Buscar la belleza, la perfección. Captar la luz adecuada. Acariciar el vestido femenino recién creado como el que acaricia la piel de la persona a la que ama. Atrapar la inspiración, trabajar, concentrarse, apartarse del mundo, encerrarse en uno mismo. Y un buen día, encontrar en un café a una camarera que parece una camarera del universo que nos describe Alice Munro en sus historias y enamorarse. O algo parecido. Quedar atrapado en una relación llena de altibajos, de gritos y susurros. Una relación, vamos a decir, complicada. Donde la fascinación y el desprecio se van enredando. Donde la delicadeza y los actos más oscuros y despiadados se van alternando.
A raíz de ahí, de ese encuentro entre los protagonistas de ‘El hilo invisible’, nada volverá a ser lo mismo. Ni para él, el creador de la ropa femenina más sofisticada, ni para ella, la camarera que parece sacada de un cuento de Alice Munro. Todo se complica por momentos, pero la suavidad inquietante con la que está rodada toda la película permanece. Y, bajo esa suavidad inquietante que es la atmósfera que determina toda la historia, vamos asistiendo a sus enfrentamientos, a su entrega, a esa pasión a ratos calmada y a ratos terrorífica de este hombre y esta mujer. Los dos saben que no hay marcha atrás, que no hay tregua. «A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar», escribió Franz Kafka. Y con esas palabras tremendas abre Paul Bowles su obra maestra y una de las mejores novelas existencialistas de todos los tiempos, ‘El cielo protector’. En ese punto sin retorno viven su historia, entre telas elegantes, clientas conflictivas (memorable el episodio de la mujer borracha), altibajos emocionales y la atenta mirada de la hermana del hombre (una Lesley Manville tan absolutamente perfecta en su papel que se merecía llevar todos los premios de este año).
Daniel Day-Lewis, enigmático y turbio, atormentado y fascinado, borda su papel. Lo que no resulta ninguna novedad. Lo que sí resulta novedoso es el trabajo de Vicky Krieps, prácticamente desconocida hasta el momento. La sutileza de sus miradas y de sus silencios es tan intensa como la fuerza de sus enfados y de sus arrebatos. Nunca se queda atrás. Sigue en todo momento el juego (y el talento) de su compañero. Su mirada, volcánica o fría como un témpano, es una de las claves de esta historia tan hermosa como retorcida, tan endiablada como arrebatadora. Muy injusto resulta que se haya quedado sin nominación a los Premios de la Academia. Aunque, dado el futuro que se le augura, todo llegará.
Paul Thomas Anderson nos ofrece, desde esa templanza a la que antes aludía, un torbellino de emociones, de sensaciones, de afilados y ásperos recovecos donde el alma humana se retuerce y se vuelve furia y también, con todo, apabullante sosiego.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades