Apenas dura unos segundos. El teatro, con las luces apagadas y la actriz ya en escena, está en completo silencio. No hay toses ni murmullos, ni ruidos de pañuelos o de roce de zapatos. Esos segundos -de excitación, de expectación, de nerviosismo- pueden resumir la esencia del verdadero espectador de teatro. Lo que nos vamos a encontrar durante las próximas dos horas. Las emociones. Las sensaciones. La conmoción. El vértigo. El nerviosismo. El nudo en la garganta o la punzada en la boca del estómago. Unas vidas que pasan a través de una actriz para llegar a las nuestras y conmovernos. Antes, qué maravilla, se levantaba el telón. Ahora, la silueta de la actriz que ya intuíamos sobre el escenario, empieza a hablar, a moverse, a deslizarse. Comienza la función. Y ella, Núria Espert, puede ser Medea, Bernarda Alba, la Martha que temía a Virginia Woolf, la madre de aquel muchacho -Totó- al que había que purgar, una de las criadas de Jean Genet (“¡Usted, señora, no contaba con la revolución de las criadas!”), el Rey Lear, María Callas, La Celestina, Yerma, Salomé, Fedra, Doña Rosita, La Loba o Lucrecia y todos los personajes que la rodean. Creo que con esa obra, precisamente, «La violación de Lucrecia», alcanza unas de sus cimas interpretativas. Está sola en el escenario, sí, pero uno tiene la sensación de que nunca es así. Las voces que salen de la garganta de la actriz lo atestiguan. La Espert sólo necesita un pañuelo a modo de velo y su magisterio para que la trama discurra con toda su pasión, su arrebato y su violencia. Palabras mayores sobre la condición humana. Palabras mayores, sí: las de Shakespeare y las que se podrían aplicar a la interpretación de la actriz catalana. Aquella tarde, en la sala BBK de Bilbao donde vimos la función, no hubo ni una sola tos, ni un solo murmullo, ni un solo roce de pañuelos o de zapatos. Casi hora y media con la respiración contenida y el corazón en un puño. Sólo, al final, una larga retahíla de aplausos aligeró toda aquella emoción silenciada, el aliento entrecortado.

Inteligente, apasionada, comprometida y, sobre todo, siempre arriesgada, Espert acaba de recibir el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Así, la Fundación, otorgándole el galardón a ella también lo hace a una manera de entender y de vivir el teatro, donde ese riesgo, esa pasión, ese compromiso y esa inteligencia son parte esencial del asunto. Sólo las personas verdaderamente inteligentes quieren compartir escenario con otras que poseen el mismo o parecido talento. Los mediocres tienden a rodearse de otros mediocres para que evitarse problemas. Y de este modo, Núria Espert compartió escenario con intérpretes que estaban a su altura y que ya son leyenda de este país. María Jesús Valdés, José Luis Gómez, Amparo Rivelles, Rosa María Sardá, Lluís Homar, Julieta Serrano, Héctor Colomé…

El próximo octubre, cumplidos ya los ochenta y un años, Núria Espert recogerá su merecidísimo premio en el Teatro Campoamor, poco después de estrenar en La Abadía ‘Incendios’, de Wajdi Mouawad, bajo las órdenes de Mario Gas. Ese mismo teatro, el Campoamor, donde, hace algunos años, pudimos disfrutar una vez más de su presencia y de su voz cantando y recitando a Kurt Weill y a Bertolt Brecht. Aquellos aires de cabaret y de libertad en otra tarde memorable. Aún puedo escuchar la entrega del público, los aplausos, las ovaciones. Aún puedo sentir también la emoción posterior.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades