Él, aunque es más alto, se parece ligeramente a Chet Baker. Ella, detrás de una aparente fragilidad, esconde una extraña fortaleza. Los dos son atractivos y tienen una innegable capacidad para la supervivencia. Están en un café de París. Beben. Ríen. Bailan. Atraviesan la noche parisina. Las calles. El río. La euforia. El cansancio acumulado. Son testigos de los besos de otros amantes. Esas bocas que devoran otras bocas. Ese aliento que es el paisaje de la madrugada. Braguetas que aguardan la llegada de otras braguetas. Ya en su buhardilla, sus bocas también se devoran. Y suena la música, la propia y la de otros. Y regresa la imposibilidad del amor. Incluso ahí, en París, hay gente que es atravesada por ese amor, el mal amor. Ese amor, imposible, del que tanto nos habló Marguerite Duras en la última y gloriosa etapa de su escritura. El mal de la muerte, decía ella. Aunque en el caso de la Duras, las causas tenían otra raíz, otro motivo que el motivo que aquí nos ocupa. Otra vez Duras: «Sí. Llegará un día, un día en que sentirás el abominable pesar de lo que calificas como ‘imposible de vivir’, es decir, lo que tú y yo intentamos aquel verano de viento y lluvia del ochenta».

Lo descrito al principio es sólo un tramo de ‘Cold war’, de Pawel Pawlikowski. Un tramo que explica que lo posible también existe fugazmente en el interior de los amores imposibles. ¿Por qué son imposibles esos amores? Eso nadie lo sabe. El enigma forma parte de su naturaleza. Y en su naturaleza también están el dolor, la ausencia, la frustración, el delirio, la desesperación. El estallido incomprensible. Los zarpazos de lo inexplicable. La música más triste. Los abrazos rotos. El arrebato que araña, que rasga. Los puñados de arena o de nieve. Las voces que se ahogan en lágrimas o en vómitos. Las voces que aúllan y que luego, de repente, se quedan mudas. Como los ojos se quedan cerrados. Y es entonces cuando regresa el frío, si es que alguna vez se había ido, para hacerse, como el silencio, definitivo, inconmensurable.

Y ese frío, despojado ya del ardor, de aquello que en un instante fue pasión, atraviesa la pantalla y nos alcanza. Y suena una música (no desvelaremos de cuál se trata), que es música y que es bálsamo. Que es música y que es bálsamo, sí, contra ese frío que lo abarca todo. El punto final que necesitaba este complejo y bellísimo poema en blanco y negro sobre lo que se intuye inevitable, sobre lo imposible de vivir, y aun así.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades