Una habitación de hotel. La luz, al otro lado de las cortinas, es azulada y fría. Como en los días más terribles del invierno. Como en lo más crudo (en todos los sentidos) de los atardeceres. A esa hora en la que uno no puede evitar hacerse planteamientos, reflexiones, preguntas. Demasiados planteamientos, demasiadas reflexiones, demasiadas preguntas. Un hombre -joven, rubio, atractivo- observa esa luz, la del atardecer. En el cuarto de al lado, se encuentra el hombre del que está enamorado. Ese otro hombre no está solo. Aunque no desvelaré en qué compañía ni circunstancia se encuentra. No puedo hacerlo. Estoy hablando de una película y no conviene desvelar estas cosas. Sólo diré que  se trata de uno de los momentos más dolorosos que he visto últimamente en una película. Más sobrecogedores. Uno de esos momentos que, apenas sin palabras, reflejan a la perfección la capacidad de algunos seres para amar y la de otros para no hacerlo. O no hacerlo, ni de lejos, en idéntica medida. Como la vida misma, aunque reflejado ahí, de esa forma, en la película, conmueva de una manera especial, hayas vivido o no una historia similar.

Se trata de «Keep the lights on», de Ira Sachs. Dos hombres buscan sexo y se encuentran. Sus circunstancias personales son muy diferentes. Sus mundos, opuestos. Vuelven a repetir el encuentro sexual. Luego, comienza una relación que durará varios años. Las cosas se complican. Las cosas nunca son fáciles: ni en la vida, ni en el cine que intenta reflejarla sin adornos, sin florituras, sin falsos envoltorios. Los dos hombres van descubriendo esas dificultades. Sobre todo, ese hombre -joven, rubio, atractivo- (un Thure Lindhardt espléndido) que, en un momento dado, se encuentra en esa habitación, observando la luz del atardecer, padeciendo los estragos de una entrega absoluta: la otra cara del amor. Esa cara tan helada como la propia luz que se vislumbra al otro lado de las cortinas y que muerde con la misma ferocidad con la que lo haría si nos adentráramos en ella completamente desnudos, despojados de toda protección, sin abrigo, zapatos ni corazas.

Es una película triste, sí. Una historia de amor difícil, dolorosa, arriesgada. No es la primera vez que se cuenta una historia así, no importa que se trate de un amor homosexual o heterosexual. El cine, como la vida, está lleno de ellas, de esas historias. Es una película que merece la pena, que revuelve sentimientos, que emociona, que abre brechas. Que no deja demasiado espacio para la esperanza. Pero eso hace rato que ya lo intuíamos, ¿verdad?

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades