la vida y a él, durante años, le tocó ese, el del payaso triste. A principios de los 80, y durante unos cuantos años más, fue un circo próspero, con animales, trapecistas y todo aquello que entusiasmaba a los niños de la época. Ahora, por unas causas y otras, los animales no son bien vistos en estos espectáculos, las trapecistas padecen artrosis y él, entre dolencias y depresiones, ya no está para muchos trotes. En el fondo, agradece que el circo haya cerrado sus puertas definitivamente. Pasa muchas horas en la cama. Piensa en su mujer cuando era joven y no estaba enferma (el cáncer se la llevó el año pasado, pero ni siquiera la enfermedad pudo arrebatarle aquella sonrisa dulce y casi juvenil), en los hijos que no tuvieron (nunca los echó de menos hasta ahora), en los aplausos y las risas del público cuando resbalaba intencionadamente o recibía un tortazo del otro payaso en medio de la pista, ¿qué habrá sido de él? En fin, piensa en los buenos tiempos. De los que sólo queda esa nariz roja que, encima de la mesita, justo al lado de esa pequeña radio que tanta compañía le hace, es como la luz de un faro, la única señal que le indica que aún está vivo.

Y hablando de narices rojas de payaso. Una de ellas es la clave de Incendios, la obra de Wajdi Mouawad (publicada en castellano por KRK) que se representa estos días en la Abadía y que en noviembre estará en Oviedo, bajo la dirección de Mario Gas. Todo empieza con la muerte de una mujer. Y con la apertura de su extraño testamento. Les deja a sus dos hijos gemelos, chico y chica, varias cartas y un cuaderno de tapas rojas. Da comienzo así la indagación, el largo viaje al final de la noche, las pistas que conducirán a esos dos jóvenes hasta el fondo de las cosas, hasta la verdad, hasta el tremendo secreto que desvelará la nariz roja. La ignorancia, la guerra y sus desastres, los imprevisibles hilos del azar, el destino, las canciones que se cantan con alegría y las canciones que se cantan con horror. El salvaje dolor de una madre. El (previo) enaltecimiento del amor. Y la separación, la huida, el destierro, la búsqueda. Todos los intérpretes están soberbios, encabezados por una majestuosa Nùria Espert. Hacía tiempo que no veía una obra tan brutal sobre la condición humana y sus desvaríos.

De nuevo Handke: “El movimiento no necesita ser visto por otro; no necesita ser oído. También el pensamiento es un movimiento, aunque sea invisible. Cuando surge el pensamiento, sucede eso. Aun cuando nace un dolor, es un movimiento; surge en el cuerpo, sin que quien mira el cuerpo pueda notarlo.”

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades