Los personajes arrinconados por la sociedad, los travestis, los enanos, los nudistas de carnes arrugadas y generosas, los deficientes mentales, las señoras con ínfulas de un pasado glorioso, los alcohólicos, la fauna nocturna en todo su decadente esplendor, los niños que tapan con bolsas de papel sus rostros deformes y amongolados, los viejos sin dientes destruidos por lo miserable y lo precario de sus existencias. Todos ellos están ahí, en ese volumen que recoge su obra y que reviso de cuando en cuando, en un blanco y negro que acaso añade más patetismo a las imágenes. El impacto sigue siendo el mismo que cuando vi sus fotografías en el MOMA de Nueva York, hace ya unos cuantos años. Brutal. La atracción por todos ellos, la punzada en el estómago, la fascinación y la compasión (dicho sea esto en el mejor de los sentidos). Diane Arbus logra captar la vida que tienen todos ellos. Ese halo de una vida miserable, en la mayoría de los casos, que ellos no escogieron y a la que tienen que enfrentarse cada mañana. Hay un instinto de supervivencia en todas esas vidas. El travesti fuma y mira con descaro a la cámara, buscando quizá esa oportunidad que no le concedieron, esos quince minutos de fama de los que hablaba Andy Warhol. Los nudistas de carnes arrugadas y generosas están sentados tranquilamente, sin importarles el rubor que puedan causar sus desnudos en las mentes más reaccionarias: el sexo minúsculo de él tapado por los kilos de más y ese pelo enmarañado que ya se va cayendo o volviendo canoso, los pechos caídos de ella, la seguridad en la mirada, el reproche siempre es de los otros, parecen decir. La dignidad de las señoras que aún viven en sus ostentosos pasados: el cuerpo firme, tieso, con esos sombreros de una elegancia imposible que alguna vez puede que estuviesen de moda y que les otorgan ante sus ojos el respeto que buena parte de la sociedad «biempensante» ya no les tiene, pero del que ellas no hablan, faltaría más. Los alcohólicos y los viejos sin dientes muestran con orgullo sus miradas vidriosas -el llanto y el alcohol en sus ojos, las noches que hay ahí detrás, peleándose con el mundo y consigo mismos en una batalla perdida de antemano-, un punto desafiantes y muy conscientes de que están así, y lo saben, aunque ya nada importe. Los niños, con sus risas inocentes, también conscientes de su deficiencia (la sociedad que les tocó vivir ya se encargó de recordárselo), ríen y ríen, como si en esas carcajadas estuviese el único poder de su salvación. Diane Arbus no edulcora jamás nada, ninguna situación, ni por un instante. Parece como si eso, el edulcoramiento de las cosas, fuese su mayor temor. Muestra la crudeza de la vida de un modo apoteósico, casi abrumador. Esto es lo que hay y aquí está, parece señalarnos detrás de su cámara fotográfica. No hay filtros que suavicen las situaciones, no hay un gesto que quiera ocultar el dolor, el vacío, la desolación. Así son las cosas. Le guste a quien le guste. La vida -en todos sus sentidos- no deja de ser como un espectáculo circense, no nos engañemos. Ninguno, en nuestros respectivos papeles, dejamos de ser esos guiñoles que, como arriesgados trapecistas a los que no les queda otra opción, pendemos de un hilo al que agarrarnos. Y ella, Diane, lo sabe y lo muestra. La cara y la cruz de una moneda que jamás queda escondida en el cajón. Las luces y las sombras que, embarulladas, se enredan como en esas mañanas de invierno en las que parece que nunca amanecerá.
(El Metropolitan de Nueva York expone actualmente decenas de imágenes inéditas de la artista).
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades