Todos venimos de alguna parte. Todos tenemos una familia. Un padre, una madre. (Hablo de tiempos un tanto lejanos, cuando aún era imposible pensar que dos padres o dos madres pudiesen tener hijos en común). Y ellos, a su vez, también tuvieron un padre y una madre. Tus abuelos. Todos proceden de algún sitio, cada uno con sus características, con sus peculiaridades. Cuando eres pequeño, piensas que todo permanecerá inamovible. Cuando eres pequeño, te quedan grabados rostros, imágenes, calles, paredes, papeles pintados, bares, oficinas, jardines, bicicletas. Dicen que Franco ha muerto. Dicen qué miedo. Pero tú sólo piensas en merendar como cada tarde delante del televisor, en jugar con tu hermana. Sabes que ellos, tus padres, están cerca.
Un poco más tarde, cuando descubres la muerte, sigue sin asustarte demasiado: aún es algo lejano, difuso. Y sigues registrando en la memoria rostros, imágenes, calles, paredes, papeles pintados, bares, oficinas, jardines, bicicletas. A veces, casualmente, descubres una fotografía de tus padres bailando y todavía no sabes que casi todo el mundo tiene una fotografía así, de sus padres bailando. Son otros tiempos, y la moda es diferente.
Luego ya descubres que las modas, por desfasadas que parezcan, siempre vuelven. Que todo vuelve y que el tiempo devora los días. Y que si no andas con ojo, las noches pueden acabar devorándote, como han hecho con toda esa gente. Que nada es eterno. Que incluso la amistad se desmorona, y hace daño, y aún así. Como lo hace la mirada de una anciana con cara de enferma que no sabes si está perdida o definitivamente muerta.
Te siguen emocionando las manos erosionadas por los años porque te recuerdan a las de tu abuela. Te emocionan porque ahora ya sabes más cosas de la vida y porque hace tiempo que descubriste que en la decadencia también hay belleza. La buscas casi con desesperación, la belleza. A ratos es fácil encontrarla y a ratos es complicado. No hay que acelerarse. Hay que observar. Mucho y mucho tiempo seguido. No hay que detenerse. No hay que desfallecer. Nunca. A pesar de zancadillas y olvidos. De esa gente que se comporta como un perro furioso, hambriento. Sabes que siempre habrá problemas. Que la soledad puede morder o acariciar. Que la muerte ya es un personaje más de la función. Lo sabes porque el tiempo ya ha pasado. Y la función se representa veinticuatro horas al día.
Quieres merendar cada tarde frente al televisor, jugar con tu hermana, pero eso ya es imposible. El tiempo devora todas las fechas del calendario y ahora eres consciente de ello. Y de repente, estás en la exposición de un fotógrafo, Gonzalo Juanes, que cuenta en imágenes todo esto que tú has pensado, que piensas, y que ahora escribes. Y te reafirmas en lo dicho: todos venimos de alguna parte. Y ese lugar, con sus variaciones, casi siempre suele ser el mismo. Y todo lo demás -rostros, imágenes, calles, paredes, papeles pintados, bares, oficinas, jardines, bicicletas-, también.
La exposición de Gonzalo Juanes puede verse en La Fábrica (c/ Alameda, 9. Madrid) hasta el 10 de enero.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades