Voces, silencios, rasguños. Gente que pasa fatigas, que danza frente al fuego o que agarra una vieja maleta heredada para irse a la ciudad. Gente que bebe vino y come naranjas y que se sigue amando, y gente que, aún perdida la ilusión, intenta conservar como un desafío la dignidad. Ahí está, sí, otra palabra clave de la obra de John Berger: dignidad. Voces, silencios, rasguños y dignidad. Si hubiese que resumir su obra con el tamaño de una bolsa, ésas serían las palabras más adecuadas. Luego vendrían palabras más ampulosas: poeta, novelista, autor de libros inclasificables, crítico de arte, pintor, guionista… Pero la esencia de su inmensa literatura está en esas cuatro: Voces, silencios, rasguños, dignidad. Cuatro palabras en las que, bien mirado, cabe todo lo que un escritor decente quiere (y debe) expresar.

Desde ahí, se pueden construir todas las historias, atravesar todos los puentes, tender todas las manos, observar los tejados y los cielos de la ciudad desde la que se escribe y los tejados y los cielos de todas las ciudades del mundo donde, desde un simple mercadillo, se pudo analizar el comportamiento de los hombres sencillos y pacíficos, de las mujeres que sonreían y vendían pimentón dulce o picante, o de los niños que correteaban por las plazas sombrías, ajenos aún a las pérdidas, a la lucha, a los peligros, a la enfermedad, a la intemperie. Ajenos aún a ese devenir del tiempo que convierte la piel suave en piel rugosa y surcada de arrugas y manchas, la inocencia en conocimiento, la viveza de unos ojos brillantes que quieren atrapar el mundo en ojos sabios y, finalmente, acuosos y cansados.

Estamos a principios de enero, hace frío en las calles y se ha muerto John Berger. Tenía 90 años. A pesar de que cada vez nos vamos sintiendo más desamparados, nos queda su obra. Su extensa obra. Y esa fotografía, tomada en su estudio en octubre del año pasado, donde un anciano hermoso y erguido aparece rodeado de luz, lápices, cuadernos, libros y pinceles. Y a su espaldas, el jardín, donde la vida y los árboles se desparraman a su aire, como siempre. Independientemente del oficio de cada uno, creo que ese hombre de 90 años que aún mira con inquietud y lucidez a la cámara es el hombre al que muchos nos gustaría parecernos cuando vayamos haciéndonos más viejos.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades