El comprador de las cenizas de Truman Capote acaba de afirmar que las llevará de fiesta en fiesta. Como al propio autor le hubiese gustado, asegura. Es cierto que, en los últimos años de su vida, cargado de todo tipo de sustancias, a Capote le encantaba bailar en Studio 54 hasta caerse redondo en uno de aquellos sofás de la famosa discoteca en los que los mitómanos daríamos lo que fuese por sentarnos a tomar la última copa. Pero de ahí a andar, convertido en ceniza, de barra en barra, no sé yo. Aunque, bien pensado, como colofón literario a su leyenda, no deja de ser una magnífica idea, aunque ya no haya libros que vender. Decadente, eso sí. Como su propia imagen, hinchado como uno de los pavos que  describía en sus deliciosos cuentos de Navidad, tumbado en aquellos sofás, tapado con su sombrero y rodeado de toda clase de personajes. De Elizabeth Taylor a los travestis que la imitaban, con Divine a la cabeza.

A pocos metros, en la pista, todos aquellos personajes se codeaban con Disco Sally, aquella anciana con enormes playeros y gafas estrambóticas que lo único que quería era bailar. Bailar hasta derrumbarse, literalmente. Bailar hasta encontrar la muerte. Tampoco es mala filosofía. Ya se sabe que a partir de cierto punto no hay retorno posible. Hoy, a través de la mejor canción que han escrito los chicos de Fangoria en años, Disco Sally ha recuperado sus quince minutos de gloria, ni uno menos ni uno más. Y nosotros regresamos de nuevo con Capote y con ella a la esencia de un Nueva York ya desaparecido, el Nueva York de los 70, casi tan mítico como los personajes que recorrieron sus (malas) calles. Eran los tiempos en los que Travis Bickle también merodeaba por allí.

A veces, en mitad de la madrugada, asediado por el insomnio, escucho el sonido de unos pájaros. Mi abuela paterna, devorada por el cáncer, veía pájaros donde no los había. Señalaba el suelo y decía: mirad, están ahí, ¿no los oís? Enseguida me doy cuenta de que el sonido de esos pájaros que irrumpe en mi insomnio es el móvil de la vecina de arriba, que tiene una vida nocturna un tanto extraña y compleja. Ella, la vecina, que todo parece indicar que está enferma y que no sale de casa, nunca contesta al móvil. El sonido de los pájaros persiste y yo, completamente despejado ya, sé que algún día tendré que escribir un cuento con todo eso.

El concepto de decadencia no tiene que ir necesariamente asociado a algo negativo. En absoluto. Ahí están, la divina decadencia de la que hablaba Sally Bowles desde su legendario cabaret o, volviendo a Capote, algunas páginas de ‘Música para camaleones’, tan memorables como decadentes. O el rostro de Romy Schneider en ‘Lo importante es amar’. ¿Hay en la historia del cine un rostro más hermoso y decadente que ése? ¿Ha podido alguna actriz transmitir más tristeza, más hondura con una sola mirada? Me temo que no. Duele mirarla y, sin embargo, no somos capaces de apartar los ojos de ella.

Hay decadencia en los cuentos de Almudena Sánchez, ‘La acústica de los iglús’. Insisto: decadencia, también en este caso, como un concepto alejado a cualquier connotación negativa. La vida, si lo pensamos bien, no deja de ser más que eso, decadencia. Un recorrido que va de un punto (el nacimiento) a otro (la muerte), acarreando en esa línea todo tipo de experiencias. Curiosas, extrañas, fascinantes, incomprensibles, absurdas, dolorosas, inevitables… Como las que Almudena nos cuenta en este puñado de relatos. ‘La señora Smaig’, vertebrado en torno a la enfermedad, o ‘El triunfo humano’ son dos sobresalientes ejemplos de su talento narrativo. La vida que se escapa, la que observamos. Y el relámpago que acecha, que nos aleja de esos atisbos de tranquilidad que no son más que sucios espejismos. Tiene, Almudena, un más que prometedor horizonte narrativo por delante.

Sí, atrapando la decadencia. Que no es tarea fácil, aunque a veces pueda parecerlo.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades