El dos de abril se cumplen quince años de la desaparición de Terenci Moix. Qué pena da cuando uno se pone a buscar en los periódicos y no encuentra sus ideas, su ironía, su elegancia. Sus opiniones sobre la soledad, la corrupción, los disparates políticos o las palabras sagradas sobre Elizabeth Taylor o alguna de las diosas que se nos están yendo desde que él lo hizo. Fue una tristeza grande, siempre lo es cuando desaparece alguien a quien admiras mucho aunque no lo hayas conocido personalmente, pero en su caso fue mayor aún debido a su edad: todavía le quedaba mucha cuerda, mucha de esa ironía, de esa elegancia que cito un poco más arriba. Sabía combinar lo culto con lo popular con la maestría de los que saben exprimir bien la vida, de los que no le hacen ascos a nada más que a la vulgaridad y a los vulgares. Pese a los dolores, desengaños y decepciones que también provoca el hecho de estar aquí, de levantarse cada mañana y abrir las ventanas al exterior.
Los homosexuales que descubrimos pronto nuestro camino, le debemos estar muy agradecidos, no sólo por la naturalidad con la que él siempre trataba el tema (como debe ser), tan complicado por entonces, sino por las innumerables páginas de buena literatura que escribió para todos los jóvenes con inquietudes culturales y con esa sexualidad que, por entonces, dada la intolerancia de la gente, el oscurantismo del que procedíamos, tantas complicaciones nos trajo. Eran otros tiempos, pero esas páginas de literatura siguen, como entonces, llenas de vida, de esperanza, da igual la época, que todas las épocas, con sus más y sus menos, tienen su punto de intolerancia, de sentirse solo, de turbulencias interiores. El cálido abrazo de un amigo. La palabra que necesitas escuchar. El hombro del que sabe lo que hay, de qué va el asunto, y te comprende y apoya. En resumen: el refugio de la literatura.
Todo eso estaba allí, en aquellas páginas que devorábamos antes de que comenzara la primera sesión de la tarde, los viernes o los sábados, siempre cerca de la fecha del estreno. Escribió, Terenci, mucho: novelas importantes que reflejaban las costumbres y los sentimientos de una época y novelas que ironizaban salvajemente sobre este país, diarios, reportajes, artículos, estudios sobre cine, entretenimientos… Y la trilogía de sus memorias, ‘El peso de la paja’. Ahí estaba reflejado todo: la infancia, la adolescencia, la juventud, los descubrimientos, la amistad, el cine, la soledad, la pasión por las grandes mujeres, los mitos, los amores tristes y los amores que salvan, la escritura, el desenfreno, el sosiego, la alegría, los desgarros, las ciudades, los cuerpos, Maruja Torres, Ana María Moix (gran escritora también, no la olvidemos), la Espert, la Callas, la Caballé, Bette Davis, Judy Garland y la Primavera romana de la señora Stone… Una trilogía deslumbrante, imperecedera.
Quince años ya sin Terenci. A veces, en el cine (ahora ya casi nunca voy solo), antes de que comience la película, me acuerdo de todo esto, de la importancia que aquel hombre tuvo en mi vida, sin él saberlo. Y también me acuerdo de aquel libro suyo, ‘Sufrir de amores’, tan manoseado y releído, que tantas veces vino conmigo a las salas de cine de esta ciudad, hoy ya todas desaparecidas. Y una especie de vértigo recorre mi espalda, y luego, cuando las luces se apagan, deja de hacerlo porque la emoción por ver lo que va a suceder ahí, en la gran pantalla, durante las dos próximas horas, es superior a todo lo demás. Él sabía bien a lo que me refiero.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades