Una mosca -grande, gorda, negrísima- lleva revoloteando toda la madrugada por el estudio. Se posa en mi mano, en el ordenador, en las paredes, en los periódicos y revistas apilados en las estanterías, en los libros que estoy leyendo estos días, en la última palabra que acabo de escribir en el cuaderno. Parece gustarle la tinta azul del cuaderno. Su zumbido es intenso, molesto, desagradable. Francesca ha intentado atraparla en vano. Cansada, haciendo como si la mosca no existiese, la gata ha regresado a su cesta. Si la mosca se acerca a ella, estira sin demasiadas ganas una de sus patas delanteras y la mosca emprende de nuevo su vuelo endiablado, enloquecido. Aunque aún no ha amanecido, abro la ventana con la intención de que la mosca desaparezca. No hay manera. No le atrae el exterior: las luces que, aquí y allá, pueden intuirse en el edificio de enfrente. Las luces, algo lejanas, de las farolas. Los primeros sonidos del día. No hay moscas en los relatos que estoy escribiendo. Y sin embargo, quién sabe, puede que en alguno de ellos, aún por terminar, aparezca una mosca. La mosca pesada de esta noche. La mosca que se vuelve a posar sobre la tinta azul del cuaderno.
Pienso en la mosca moribunda de la que nos habla Marguerite Duras en su magnífico ensayo sobre el proceso de escribir. En la soledad de la autora, en sus desvelos, en su alcoholismo, en la locura a la que a veces puede conducirte la escritura. La propia vida plasmada en un espacio en blanco, en un libro aún por escribir. La propia vida plasmada en un espacio en blanco ya no es tu propia vida: es otra cosa. Y en aquella mosca, negra y azul, moribunda, tan diferente a la que esta madrugada está revoloteando por mi estudio. Aquella mosca, tras una agonía de unos quince minutos, murió a las tres y veinte. La que pulula por aquí aún sigue viva.
Continúo escribiendo. Ni siquiera esa dichosa mosca consigue hoy apartarme de la escritura. «Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario», apunta la Duras, encerrada en su casa, arrebatada por la escritura, por su impulso. No sé hacia qué lugares me llevará el resto de las historias del libro, pero sigo escribiendo. Sobre esa incógnita gira el sentido de la escritura. Sobre esa misma incógnita gira el sentido de la existencia.
La mosca, finalmente, se ha caído en el fondo de la taza que está al lado del cuaderno, entre el ordenador y el cuaderno, agoniza sobre los restos de un café ya helado, como a veces lo hacen esas palabras que se quedan descolgadas, ajenas a nosotros mismos, también moribundas, inservibles.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades