O estás aquí, en el mundo real. O estás allí, entre las páginas del último libro de Mircea Cartarescu, ‘Solenoide’. Me levanto, escribo, paseo, preparo la comida, hago las tareas de la casa, juego con la gata, escucho la radio, pero estoy en todo momento con ese profesor que soñaba con escribir. Camino con él por las calles de su infancia, evoco con él la figura de sus padres, atravieso con él los malos momentos de su servicio militar, le acompaño en la habitación de esa casa con forma de barco en la que escribe… Me deslizo por sus páginas como uno se desliza por las aguas casi terapéuticas de una piscina vacía, acristalada. Me deslizo por sus páginas como el profesor se desliza por el agua -casi terapéutica también- de su bañera. El mundo exterior es entonces algo difuso, lejano. No importa que llueva (llueve) o haga sol (rara vez en estos días cercanos al invierno, agonizando ya otro año). Me dejo llevar por esa lectura como uno se deja llevar cuando tiene algo de fiebre. Suspendido en un territorio un tanto etéreo, hipnótico. Dulcemente etéreo, dulcemente hipnótico.
Ese territorio que te aleja momentáneamente de lo cotidiano, de las noticias, de los mensajes recibidos en el móvil, de las voces embarulladas que llegan del exterior. Mis calles, las de ahora y las de la infancia, ya no son mis calles, sino las de este profesor que empieza la narración contándonos que ha vuelto a coger piojos. Su pelo largo roza el pelo de sus alumnos y los dichosos bichos pasan de una cabeza a otra con total libertad: como uno atraviesa las piedras para cruzar un río o los viejos tablones de un puente para llegar al otro lado. O mejor dicho: mis calles, las de ahora y las de la infancia, se asemejan a las suyas. Los mapas se entrecruzan y ya no hay fronteras. En el fondo, ya lo sabemos, todas las familias se parecen. Y todas las vidas, también. Es algo que vamos aprendiendo al mismo tiempo que cumplimos años y en el rosto y en las manos van apareciendo las inevitables arrugas. Según avanzamos por lecturas y vericuetos, por mares en calma y enfermedades, por encuentros dichosos y desencuentros inesperados. Todo ese vaivén que recorre múltiples estados de ánimo. De la adolescencia a la madurez. Sólo es necesario no bloquearse ante los sentimientos, y observar. Observar constantemente.
Todo está narrado primorosamente, deteniéndose en los pequeños detalles, asombrándose por las casualidades, asimilando las derrotas. La vida pasa ante nuestros ojos. Y pienso en aquellas palabras tan acertadas de Mercè Rodoreda cuando decía que la novela es un espejo. Así pues, aquí, una vez más, cada uno a su modo y con sus circunstancias, nos reflejamos. No hay que temer nunca a ese reflejo, a esos reflejos. De todo eso de lo que nutre la creación. En el fondo, eso, reflejarnos en los demás, es una tarea necesaria para seguir caminando. Y apuntando palabras en un cuaderno, trazos en un lienzo o notas en una partitura. Haciendo filigranas con las palabras, con la memoria y con las expectativas de ese tiempo que está por venir.
Continúo leyendo.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades